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noviembre 23, 2008

Funerales Fragoso [fragmento]

El destino de Liborio Garmendía se torció para siempre la madrugada del Sábado de Gloria de una Semana Santa. Él y su esposa, Etelvina Fragoso, habían ido a cenar a la verbena que cada año se organizaba en el pueblo. Desde que salieron de casa, Etelvina, encantada con el olor de las fritangas, sintió el ansia en la boca de su prominente estómago. «Me lo quisiera tragar todo», se confesó a sí misma, y comenzó con tres tamales de hollejo y un atole de cacahuate que compró en el primer puesto. Siguió con dos tostadas de pata, un pozole, una birria y cinco tacos de longaniza mientras caminaban por la calle principal rumbo a los portales.

El ambiente estaba lleno de gente apretujada, puestos de comida y la música de la banda de viento. Al llegar a la esquina de la plaza encontraron el cielo adornado con tiras de papel de colores vivos; la iglesia también estaba adornada con crisantemos y carteles con la palabra de Dios. La pareja se dirigió al templo y, antes de entrar a confesar sus pecados, Etelvina sucumbió a la tentación de la carne y devoró una chuleta de cerdo en chile huajillo.
—Ya deja de tragar —la regañó Liborio Garmendía con sus aires de señor.
—No puedo —confesó ella.
Cuando entraron a la iglesia Etelvina soltó el primer eructo premonitorio. Fue de una sonoridad tal que alejó a la gente que los rodeaba. «Perdón», se disculpó ella, «pero me salió del alma».
Dieron gracias a Dios hincados y en silencio, escuchando de fondo la música de viento y el trajín de la verbena. Al momento de levantarse, Liborio tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para poner en pie a su esposa.
—De haber sabido que te ibas a poner así, de pendejo me caso —masculló enrojecido por el esfuerzo.
Al salir de la iglesia otra vez le vino el antojo, ahora de frijoles charros. Agudizó el olfato, identificó el aroma, lo separó quirúrgicamente de los otros olores y se dejó guiar hacia el puesto donde borboteaba la cazuela.

A Etelvina Fragoso el ansia le había venido después del matrimonio. Fue una señorita bien portada y de carnes firmes; se casó de blanco y por las tres leyes con la ilusión virginal de entregarse a su esposo en cuerpo y alma para dedicar el resto de sus días a la crianza de los hijos. «Siete», decía, «quiero siete pilcatitos», pero en la noche de bodas a Liborio Garmendía le entró un algo que no le permitió que se le endureciera ni el gesto.
—Ha de ser por los nervios —se disculpó ante Etelvina escondido entre las sábanas.
—Ha de ser —suspiró ella aún virgen.
Sin embargo, los nervios le duraron años, porque Liborio no respondió a la tentación de la carne pese a que Etelvina intentó de todo: desde la sutileza de un baño de temazcal después de la merienda, hasta el descaro de abrírsele de piernas y esperarlo urgida. Tampoco sirvieron los menjurjes, el polvito de uña, el toloache y la sopa de ostión con gotitas de sangre de menstruación. Nada dio resultado. Liborio Garmendía estaba negado para siempre a las humedades del matrimonio.
La madre de Etelvina, anciana esculpida a golpe de rezo, le aconsejó que guardara el secreto como si fuera verdad de Dios. «Esa es la cruz que te tocó», le dijo. Etelvina Fragoso no sólo guardó el secreto, sino que dejó entrever en los bailes y en las tardes de café que la culpa de la ausencia de hijos era suya. «Es que soy de vientre delicado», decía con una resignación católica cuando le preguntaban. Así, poco a poco se le fue transformando el deseo carnal en deseo de carne, y le vino esa voracidad de náufrago.
Por su parte, Liborio Garmendía había sido un muchacho solitario y huraño. Huérfano de padre y madre, y arrimado en la casa de su tío abuelo Simón Garmendía, a duras penas terminó la primaria y después se puso a aprender el oficio de la madera en el taller de su tío. Gastó su juventud acariciando las tablas con el formón y la garlopa hasta que don Simón Garmendía murió y se quedó él al frente de la carpintería. Su única afición era ver a los muertos en los velorios, mirarlos impávidos recostados dentro de sus ataúdes, indefensos e inanimados. Liborio se quedaba mirando a los cadáveres desde la silla donde se sentaba hasta que el sueño le exigía descanso.
Descubrió su falta de pasión en sus años mozos, cuando todos los muchachos comenzaban a platicar de sus toqueteos. Liborio esperó con impaciencia el día en que sus partes se levantaran al amor pero eso nunca sucedió. Entonces ocultó su impotencia ante todos, incluso ante Dios, porque ni siquiera lo reveló en confesión.
Años más tarde, cuando en el pueblo se comenzaba a correr el rumor de sus impedimentos carnales, tuvo que darle vueltas a la cabeza buscando la manera de salvar su dignidad de hombre hecho y derecho, y decidió casarse. Inmediatamente pensó en Etelvina Fragoso por virginal, católica y obediente. Así, sin más, se presentó en casa de la elegida recién bañado, con un clavel ajado en la solapa del único saco que tenía herencia de Simón Garmendía, con sus botines cepillados a conciencia, y con un ramo de margaritas para que Etelvina tomara una decisión deshojándolas. Siete meses después fue la boda, discreta pero llena de ilusión, Etelvina Fragoso pensando en los hijos y Liborio Garmendía pensando en las apariencias.


