Antes de hablar de este libro me gustaría poner en
contexto algunos temas relacionados con el autor y la construcción geográfica
de su narrativa.
Conocí a Pablo Raphael en Barcelona, hace ya
algunos años. Durante meses fue solo un nombre: Pablo. Citado en diferentes
reuniones de otros amigos relacionados con la literatura y el mundo editorial.
Citado pero ausente.
Solo un nombre.
Luego fue un texto, una amiga en común (a quien yo
había entregado un manuscrito propio, de una novela que hablaba sobre el terremoto
del 85), me dijo: «Tienes que leer esto», y me entregó otro manuscrito que,
igual que el mío, hablaba de aquel sismo. El manuscrito era de Pablo Raphael.
Leí Armadura
para un hombre solo y quedé transpuesto, los hilos que hilvanaban un texto
con otro eran evidentes: palomas, ruinas, ciudades; pero más que eso había
hilos de espacio y tiempo; sentido, percepción. Y esto, compañeros, no es fácil
de encontrar hoy por hoy, en este mundo de las letras donde todos los
escritores huyen de la generación a la que pertenecen sin darse cuenta de que
el hecho de huir los uniforma y los forma en la hilera de la Generación de los huidizos.
«Debo conocerlo», pensé entonces.
Días después nos presentaron y me percaté, sobre
todo, de dos cosas. Una: la certeza de compartir el mismo dolor de nuestra
historia, las mismas referencias, el mismo cochambre en el lagrimal; y Dos: su
obsesión por las letras, por el texto y ya, por Clipperton.
Desde entonces no nos soltamos, ni de las letras
ni de nosotros mismos.
Años más tarde, sentados frente a una café en el
barri d’Gracia me confesó: «Hay una expedición a la isla… y quiero ir». Guardó
silencio y después agregó los contras:
una serie de impedimentos que tenían que ver con familia, pareja, financiamiento,
logísticas del viaje, e incluso, estatus legal en la Comunidad Europea.
«Ve», le dije, «si no vas será como enterrar viva esa
pinche isla en tu pecho».
Y fue.
Y regresó con un puño de consecuencias.
La primera de ellas la imposibilidad de entrar a
España y su pequeña reclusión en el aeropuerto de Madrid por algún motivo burocrático.
No piso Barcelona entonces, solo hablamos por teléfono. «Vengo de Clipperton,
gallo», me dijo, «y no puedo llegar a casa». Y a mí esas palabras me dejaron
eco. Vengo de Clipperton y no puedo
llegar a casa. «Y no podrá llegar a ningún sitio», pensé, «ya se jodió, la
isla acaba de morderlo. No será el mismo jamás, tendremos que ingresarlo, o al
menos, poner alguien a su cuidado permanente».
(Casi).
Yo no sé si Clipperton trastoque la percepción, la
conciencia de las gentes, lo que sí sé es que con Pablo no podía ser de otra
manera. Lo que sí sé es que Clipperton trastocó la percepción y la conciencia
de Pablo Raphael al punto de hacerlo poner al servicio de ella su voluntad y
sus letras.
Estas letras.
Este libro.
Digo todo lo anterior para poder desde aquí, ahora
sí, hablar de la obra. Comencemos por el principio, es decir, por la
advertencia con la que inicia este libro: «como
la Historia Universal, este libro está plagado de mentiras».
Dice Kafka que la literatura es siempre una
expedición a la verdad. ¿Qué verdad?, me pregunto yo; y planteo esta pregunta atendiendo
a la advertencia anterior, porque Clipperton,
la obra, pretende una verdad plagada de mentiras. Una verdad en el sentido de
construcción; en el sentido de la edificación plástica de una isla; en el
sentido de una cronología, una crónica, un continente, un planeta, un universo
entero. Basta leer el inicio para tener una imagen panorámica de esta pretensión:
«Confesaré
antes que se acabe el oxígeno y un segundo después suceda el final de todo lo
que existe. El viento se detiene, nadie será capaz de respirar. En la playa hay
un hombre sentado. Es rosa, un rosa atormentado por el sol. Ya no distingue la
comezón que eso le produce en las nalgas, ni tampoco se fija en las marcas que
el resorte del calzón le deja impresas en la cintura. A lo lejos, otro hombre
viene andando y mira al hombre que se rasca. Le parece idéntico: un doble. Es
el diablo, piensa, ése es el diablo. Se acerca y le dice: Eres el diablo».
Esta es la intención de esta obra, una intención doblada,
duplicada, trasformada en un puño de intenciones chiquitas que van construyendo
una verdad, un universo inmenso, dodecaédrico, bestial pero manso.
Un hombre que ve a otro hombre donde se ve él.
Un hombre que se mira cuando mira.
Un eco.
Un espejo.
Pero esto es solo el inicio, la mancha textual del
libro propone un viaje piel afuera como piel adentro. Individual y colectivo.
Cronológico, generacional, histórico pero genealógico y subjetivo.
Pasan por esta mancha textual crónicas e ímpetus,
salvajes desasosiegos y murmuraciones leves, casi inaudibles.
