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abril 21, 2008

Hoja de álamo

Soñé que estaba mirando por la ventana de mi departamento, un tercer piso frente a una calle ancha pero poco transitada, en el DF. El departamento tenía enormes ventanales por donde se colaba una luz clara y hermosamente blanca. Era media mañana, lo recuerdo bien. A mis pies, en la calle, rodaban una película. Se podía escuchar el rumor de la gente haciendo cine: las instrucciones del director, los comentarios de los artistas. Un par de actores homosexuales se disponían a entrar en escena.

La secuencia que rodaban trataba de una pareja gay que se separaba por unas semanas. Uno de ellos ―quien se quedaba―, era un tanto ancho de espaldas y llevaba una boina vasca con visera; el otro ―quien se iba―, era más joven que el primero, delgado y afeminado, optimista, se le veía enamorado. Los actores se despidieron con un abrazo sincero y sonriente. Después del abrazo el joven estiró la mano coqueteando, haciendo el gesto de quien pide dinero. Era una broma, un juego entre dos personas que se aman. El de la boina dejó caer en su mano algunas monedas, pero no el billete completamente extendido que sujetaba apenas con la punta de sus dedos. En ese momento llegó un taxi. El joven giraba en derredor del coche y subió a la parte trasera. El de la boina le dijo adioses sosegados asomando la cabeza por la ventanilla contraria y descansando el brazo en el toldo del taxi, con el billete ―completamente extendido― apenas sujeto en la punta de sus dedos. Entonces un viento dócil zafó de sus dedos el billete y lo hizo volar lento, delicado e inquieto hacia el cielo azul, sin una sola nube, del DF. El billete levitó impreciso hasta la altura de mi ventana. Yo, extendí el brazo y entreabrí los dedos como invitando al billete a posarse en ellos. Como si se tratara de una mariposa o de un colibrí. El billete descendió hacia mi mano pero sólo alcancé a tocarlo porque el mismo viento dócil volvió a levantarlo. Por un instante pude escuchar nítidamente el ruidito causado por mis dedos tratando, sin apuros, de tomar el billete ―ese peculiar sonido que hace el papel al ser sujetado por un extremo―. Pude escuchar, también, el viento que lo levantó y lo dejó por un momento quieto, flotando. Levanté la mirada y lo vi: ingrávido, inmóvil, a contracielo, dejando escapar por sus orillas destellos de sol que obligaban a achicar los ojos. Abajo había cierta expectación, muchos del equipo de realización habían sido testigos del vuelo del billete y miraban atentos. Me alejé de la ventana y tomé asiento en el comedor que estaba al centro de mi departamento. La silla era de madera y la mesa redonda, blanca, pesada y firme. De esas mesas que soportan con facilidad el peso de un hombre. Delante de mí apareció la persona con quien compartía mi vivienda, era un hombre simple, no recuerdo más. Detrás de mí la disposición del departamento era amplia y diáfana, la luz entraba por todos lados haciendo el espacio muy agradable. Al fondo se encontraba otro hombre ―mi segundo compañero de vivienda― echado en el sofá, quizá dormitaba, quizá escuchaba música, quizá leía, no lo sé. Entonces, sentado frente a la mesa blanca y firme ―de esas que soportan con facilidad el peso de un hombre―, vi entrar volando por la ventana al billete, como si fuera una mariposa o un colibrí. Extendí el brazo repitiendo el ademán de antes y el billete se posó suave en mis dedos. Lo tomé con cautela, sin avaricia, lo doblé por la mitad ―como suelo doblar los billetes― y lo puse sobre la mesa firme y blanca ―de esas que soportan con facilidad el peso de un hombre―. Encima de él acomodé una pequeña pila de monedas evitando así que volviera a volar. Yo y mis compañeros de vivienda ―que súbitamente habían aparecido a mi lado y habían presenciado el acontecimiento―, iniciamos entonces un aplauso emotivo y cálido. Sonreímos. Nos miramos con alegría a los ojos. Y en aquel momento pude escuchar ―nítidamente otra vez―, como el equipo de realización que hacía cine afuera, nos devolvía el aplauso, igual de cálido, igual de emotivo.

Con una sensación de bienestar metida en el cuerpo miré el billete, acerqué la punta de los dedos a su borde y al tocarlo, vi como lentamente se trasformó en una bellísima hoja seca de álamo. Tomé la hoja y caminé hacia otra ventana, no la misma, otra que hacia esquina con la primera. En esa segunda ventana se pegaban al cristal como las palmas de las manos de un hombre, las enormes hojas de un álamo frondoso movido por el viento, plantado en la acera y erguido hasta esa altura. Tomé la hoja seca y la superpuse en el cristal tratando de hacerla coincidir con una de las hojas de afuera. Ahí, tuve la sensación de que esa hoja me la había obsequiado una mujer. Una mujer muy triste, francesa, sola, deshabitada. No sabía quien era. Sólo sabía que estaba sola y distante de todo y de todos, menos de aquella hoja seca que mis manos ahora intentaban hacer coincidir con la otra hoja de afuera.

Miré por la ventana el cielo limpio. Pensé en el vuelo del billete; en el vuelo de las mariposas y de los colibríes; en el vuelo de las hojas secas. Pensé en los ojos de aquella mujer deshabitada.

Entonces, llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño y devolviéndome a la vigilia.