noviembre 16, 2008

hay un indio con lágrimas en los ojos dentro de mis ojos
esbelto y ocre como danza de cielos o de soles
secular y latente como las flores con que a mis muertos venero
subrepticio
siempre oculto bajo mi piel

y me faltan labios para tantos sus besos
me faltan signos para tantos sus credos

hay un indio que se suelta en mis madrugadas
cuando la noche se desabotona la blusa y enseña su luna como si enseñara un pecho
una mancha de jaguar
una gota de tinta.china

indio huasteco que dice lo que digo
atardeciendo mis palabras cuando hablo
lloviznando mis rincones cuando lloro

y no me alcanzan los párpados para tenerlo
no me bastan los versos para nombrarlo

detrás de mis palabras sus pupilas
detrás de sus pupilas los montes
detrás de los montes un valle
en mitad del valle él
con un árbol naciendo de su palma.



noviembre 02, 2008

Unas por otras [fragmento]

Yo pensaba que esas pendejadas de Dios eran eso mismamente, puras pendejadas. Pero desde que se me comenzó a pudrir la pierna tuve que agarrarme a veinte uñas al manto sagrado de la Virgen de la Buenaventura. De no haber sido por eso, de seguro ya tendría podrido todo el cuerpo. Suerte que ella con sus ojitos retechulos me cuidó tarde a tarde la pierna que poco a poco se me fue poniendo renegrida; si hasta parece que me sobaba quedito con sus manitas santas.

Y todo por el pendejo del Clodomiro Vargas que me pegó un tiro en la pata derecha. Él dice que porque estaba robándome sus vacas, pero yo para qué iba a querer sus pinches vacas si están reflacas, las méndigas. Además, yo tengo mi Cliopatra; esa sí que está rechula, la canija. Todos los días nos da un chingo de litros de leche blanca y fresquita fresquita. El nombre se lo puso mi hija la menor. Ella, como sí fue a la escuela, pues le puso ese nombre, quesque porque fue una mujer de quién sabe dónde chingados que se bañaba con leche. A mí me cuadró el nombre, suena rebonito: Cliopatra. Luego en las tardes me la paso divisándola cómo menea la cola para espantarse las moscas, y le digo y le digo: «Cliopatra, Cliopatra». La verdad, no creo que me entienda ni una chingada, y si me entiende se hace güey, porque la ingrata ni siquiera me mira de reojo, nomás sigue meneando la cola de un lado para otro.
El Clodomiro dice que fue por lo de las vacas, pero en realidad fue por lo de su mujer. Yo no tengo la culpa de que aquella noche en el baile la Felipa se me arrejuntara tanto, y pues poco a poco se me fue poniendo duro el entendimiento. Ella bien que se daba cuenta, no me van a decir a mí que las viejas no sienten cuándo a uno se le endurece el instrumento. Sí, bien que se dan cuenta, las canijas, nomás que le hacen al güey para que uno piense que no saben nada de esas cosas.
La verdad es que a mí se me habían pasado las cucharadas aquella noche. Mi mujer no quiso ir al baile porque los zapatos que traiba estaban ya de al tiro muy dados al traste.
―Cómprame onque sea unos guaraches, Prudencio ―me había dicho una semana antes.
Pero de dónde hijos iba yo a sacar para unos guaraches, si con trabajos le habíamos comprado las libretas a los pilcates para que fueran a la escuela. Además, estaban pagando rebarato el maíz, si no mal recuerdo a menos de tres pesos el cuartillo.
―No vieja, ¿de dónde quieres que saque yo centavos para calzarte? ―dije yo.
Y ella que se monta en su macho.
―Si no me los compras, pues no voy.
Y pues no fue.

