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febrero 01, 2012

4.balazos [fragmento]

Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia.
Mahatma Gandhi.


Tengo los 4.balazos bien metidos en la memoria.
Cuatro golpazos secos.
Cuatro tronidos de pistola de calibre grueso.
Me acuerdo bien cómo los escuché
uno a uno,
cómo fueron tronando dentro de mis oídos mientras yo, sin darme cuenta, mentalmente los iba contando. No sé por qué los conté, supongo que intentaba encontrar algo de esperanza; pero al contrario, la esperanza se me fue yendo con cada disparo. Cada golpe violentaba mi pulso y adelgazaba mi fe. Sabía que a cada disparo crecía la posibilidad de que mi Nicolás muriera.

La tarde en que me lo mataron poquito antes había estado platicando con él en la puerta de mi casa. Hablamos de la fecha de nuestra boda, de los pilcates que íbamos a criar y de hartas cosas bien bonitas.
―Cuídate Nicolás ―le dije en el umbral de la puerta cuando se estaba yendo.
Le eché los brazos al cuello y le di un beso en los labios. Él me miró serio y callado como siempre, me agarró bien fuerte la cintura y me dijo:
―No te preocupes Ruperta, estate segura de que a mí no me matan.
No sé por qué pero no le creí. Estuve a punto de pedirle que se fuera por Chancalco, que rodeara el pueblo para no pasar por la plaza. Antes, esa misma mañana, cuando fui a compra cuatomate al puesto de don Julio Lemus, arriba de la escalinata de la plaza me pareció ver al Otón Moltalvo. Rapidito volteé para reconocerlo pero ya no estaba: se esfumó entre el gentío del domingo. «Ahora resulta que ya estás viendo moros con tranchetes», me dije a mí misma mientras pagaba el kilo de cuatomate.
Toda la mañana estuve pensando si decirle a mi Nicolás o no decirle nada. Finalmente decidí callarme, no tenía caso mortificarlo. Además, qué tal si me equivocaba como la última vez, cuando le llené la cabeza de pendejadas dizque porque había visto a uno de los Moltalvos en la cantina de doña Elvira y nomás no había nadie. Aquella vez íbamos pasando enfrente de la botica del Filiberto y en cuanto le dije a mi Nicolás salió corriendo rumbo a casa de su hermano. Yo corrí detrás de él para no perderlo. Se metió deprisa a su casa y a gritos le dijo:
―¡Gregorio tráete las armas que por aquí andan esos perros!
El Gregorio sacó de debajo de su cama dos escopetas cargadas, luego fue al ropero y agarró más parque. Emilio, el mayor de sus hijos, corrió al Arenal a avisarle a sus otros tíos y al poco rato ya estaban enfrente de la cantina de doña Elvira media docena de hombres armados y con el odio ensangrentándoles los ojos: todos los Albarranes excepto Matías, que había ido a la Tlalcruz a vender un par de novillonas. Yo me había escondido detrás de un puesto de garnachas que había en la esquina y desde ahí los estaba espiando.
―¡Jesús Moltalvo, hijo de Hipólito Moltalvo, sal porque te vamos a cocer a balazos! ―gritó aquella vez mi Nicolás.
La calle de un momento a otro se había vaciado. Nada más se veían las ventanas y las puertas de las casas entreabiertas con gente asomándose con cuidadito para que no les fuera a tocar un balazo. Era bien sabido que si se encontraban los Moltalvos y los Albarranes de seguro habría muerto.
Sin embargo de la cantina no salió ningún Moltalvo. Quien se asomó fue doña Elvira que secándose las manos en su delantal les dijo en voz alta:
―No hay ningún Jesús Moltalvo en esta cantina, Nicolás, así que ni le hagas al cuento. Mejor agarra tus chivas y vete a buscar pleito a otra parte.
―No lo esconda doña Elvira porque va a salir peor la cosa ―gritó el Federico, el más chamaco de los Albarranes.
―Yo no escondo perros ―contestó con la voz bien ronca doña Elvira mientras se llevaba un cigarro a la boca.
Mi Nicolás siempre ha sido el más decente de ellos. Me acuerdo que bajó la carabina y con mucho respeto le dijo a la vieja:
―Disculpe usted doña Elvira, pero es que a mi hermano se le queman las habas por cargarse a un cabrón de ésos ―volteó a ver a sus hermanos y siguió diciendo―. Nosotros le creemos doña, pero sabe usted…, me están entrando hartas ganas de tomarme una cervecita allá dentro. ¿Me dejaría usted pasar?
Doña Elvira ya estaba soltando el humo de su cigarro por las narices. A mí me pareció que le echaba cuentas al asunto, como que le calculó el agua a los tamales.
―No tengo por qué mentirte Nicolás. Ya te dije que yo no escondo perros.
―Pero si es la pura sed doña. No crea usted que es desconfianza ―dijo mi Nicolás recargándose la carabina en el hombro.
―Vamos a entrar a huevo ―me pareció escuchar al Federico refunfuñando al lado.
―Pérate, Fede, ahorita entramos ―lo regañó Antelmo, el de en medio.
Doña Elvira le dio otro jalón al cigarro y poco a poco se fue dando media vuelta.
―Pues entra y bébete tu cerveza ―dijo―. Sabes que en esta casa los Albarranes son bienvenidos.
Mi Nicolás jaló aire y yo junto con él. Se encaminó hacia la cantina, sus hermanos lo siguieron de cerquita agarrando bien fuerte sus armas. En cuanto empezó a cruzar la calle yo pegué una carrera y antes de que llegara a la banqueta me le paré enfrente.
―No entres Nicolás, no vaya ser que te estén esperando ―le dije mirándolo a los ojos.
―En vez de decirme eso ―respondió bien serio―, deberías traer un arma y entrar conmigo.
Me puso la mano en el hombro y me hizo a un lado de un empujón. Yo me quedé apretando la punta de mi blusa con los dientes.
Detrás de él entraron todos: Gregorio, Antelmo, Juan, René y Federico Albarrán, cada uno con su arma en las manos y con ganas de muerte.
Porque muerte han deseado siempre,
pero no cualquier muerte,
nomás la muerte de toda la raza Moltalvo.
«No vamos a detenernos», he escuchado decir a varios de ellos más de una vez, «hasta acabar con toda la sangre Moltalvo». Lo más que se me ocurrió fue entrar detrás de mi hombre. «Que nos toque parejo», pensé y entré a la cantina con harto miedo. Afortunadamente adentro de la cantina en verdad no había ningún Moltalvo, y si es que ahí estuvieron ya se habían ido. A lo mejor se asomaron por la rendija de la puerta y al verse desaventajados salieron por la huerta de doña Elvira y se pelaron.