Escribir un texto narrativo es migrar: trasladarse de un sitio moral, ético, psicológico, anímico e incluso, físico, a otro sustancialmente diferente. Emprender este viaje supone una reflexión profunda sobre uno mismo; realizar un recorrido interno por nuestros juicios y prejuicios, nuestras limitaciones, nuestras debilidades, nuestros más oscuros e intrínsecos pensamientos.
Escribir es utilizar la palabra para hacer alquimia del
aprendizaje que nos ha dejado todo aquello que hemos amado, sufrido,
odiado, rechazado y anhelado. Es, también, el resultado de un proceso
que empieza en la mirada: el escritor ve, absorbe el entorno, lo pasa
por sus filtros [sus heridas, sus deseos, sus pasiones, sus miserias y
sus grandezas], y lo devuelve por escrito, redefinido. Por otra parte un
texto literario debe tener aliento estético y hondura léxica, poética
subliminal, rabia intelectual, cuestionamiento a los rituales, a las
normas, a las instituciones, a las conductas, a la condición humana en
general.
En suma, escribir comprende un proceso dicotómico: por
un lado indagatorio, por el otro, de construcción. El impedimento más
significativo de este proceso es el miedo: el miedo a soltarse, a
desnudarse; el miedo a descubrir qué miran nuestros ojos; el miedo a no
ser aquello que los otros esperan que seamos.
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