sobre mi memoria que es piel y sombra

octubre 27, 2008

los armadillos son radiantes
tímidos
misteriosos
inalcanzables

los armadillos son de allá
del otro lado del océano

endémicos
filósofos
constructores de mitos

los armadillos son los culpables de las nubes
ellos las crean con la intención de enamorar libélulas

para ser armadillo primero hay que ser tierra
después de ser armadillo se es agua
porque los armadillos son
lodo

nadie conoce el verdadero talento de los armadillos
son lo que son
en otros tiempos fueron gaznate
latido
niebla
guateque
otredad
insurgencia
miel
verso

los armadillos son los seres más hermosos del mundo
sobre todo ese que duerme acurrucado en tu ombligo.



octubre 19, 2008

Cartas de amor de un hombre solo [fragmento]

Ciudad de México, Distrito Federal.
Marzo 19 de 1970.

Señorita Silvia Torres.
Antes que nada permítame presentarme, mi nombre es Rodolfo Saldivar I. Saldivar, soy vecino suyo, vivo en el edificio C, departamento 201, de la misma unidad habitacional donde usted vive.
Acaso se preguntará el motivo por el cual un desconocido se toma el atrevimiento de perturbar su tiempo con estas líneas furtivas; pues a continuación explicaré a detalle la situación, e intentaré despejar sus incógnitas recién nacidas.

El motivo de esta carta, señorita Silvia, nació una tarde del otoño pasado, cuando por vez primera mis ojos sexagenarios pero aún llenos de vida encontraron por un azar que no busco comprender, su cuerpo flotando de un lado a otro del patio de la unidad que cohabitamos. He de confesar que desde entonces quedé prendado de usted, irremediablemente. Fue un momento fugaz e irrepetible, señorita, un viento suave sopló en derredor de usted alborotando su cabello rubio y levantando impertinentemente sus faldas dejando al descubierto sus tobillos. Tardé un instante en entender que se trataba de usted, porque a penas ayer era usted una niña todavía, sin el menor presagio de mujer en su cuerpo. Aún recuerdo, señorita Silvia, el día de su cumpleaños número nueve, porque sus padres se tomaron la molestia de convidarme a la celebración y asistí con mi sobrina. Seguramente la recuerda, se llama Sonia y su belleza es similar a la de usted.
Estuvieron jugando la tarde entera rodeadas de muñecas, regalos y otros niños de la unidad. Sepa, señorita Silvia, que entonces no había nada en usted que yo pudiera desear, incluso aún vivía mi esposa y la soledad no era tan aguda como en estos años. Pero no se piense usted que es la soledad la que me lleva a escribir estas líneas, no; el motivo es usted misma, porque desde aquel día de otoño no he dejado de pensarla a cada momento, hasta el punto de no pensar en nada más, sólo en usted, en todo momento, en todo lugar: usted.
Le he escrito largos poemas amorosos que guardo celosamente en una libreta que compré especialmente, y que ojala en un futuro próximo pueda usted escuchar mientras yo se los recito; quizá sentados en la banca de algún parque, o en una cafetería tranquila, o remando serenos sobre una lancha en el lago de Chapultepec, o en el sitio que usted decida.
Sé mucho de usted, señorita Silvia, porque desde aquel día de otoño comencé a indagar sobre su vida y sus costumbres con el único propósito de acercarme, de hacerme presente en su vida, de aparecer repentinamente en su camino. Pero fue inútil, nunca me atreví a saludarla siquiera. Excepto en una ocasión, seguramente la recordará. Fue aquel día lluvioso del febrero pasado cuando “casualmente” nos encontramos. Usted salió de la zapatería donde trabaja y buscó refugio en la parada del autobús, entonces llegué yo a su rescate. Le había comprado un ramo de rosas rojas y me protegía de la lluvia bajo un paraguas. ¿Recuerda?, incluso tuve que presentarme porque no me reconoció. Después estuvo de acuerdo en tomar mi brazo para que la acercara a casa, y hasta hizo un comentario sobre el ramo de rosas que esgrimía en mi mano. Recuerdo exactamente lo que dijo, señorita: «¿Quién es la afortunada?». Pero su aliento de manzana y de campo me impidió rotundamente decirle la verdad, confesarle que era usted misma. Porque ha de saber, señorita Silvia, que efectivamente, tiene usted un aliento a campo, a manzanas verdes.
No puedo ni quiero olvidar el peso de su mano sobre mi brazo, ni su risa liviana como papeles al viento, ni sus ojos inquietos, ni su cabello rubio y lacio, sujeto apenas en la nuca por una pinza.
Conservo aún los pétalos de aquellas rosas con la esperanza de algún día poder bañarla en ellos. Pero por favor no se equivoque, señorita; no se trata ésta de una carta soez y de mal gusto; ni de un arrebato pasional y desmesurado; ni siquiera de un tiento calculador. Todo lo contrario, se trata de una declaración de amor, abierta y sincera, franca.
Sé que podría ser su padre, señorita Silvia; pero también sé que podría ser su amante, su compañero, su protector, su aliado, su cómplice, su marido.
Señorita Silvia, de antemano permítame agradecerle sus pasos aquella tarde de otoño, y el viento que me mostró sus tobillos, y el peso de su mano sobre mi brazo, y su aliento a campo, a manzanas verdes.
Por último déjeme decirle que ya estoy ansioso esperando su respuesta, que seguramente (lo sé por el olfato intuitivo que me ha caracterizado desde siempre), será un definitivo, sincero y enamorado: Sí.

Atentamente.
Rodolfo Saldivar I. Saldivar

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DF 4 de abril
hola señor rodolfo
la verdad es que me costó un poco acordarme de usted, hasta que mi papá me puso al tanto.
me gustó mucho la carta que me escribió, en verdad es muy bonita y sincera. pero déjeme decirle que no pienso lo mismo que usted, aunque me encantaría ser su amiga y que me platique de aquellos tiempos que de seguro usted extraña mucho

hasta luego
silvia



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septiembre 20, 2008

Morir matando [fragmento]

A ese cabrón yo lo maté. Lo maté con mis propias manos, o mejor dicho, con mis propias botas. Le metí un chingadazo al hijueputa y, luego, en el suelo, lo aplasté como quien aplasta a un pinche insecto. Y es que eso es lo que era: un pinche insecto. Pero sobre todo lo maté por torcerme la pinche vida, porque de alguna manera él también me mató a mí.

Yo no quería matarlo.
Pero la situación estaba ya muy revuelta y no me quedó de otra más que aplastarle la cabeza. Todavía me acuerdo de sus chillidos agudos, horribles, como si le estuviera quitando la vida. Y eso mero hacía: le quitaba la vida. Le puse la bota en la cabeza y se la aplasté hasta que escuché cómo su cráneo lleno de bolas crujió como cazuela de barro.
La Sonia se había quedado metida entre las sábanas, escondiendo la cabeza para no verlo. En cuanto encendimos la luz y lo miramos, se acurrucó en las cobijas y desde ahí debajo me dijo:
—Mátalo, Ufrosino. Mátalo.
Y a mí nomás de recordar sus putas patas peludas en mi espalda se me pusieron los pelos de punta; y luego al verlo ahí soltando una baba verdosa por el hocico y chillando agudo…, no me quedó de otra más que matarlo.

La culpa la tuvo él, porque si no hubiera estado metido entre las cobijas ahorita todavía seguiría vivo, y sobre todo, yo y la Sonia seguiríamos en santa paz. Pero aquella noche ahí estaba y ni la Sonia ni yo nos dimos cuenta; y no nos dimos cuenta porque cuando entramos al cuarto ya veníamos desbaratándonos a besos y la pinche ropa nos estorbaba para acariciarnos desnudos como cada noche. No prendimos la luz, nunca la habíamos prendido, siempre nos habíamos acariciado a oscuras tratando de no hacer ruido. Aquella noche íbamos más desesperados que nunca. No sé por qué. Quizá fueron los tequilas que nos habíamos resbalado un poco antes, sin tocarnos, fingiendo que nomás éramos amigos pero mirándonos cada vez que le pegábamos un trago al tequila, como queriendo que dentro del vaso en vez del aguardiente estuvieran nuestros labios, o nuestra lengua, o todo nuestro cuerpo completo.
A mí no me gustaba fingir pero no había de otra, nadie puede acaramelarse a la vista de todos con una mujer ajena. Pero en lo oscuro ya es diferente, ahí no hay ojos que lo acusen a uno, no hay miradas que lo maldigan y lo culpen. En lo oscuro no hay más que dos, solos, desnudos, alebrestados por la sangre que galopa en las venas y queriéndose beber enteros sin dejarle nada a nadie; ni al marido de la Sonia; ni a mi esposa; ni a nadie.

septiembre 11, 2008

Bigotito de galán de los años 50´s

Soñé que estaba en un restaurante chino. De esos donde venden arroz.tres.delicias, rollitos.primavera y tienen los asientos forrados con vinil rojo. Sentado en uno de aquellos sillones, abrazaba a la mujer que amo mientras mirábamos una película en blanco y negro del Tin Ta.

La película era proyectada sobre una cascada instalada al fondo del local. En la poza del pie de la cortina de agua nadaba tranquila una mamá.pato con sus tres patitos siguién-dola en fila.india. La cascada media por lo menos dos metros por cada lado y la proyección sobre el agua daba a la película un toqué extremadamente realista.
En el filme actuaban también Cantinflas y Mauricio Garcés. La trama consistía en que los tres cómicos intentaban deshacerse del cadáver de una viejita que inesperadamente se les había muerto en el baño de su departamento, mientras orinaba.
De pronto, dentro de la película aparecía yo. Yo mismo. Vestido
de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios.

Mientras los tres cómicos intentaban esconder el cadá-ver de la viejita en la parte superior de un ropero enorme, yo me dirigía hacia otra sala donde había un piano de cola, negro y brillante. Tomaba asiento frente al piano y
de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
empezaba a tocar una pieza clásica. Lo raro era que cada vez que mis dedos caían sobre las teclas, de la caja del piano brotaba una tortuguita amarilla. Viva. Sonriente.
Así, mientras yo interpretaba la pieza, el cuarto se iba llenando de decenas de pequeñas tortuguitas amarillas. Vivas. Sonrientes.

La película cambiaba de pronto la trama y el tono. Aho-ra Cantinflas, Tin Tan y yo, huíamos en un Chevrolet 56 de la temible, abominable, diabólica carcajada de Mauricio Garcés que nos perseguía omnisciente. En la imagen aparecía el ros-tro maléfico de Mauricio Garcés superpuesto en transparencia sobre el Chevrolet 56 donde viajábamos nosotros.
Ahí, se apoderaba de mí el presentimiento de que el fin del mundo estaba cerca. Y corroboraba esa noticia cuando veía pasar por la calle una camioneta de helados pregonando por el altavoz:

«¡Tin Tan, Cantinflas y Mauricio Garcés
quieren destruir el mundo!»

Con el terror de la noticia, yo
de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
iba en busca de la mujer que amo. Pero dramática-mente la encontraba fuera del filme.
Abrazada a otro hombre.
Otro hombre que era yo mismo.
Estaba sentada junto a ese otro yo en un sillón de vinil de un restaurante chino y mirándome de frente.
Su mirada me hería. Tanto, que estuve a punto de en-tregarme a la carcajada diabólica de Mauricio Garcés.

Fuera del filme yo.vestido.como.ahora, también sufría. Sufría por verme sufrir dentro de la película. Sufría porque el otro yo.en.blanco.y.negro era incapaz de entender que él y yo éramos el mismo.
«¡Apaguen esta chingadera!», gritaba a los chinos del restaurante, «Me hace sufrir verme sufrir». Pero nadie me hacía caso. No me entendían. Los chinos hablaban chino.
En un arranque de locura y al no soportar más el dolor de mis dos yoes. Tomaba del brazo a la mujer que amo y nos lanzamos hacia la cortina de agua donde se proyectaba la película alborotando a la mamá.pato y a sus tres patitos que la seguían en fila.india.
Y aparecíamos ahí los tres:
yo de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
la mujer que amo,
y yo.vestido.como.ahora.
Yo.en.blanco.y.negro miraba ofendido a yo.vestido.como.ahora porque llevaba de la mano a la mujer que amo. Yo.vestido.como.ahora intentaba explicarle a yo.en.blanco.y.-negro que éramos lo mismo, que ese yo y este yo éramos la misma persona, que por favor no se ofendiera.

Yo.en.blanco.y.negro no aguantaba más la rabia y la burla de ese otro yo. Así que
con sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
sacaba del riguroso smoking una smith.&.wesson cali-bre 44 y encañonaba a yo.vestido.como.ahora. Pero justo cuando iba a vaciar el arma sobre mí, Mauricio Garcés suje-taba mi brazo y me desarmaba sin que pusiera resistencia.
Súbitamente Tin Tan y Cantinflas me sacaban de cua-dro y yo.vestido.como.ahora me acercaba a Mauricio Garcés para agradecerle el gesto de haberme salvado de mí mismo.
―Gracias, pinche Mauricio ―le decía sonriendo.
―No soy Mauricio ―contestaba él con un brillo extraño en la mirada―. Soy Satanás.
Y su carcajada sonaba tétrica en el ambiente.
Y enormes llamaradas incendiaban la escena con todo y la cortina de agua donde se proyectaba la película;
con todo y la mamá.pato y sus patitos en fila.india;
con todo y los sillones de vinil rojo;
con todo y los chinos que hablaban chino.

Entonces,
llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño y devolviéndome a la vigilia.

Amar a Mar [fragmento]

Para Mar.

Paz en la mar a las olas de buena voluntad.
Vicente Huidobro



El día en que Paolo Ardengo decidió quitarse la vida fue un lunes a mediados de junio. No era el día de su cumpleaños, no cerraba ningún ciclo con nadie, no festejaba nada, no recordaba nada especial. Era simplemente un lunes común y corriente, ordinario, insípido como todos los lunes. Un lunes que podría haber sido jueves o domingo.
Pero no.
Era lunes.
Un afortunado lunes, y eso, precisamente, enderezó su destino.

Paolo Ardengo había despertado arrastrando del sueño a la vigilia la misma tristeza de hacía meses. Había estado mirado el techo blanco de su habitación dejando que los minutos largos y bajos pasaran delante de sus ojos. Había estado escuchando sus latidos, contando sus latidos como quien cuenta ovejas. Había deseado estar solo. Solo y el sabor a alquitrán de su boca; solo y la flor de sal de sus recuerdos que se desmoronaba mientras miraba el techo blanco, inmóvil.
Inmóvil el techo.
Inmóvil él.
Paolo Ardengo se levantó en silencio, fue a la cocina a preparar café y caminó en calzoncillos hasta el balcón. Echó un vistazo reconociendo su calle: el café de las gallegas, la tienda de foto de Diego, el restaurante italiano, las bicicletas atadas a los postes, el bar de brasileños, las motos estacionadas en batería, las turistas rubias con poca ropa y gafas y sandalias y mapas de Barcelona en la mano y pechos levantados y barbillas levantadas y faldas levantadas. Las rancheras de José Alfredo Jiménez se desbarrancaban desde el tercer piso del edificio de enfrente. Jóse, el culpable de la música, estaba ya en su balcón sentado en su silla de viejo olvidado; y en el balcón de al lado, la morena que cada tarde tomaba el sol completamente desnuda pero lejana, sumergida en la música de los auriculares, desconectada del aquí y del ahora y enchufada en el allá, quién sabe dónde.
Era lunes.
Repito.
Un lunes como cualquier otro.

Desde su balcón, Paolo Ardengo se inclinó y tomó la cuerda que tenía dispuesta desde la noche anterior, atada firmemente en un extremo al barandal y con un perfecto nudo de horca en la otra punta. Muchas veces había pensado en su muerte. Imaginaba su cadáver en medio del paisaje y se estremecía. Le resultaba bello imaginarse, por ejemplo, ardiendo sin vida en una pira en mitad del monte rodeado de araucarias y framboyanes que alfombraban la tierra con una lluvia de pétalos; o reventado en la acera después de caer de diez metros de altura, con los ojos abiertos, intuyendo por última vez los pasos de algún transeúnte que se acercaría a ofrecerle ayuda inútilmente; o ahogado en mitad de un océano frío, lejano, sin más elemento que el agua y la sal. Si embargo, había desechado una a una esas alternativas. La muerte en la pira porque sabía que en realidad no tendría fuerzas ni valor para hacerse fuego una vez rodeado de leña y rociado con gasolina. La muerte por lanzamiento de azotea porque le producía algo muy parecido a la indignación el hecho de imaginar su cuerpo reventado, pisoteado por los turistas en la acera. Y el ahogamiento, porque juzgaba que el mar era más bien un elemento de vida y no de muerte. «Quien se suicida en el mar no quiere suicidarse», pensaba, «lo que busca en realidad es trascenderse». Así, había llegado a la conclusión de que la muerte más digna era la horca. La horca tenía ese toque romántico y brutal que tanto seduce a los poetas. Y Paolo Ardengo era poeta. Unos meses antes había ido a tatuarse en la planta de los pies sus últimas palabras a este mundo. En la planta del pie izquierdo se leía:
“Esta vida”
y en la planta del pie derecho:
“es una mierda”.

agosto 20, 2008

Sonata número 13 para clarinete [fragmento]


Para Daverio Miasnikoff
por las nostalgias compartidas.

Para la mujer que me enseñó a bailar.



Cuando don José Alfredo Sarquís percibió que estaba perdiendo el oído no lloró ni se lo dijo a nadie; ni siquiera a doña Consuelo Zendrera, su mujer, ni a Néstor, su mejor amigo, ni a Daverio Miasnikoff sino que, por el contrario, continuó tocando el clarinete en la Orquesta Filarmónica Nacional de la Ciudad de México como desde hacía ya cuarenta y cinco años, porque el clarinete no sólo era su devoción, sino su vida misma.



Don José Alfredo Sarquís era un hombre más bien solitario que tenía un andar parsimonioso y una despacés al hablar que a veces terminaba por desesperar a sus interlocutores. «Habla más aprisa, Fredo», le había dicho su mujer miles de veces, «¿No te das cuenta que aburres a la gente?»; a lo que don José Alfredo respondía igual de quedo que siempre: «Si la gente no tiene tiempo ni siquiera para escuchar, entonces es gente que no merece la pena», y cruzaba los brazos desnudos, porque siempre llevaba las mangas de la camisa remangadas para dejar libres las manos y los dedos, que cada noche masajeaba una hora y media exactamente.
Casado por lo civil con doña Consuelo Zendrera de Sarquís, fiel hasta el tuétano, negado al consuelo de las lágrimas y sin más hijos que un clarinete en si bemol, de ébano, traído de Alemania a principios del siglo diecinueve, don José Alfredo Sarquís había dedicado sesenta y nueve de sus setenta y ocho años de vida a tocar el clarinete, pues cuando tenía nueve años cumplidos comenzó su relación indestructible con aquel instrumento de aliento.
Fue la noche de un invierno triste en el Distrito Federal cuando su padre, don Rogelio Sarquís, lo llevó al Zócalo Capitalino a escuchar a la Sinfónica de Luxemburgo interpretando el Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach. En esos tiempos José Alfredo Sarquís era un niño al que apenas interesaban las cosas del mundo; con trabajos asistía a la escuela y las tardes duraban una eternidad mientras su madre intentaba ayudarle en sus tareas escolares. Aparentemente, lo único que le interesaba era el aire, las ráfagas de viento que en febrero se subían a la azotea y levantaban las sábanas blancas recién lavadas, o el viento que arrancaba las hojas de los árboles y las mantenía flotando ingrávidas con sus manos invisibles. Pocas cosas le interesaban más, podía pasarse horas y horas en la azotea viendo cómo los aviones atravesaban el cielo dejando una estela etérea, sostenidos por los brazos incorpóreos del viento.
Al llegar al Zócalo Capitalino ocuparon su lugar en la primera fila de las butacas plegables que se extendían de un lado a otro de la explanada. Era una noche fría y abierta, con la luna rutilante descaradamente puesta en lo alto del cielo. Y cuando los músicos estuvieron en sus puestos y el director izó la batuta y comenzaron a emerger las primeras notas musicales de los instrumentos de aliento, José Alfredo Sarquís sintió por vez primera la caricia más extraordinaria que jamás había sentido; abrió los ojos creyendo que su corazón también se abría conforme la pieza iba tocando suavemente sus oídos, pero se estremeció aún más hondamente cuando entendió que ese sonido no era otra cosa más que viento. El mismo viento que levanta sábanas en la azotea, el mismo viento que deshoja los árboles. Desde entonces no tuvo nada más en la mente y en el pecho que la idea impertinente de poder, como esos hombres, convertir el viento en música.
A los pocos meses lo expulsaron de la escuela porque se pasaba las clases con la mirada perdida en la ventana reproduciendo perennemente dentro de su cabeza aquel sonido que le daba cuerpo al viento. Y cuando su padre lo interrogó iracundo con el cinturón en la mano decidido a meterlo en el aro, a él no se le vinieron encima las lágrimas, sino la idea de hacerse etéreo y salir volando por encima del mundo. Cerró los ojos e intentó con todas sus fuerzas desvanecerse, hacerse invisible y salir convertido en una ráfaga de viento, sin embargo un cinturonazo de su padre le devolvió a la tierra.
—No te entiendo —se disculpó don Rogelio Sarquís arrepentido y con la voz llena de impotencia—. ¿Qué es lo que quieres, José Alfredo?
Entonces él sintió cómo las palabras se le caían de la boca empujadas desde el centro su pecho:
—Un clarinete —dijo con voz pequeñita.
—¡¿Qué?! —preguntó su padre, un poco porque no entendió, y otro porque la respuesta le resultó insólita.
—Un clarinete —repitió, ahora más claro.
Su padre reprimió una sonrisa de satisfacción y de orgullo, giró sobre sí mismo y abandonó la sala donde se encontraban, con un gesto contradictorio en la cara.
Para las siguientes navidades, José Alfredo Sarquís recibió con los ojos desorbitados de júbilo aquel instrumento que lo acompañó toda la vida. Venía en una caja envuelta en papel navideño y con una tarjeta donde se leía:
