Presentación de la novela Anoche me soñé muerta, de Edson Lechuga
Carlos Aníbal Alonso (La Habana)
Hay un ensayo que siempre me llamó la
atención dentro de ese libro extraordinario, y en muchos sentidos ejemplar, que
es Ensayos críticos sobre la literatura
europea. Entre las novedades literarias que ofrece la tradición europea
desde Virgilio hasta el “joven” Cocteau, el profesor Curtius desliza, a manera
de sobresalto, una profunda reflexión sobre el americano Ralph Waldo Emerson.
Más allá de sus afinidades con Balzac, la prosa de Emerson despierta en Curtius
una admiración sin reservas, una admiración que viene a ser el umbral para un
deslumbramiento mayor con el Nuevo Mundo: esa nueva posibilidad que se le
antoja a Curtius compensación de tantos fracasos, expiación del cansancio
europeo. Los atropellos de la historia, el trauma implacable de una guerra
mundial que, más que gloria, dejó tras de sí un profundo hastío, la falta de fe
y el desgarramiento cínico, la experiencia de una modernidad que amenaza con
destruir lo más valioso de la historia y sus tradiciones han producido un tipo
de hombre que ya no está en “comunión vital con la naturaleza”. Ni Rousseau, ni
Hölderlin, tampoco Baudelaire y Wordsworth son capaces de sortear la tentación
de convertir la naturaleza en un paisaje de mármol y metal. “Hacer compatible
la eterna revelación de la naturaleza con el trabajo y el tráfico, con la
industria y la realidad cotidiana, éste es un mensaje que estaba reservado al
Nuevo Mundo”; tal es la magnitud de la promesa que atribuye Curtius al “genio
americano” en un gesto que apunta insistentemente a Emerson, pero que también
se proyecta en Whitman. El escenario del Nuevo Mundo es la clave: el tono
profético de Emerson funda una América anterior al “americanismo”, una América
que se inserta en el tiempo a partir de su historia posterior. Más abierta, más
viva, la prosa de Emerson no padece el peso de varios siglos de una tradición
paralizante.
Con mayor o menor
intensidad, todo el continente americano participa de un impulso semejante; se
suma al coro de la modernidad empeñado en apropiarse de un nuevo comienzo. Más
de un siglo después de los Ensayos de
Curtius, el espacio latinoamericano ha sido testigo de varias guerras de
independencia contra el régimen colonial, del surgimiento de varias Repúblicas,
y con ellas de un discurso republicano y nacionalista que habla casi siempre
desde la frustración, de emigraciones masivas, de guerras civiles y de no pocos
dictadores, de una revolución socialista y de su fracaso, de guerrillas y
narcotráfico… en fin: lo que trato de fijar es el cuadro de una modernidad que
ha quedado trunca. Más de un siglo después de los Ensayos de Curtius, en un amplio abanico que va desde los códices
encontrados en el siglo XVI hasta
los hipertextos del XXI, las
maneras de nombrar y ordenar lo latinoamericano “semejan un caleidoscopio donde
los cristales rotos cambian de color tanto como los camaleones observados”
(Villoro), en un cruce de miradas que va de lo desenfocado a lo alucinatorio. A
fuerza de desencanto, la acumulación de experiencias frustrantes y el impulso
dominante de lo global han enseñado a tomar distancia de las cosas, han hecho
de la evasión una marca generacional, pero, sobre todo, han enseñado a muchos
el escepticismo, y a otros algo parecido al compromiso.
Creo que puedo
decir sin exagerar que la narrativa latinoamericana vive en las últimas décadas
un momento de auge, de reconocimiento universal marcado por una fuerte
balcanización y por la presencia de una gran diversidad de voces alejadas de
aquella voluntad de integración que determinó el escenario literario
latinoamericano en la década de los sesenta. La gestión y la competencia entre
las editoriales españolas fundamentalmente, la gran cantidad de traducciones a
otros idiomas y la cada vez más rápida difusión del libro propiciada por las
nuevas tecnologías determinan un panorama de crisis, dispersiones y rupturas en
los más recientes proyectos literarios, a los cuales parece interesarles muy
poco pensar en términos supranacionales. Los autores posteriores al así llamado
y así aclamado “boom latinoamericano” se mueven por fuerza al interior de una
cartografía que ya no se reconoce a sí misma dentro de un proyecto continental,
en una cartografía que incluye, en cambio, el cuestionamiento de la fe en la
existencia de una literatura latinoamericana, la rebelión contra la condición
hispánica, el tránsito de lo público a lo privado, del nosotros al yo; una
cartografía cuya marca característica sería, al cabo, la de una hibridez sin
centro.
Ante un cuadro de
semejantes proporciones, el escritor poblano Edson Lechuga presenta su tercera
novela Anoche me soñé muerta (publicada
bajo el sello editorial Axial) en un contexto que comparten generaciones que
han pasado de la euforia militante de los sesenta a la depresión reflexiva de
los setenta, del realismo mágico al realismo virtual, de la novela total a los
amasijos informes celebrados por el esplendor multicultural, de la grandiosidad
al narcisismo, de la obsesión con la definición de una tradición al impulso
dominante de lo global… y al hacerlo, Lechuga parece proponernos otra vez un
regreso a la tradición, al testimonio de una naturaleza desbordada, a la
recuperación de la memoria colectiva en una especie de viaje a la semilla al
pasado indígena, a los mitos de su pueblo natal: Pahuatlán del Valle.
A la manera de un
espejo que reflejara una imagen siempre algo distorsionada (o diría: siempre
algo más precisa) del modelo original, hasta que la fuente pareciera desdibujarse
y solo entrega el reflejo como verdad última de una imagen anterior que regresa,
se muestra y se transforma en su multiplicidad de imagen, la nostalgia de
Pahuatlán emerge en la obra de Lechuga como intento de rumear en los despojos
del pasado las marcas del presente, o mejor, como centro de una utopía que
aspira a una verdad más fiel que la que nos ofrece nuestra propia experiencia.
Lechuga escribe
impulsado por la fuerza de la nostalgia, desde la fascinación y el
encantamiento por las voces de unos personajes que habitan en el espacio de la
memoria y modulan una identidad, una historia, una manera de pertenecer al
mundo. En la medida en que las formas de representación de ese entorno están
determinadas por la magia y por sucesos premonitorios y fantásticos, la novela
encarna una suerte de epopeya posmoderna del realismo mágico americano. Por
momentos, cede a la neurosis
del espacio que entiende la condición latinoamericana como una totalidad
portadora de atributos inexplicables. Sin embargo, toda vez que la exigencia de
valores pone en evidencia las carencias de la realidad, lo importante viene a
ser la fuerza de una imagen, su capacidad para decidir un verdadero desvío
creador. Porque de lo que se trata en definitiva es de la experiencia de la
enunciación, no de la experiencia vivencial. De modo que su misión declarada ha
sido la de escribir sobre la tradición, pero alejado del costumbrismo, poner a
dialogar contenidos antiguos con formatos posmodernos.
Como fundamento implícito de la estructura de su novela, se actualiza ese
entrecruzamiento crítico entre la verdad y la falsedad, entre realidad y mito, esa
tensión íntima y decisiva capaz de decidir un estilo. No interesa, para
Lechuga, aquello que realmente ocurrió en el pasado, sino lo que pudo haber
ocurrido, lo que ha quedado impreso en el imaginario popular, aquello que
decide la cifra de una identidad. La novela se articula
para salvar la memoria, precisamente cuando la memoria viene a ser lo mismo que
la posteridad.
Se trata de obtener de un determinado contexto una
esencia, un mito capaz de poner en evidencia la función poética y cognoscitiva,
la capacidad de resaltar, con una claridad de laboratorio, un experimento del
mundo. Y esa noción de lo experimental pasa en primer lugar por el estilo, por
la hechura literaria. La seducción del sistema de imágenes de Anoche me soñé muerta participa del afán
de encontrar, desde una conciencia colectiva, una expresión suya, original, una expresión fragmentada
que contorsiona la sintaxis, que quiebra la frase o se rebela contra la
convención de separar la palabra con espacios, por ejemplo, una expresión acoplada
a las modulaciones de la poesía con el objetivo tácito de convertirse en un
canon de sí misma. Lo que importa es la función poética, ese trabajo detenido
sobre el lenguaje; solo que Lechuga, además, busca algo así como un efecto
desestabilizador que se cuestiona por momentos la pertinencia de la narración,
para experimentar con las bondades de la tradición oral.
En una reciente entrevista Edson Lehuga afirmó: “El
arte es el encargado de pensar la realidad. Todas las disciplinas artísticas
tienen la función de pensar la realidad y después cuestionarla. Si no pensamos
la realidad, el hombre no sería lo que es, seríamos una horda de tecnócratas
robotizados. Cuestionar la realidad quiere decir cuestionarlo todo, pensar la
realidad quiere decir pensarlo todo; entonces, la literatura debe cuestionar
las tradiciones, las religiones, las instituciones, las teorías, para dejar en
el lector un sedimento de duda, para que resulte en un pensamiento más agudo y
crítico, en una conciencia social más transparente, más despierta”. Queden sus
palabras como invitación a la lectura de esta novela en
la que conviven vírgenes cristianas y sacrificios aztecas en un espacio donde la
única salida que es dada a sus personajes es la fuga de la realidad, una
realidad donde deambulan
hombres convertidos en cuervos, santos llorones y estatuas asesinas. Ahora los
lectores tienen la palabra.
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