Tres biólogos, un teórico de la conspiración, un
fotógrafo del silencio, una dibujante de mapas mentales, una joven bailarina,
un escultor escoces, un hombre rosa, un creador, seis miembros de la marinería
y un equipo de filmación, un camarógrafo uruguayo, dos artistas de San
francisco, un geólogo, un periodista y un líder (sosteniendo sobre sus hombros
a muchos otros nombres) son los encargados de tejer este delirio.
Digo bien, delirio.
Porque si tuviera que usar solo una palabra para
nombrar la obra de Pablo diría delirio.
La torcedura está en que no se trata de un delirio
común, sino de un delirio con sentido. O mejor, el sentido del delirio. Es
decir, construido con imágenes de otro mundo puestas al servicio de la isla, o
de la obra. Una especie de viaje psicodélico dirigido, guiado por un chamán
omnisciente que a veces es el Creador, a veces la voz narrativa, a veces el Autor
oculto detrás de las letras.
El sentido del delirio, o lo que es lo mismo, una
amenaza pero también una estrategia.
Prueba plástica, tangible de ello está en la idea
central de la obra: navegar a ciegas, es decir, escribir a ciegas. O en
palabras del autor: «Navegar a ciegas:
ésa es la idea. Todos deberíamos hacerlo así. Al menos eso permite que las
historias seas más importante que sus escritores».
Pablo Raphael escribió a ciegas pero con sentido.
Como un vidente sensorial. Mirando sin mirar, o mejor, mirando lo que hay de
uno en lo otro; es decir lo que hay de mí en todo lo demás que no soy yo, por
definición. Pero no me refiero ni remotamente al ejercicio egocéntrico de
mirarse el ombligo, sino a otro ejercicio más perverso: mirarse como Creador de
algo abominable y bello: Clipperton, una isla viva y respirando contenida en un
libro.
Un continente de arena y guano y basura contenido
en otro continente de papel y en blanco y negro.
Un continente contenido en otro continente.
Pero, si me lo permiten, volvamos a los personajes
que sujetan esta historia. Heterogéneos y disonantes, subidos en un barco y
luego puestos en una prisión, o una jaula, o un ataúd que es Clipperton, la
isla. Todos dispuestos a Navegar a
ciegas. Todos obcecados en no parar, no salir, seguir eternamente en el
círculo, anillo, aro, ciclo, órbita, argolla, rueda de donde nunca sale nadie.
O quizá es el autor el obcecado en lo mismo: no parar, no salir, seguir eternamente
en el círculo, anillo, aro, ciclo, órbita, argolla, rueda de donde nunca sale
nadie. Quedar tapiado en ese refugio pero celda, en esa casa pero prisión.
Porque quizá pablo Raphael aunque haya salido de
la isla no ha salido jamás.
Pese a estar acá no está con nosotros.
Él sigue ahí aunque esté aquí.
Escribir a ciegas, dije anteriormente, esa es la
idea central de esta novela. O su porqué. Quiero decir, ¿por qué escribir a
ciegas?; y el autor dice que: «eso permite que las historias sean más
importantes que sus escritores.»
−¿Quién escribe esta historia?
−pregunto entonces yo.
−El diablo −responde Pablo
Raphael desde la mancha textual.
Cierto, porque aquí hay más obra
que autor pese a que el autor esté diluido en el texto.
Entre la representación y el símbolo, la escritura
como acción, la resignificación de las cosas a partir de la experiencia de
vivirlas y luego escribirlas. Este libro es una isla y esta isla se hayan 2514
cadáveres de pájaros idiotas, muertos que hablan con los vivos, 400 fantasmas
contados uno a uno por un biólogo marino, voces desde el mar, desde ultramar,
desde el fondo del mar, voces desde dentro de un refugio, voces interiores,
craneales, una inmensa cola de dinosaurio arrastrando tradiciones y documentos
históricos que nos hacen pensar en una documentación obsesiva y voraz.
Este libro es una isla. Como su autor. Un museo,
un territorio, como un cuerpo castigado por el sol, como un libro. O más
acertado aún, Clipperton es solo una idea. Al menos desde «hace casi un siglo que el territorio se convirtió en una idea.»
De la historia de la isla no hablaré, no es
posible, porque este libro es uno de aquellos que deben respirarse. Sí diré,
sin embargo, que la novela cierra como abre: es un círculo, anillo, aro, ciclo,
órbita, argolla, rueda.
«Una mañana
encontré al diablo. Estaba sentado en la playa norte. Insolado, me extendió la
mano. Sobre su palma miramos todo lo que sucede en el mundo.»
Y aun así, todo esto es solo un pequeño pedazo de
esta isla, sigo hablando de la obra, ya que intentar hablar de todo, de su
totalidad, es imposible. Clipperton exige disección y respiración, como he dicho
antes, no hay otra manera de entenderla. Por eso se acerca tanto a la verdad
kafkina de la que hablaba al principio, aquella verdad plagada de mentiras.
Aquella verdad en el sentido de construcción; en el sentido de la edificación
plástica de una isla; en el sentido de una cronología, una crónica, un
continente, un planeta, un universo entero. Ya que esta novela, igual que
aquella verdad, una vez que la comprendes,
es imposible decirla.
Edson
Lechuga
Capilla
Alfonsina
Febrero
2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario