por los abrazos y las palabras y los libros… y el
búho.
El viaje son los viajeros.
Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.
Fernando Pessoa
I
viajar no es
sólo viajar
no sólo cambiar
de lugar.
no sólo ir de un
sitio a otro.
no.
viajar es algo
más fundamental, moverse a través del tiempo y del espacio, incidir en las
leyes de la velocidad y la luz, dejar detrás lo uno y andar hacia lo otro. pero
más aún,
viajar es huir.
tentar al
destino. poner a prueba al azar mientras miras a través de la ventana cómo el
paisaje cambia y la realidad se convierte en una estela que fluye, pasa,
trascurre, sucede, acontece y no termina nunca.
por eso viajaba.
por eso viajo aún. por eso he adquirido esta tendencia a las ventanas, a la
noche, al reflejo de los faros de los coches en el asfalto, a los haces de luz
abriendo lo oscuro, intentando rebelarse ante la tierra que ya ha girado
dándole la espalda al sol. por eso me he pasado media vida dentro de un autobús
moviendo mi esqueleto de un lugar a otro buscando en la noche aquella imagen,
aquel susurro, aquella metáfora que karla —así, con ka—, dejó grabada en mí.
era septiembre,
lo sé porque faltaba poco para festejar su cumpleaños. karla, con ka. no era
ese su nombre ni ese su aniversario, pero a mí me tenía sin cuidado. lo
importante era ella, toda, etérea como mentira y mentirosa como su nombre.
la había
conocido a finales de abril.
dentro de un
autobús.
yo viajaba hacia
xalapa a la feria del libro. ella no lo sé. nunca lo mencionó y yo nunca le
pregunté. así era ella, de pocas palabras y muchos besos.
aquel abril por
error nos habían asignado el mismo asiento: 9,
ventanilla. cuando llegué a ocupar mi lugar ella ya estaba sentada ahí.
miraba por la ventana sin mirar, tenía la cabeza apenas recargada en el cristal
y su rostro se duplicaba en el reflejo. ella y ella. dos pero una. no era
hermosa, debo decirlo, pero había algo en el filo de sus labios que te obligaba
a callar.
o me obligó a
mí.
así, mudo,
permanecí unos instantes a su costado, de pie en el pasillo del autobús,
intentando entender o explicar o reclamar pero no pude hacer nada. ella no me
miraba, ni a mí ni a nadie, a nada. tenía los ojos puestos lejos de aquel
cristal, lejos de aquella terminal y del pavimento y de los autobuses que iban
saliendo y entrando de sus cajones de estacionamiento con una lentitud que
hacía pensar en ballenas o en dinosaurios. la escena era bella. ella y su
reflejo y el pesado movimiento de los autobuses detrás del cristal y su cabello
despeinado, negro como la noche que comenzaba a soltar su oscuridad sobre
nosotros, con un mechón apuntando hacia una pequeña cicatriz debajo de la sien,
casi tocando su oreja.
«qué miras»,
dijo al notar mi presencia.
lo dijo aún
vacía.
lo dijo en otro
sitio y no dentro del autobús.
lo dijo más para
ella que para mí.
lo dijo
queriéndose decir: qué mira en mí.
lo dijo sin
mirarme, sin quitar los ojos de sus sueños, sin mover la cabeza de la ventana.
lo dijo desde
ella y desde su reflejo, al mismo tiempo, como un eco.
con torpeza
estiré la mano y le mostré mi boleto:
«nueve,
ventanilla», dije y me pareció un error. me pareció que ese sitio era suyo, que
había sido suyo desde siempre, que yo era un estúpido impostor a quien el azar
le había encomendado la tarea de sacarla de sus cavilaciones. me pareció que no
tenía derecho ninguno a decirle nada, sólo mirarla, a ella y a su reflejo a la
vez.
ella no
contestó. ni siquiera miró el boleto que le mostraba. sólo intuyó mi gesto,
tomó su bolso y sacó el suyo igual al mío: 9,
ventanilla.
leí su nombre: karla lovera.
así, con ka.
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