Para el mejor clarinetista del mundo.
Rompió el papel con desesperación y se encontró la caja negra forrada en piel y con herrajes plateados al frente. No dudó ni un segundo en abrir los herrajes y contemplar aquel instrumento partido en tres y acomodado gentilmente sobre el empaque de terciopelo rojo.
A partir de entonces se le vino encima otra afición, la de pasarse horas enteras subido en la azotea, pero ahora no sólo mirando las sábanas y los aviones allá puestos en el cielo, sino intentando sacarle alguna nota melodiosa a aquel instrumento. Así llegó a sus años adolescentes, sin instrucción profesional sobre el clarinete pero con un dominio de él que, cuando alguien lo escuchaba tocando, hacía que se sintiera irremisiblemente colmado de nostalgia; así cursó los seis años de conservatorio; así se especializó otros cuatro años más en el instrumento; y así fue cómo Consuelo Zendrera, en sus años de soltera, se enamoró ciegamente de él. De eso hacía ya casi cincuenta y dos años. Don José Alfredo Sarquís lo recordaba perfectamente. Fue el veintidós de julio, en plena época de lluvias. Consuelo Zendrera atendía un modesto tenderete de flores en el Parque de los Venados y, aquella tarde fría, después de un aguacero diluviano, escuchó, arrinconada en su puesto, las notas tristísimas del clarinete. El sonido se le enredó en el alma sometiéndola a seguir el aroma de las notas que se extendían en el ambiente como si se tratara de humo. Abandonó el puesto de flores, caminó entre los prados solitarios sin percatarse del ramo de claveles blancos que llevaba en la mano y, en una banca del fondo, entre la soledad que dejaba la lluvia tras de sí, encontró a José Alfredo Sarquís cerrando los ojos, envuelto en la bruma de la tarde y en una paz de monje, unido al clarinete en un beso perpetuo y acariciando con los dedos las claves de su instrumento. Atrapada por la nostalgia, por la fragilidad de la escena y por las notas, Consuelo Zendrera no pudo evitar sentarse a penas en la banca contigua y escuchar con un silencio solemne la pieza que aquel hombre interpretaba: Sonata número 13 para clarinete, de Johannes Brahms. La pieza por momentos caía en un remanso sutil y plácido, después subía el tono acariciando las copas de los álamos. Fue ahí cuando los árboles comenzaron a dejar caer sus hojas acompañando la melodía y un viento suave las mantuvo ingrávidas en el aire, jugueteando taciturnas, extraordinariamente etéreas. Consuelo Zendrera no supo en qué momento comenzó a deshojar los claveles blancos, soltando los pétalos al mismo viento que los recogía y los ponía a bailar igual de ingrávidos que las hojas. El parque se llenó entonces de una nube tersa de pétalos blancos, hojas secas y notas musicales que giraba pausada, luminosa, fantástica. «Así que esto es el cielo», pensó Consuelo Zendrera, y sin resistencia se dejó ir en la nube.
Nueve semanas más tarde se casaron sin ceremonia religiosa, les bastó un almuerzo en Tres Marías acompañados solamente por los familiares más cercanos y por Néstor, el eterno compañero y colega de oficio de don José Alfredo, con quien arreglaba el mundo todos los martes y jueves en el café Le Boheme ubicado en la calle Orizaba de la colonia Roma. Le Boheme era un cafecito con paredes de madera y luz tenue, atendido por Daverio Miasnikoff, un muchacho alto y blanco como la nieve, de gesto adusto y mirada recelosa herencia de sus abuelos rusos que habían llegado a México por esos azares inexplicables y a quien don José Alfredo intentaba persuadir para que se iniciara en las artes del clarinete. «En la tierra de tus abuelos este instrumento es muy importante», le decía. «Deberías interesarte un poco por su historia». En realidad don José Alfredo Sarquís veía al muchacho como el hijo que nunca tuvo y eso no era secreto para nadie; ni para Néstor, ni para doña Consuelo, ni para Daverio, ni para él mismo. Muchas veces, sentado en Le Boheme esperando a que llegara Néstor, don José Alfredo le había confesado:
—El destino se equivocó con nosotros, muchacho, tú debiste ser mi hijo y yo debí ser tu padre.
A lo que Daverio Miasnikoff respondía cambiando el gesto adusto por una sonrisa mientras le preparaba el eterno expreso doble, sin azúcar, servido en un pequeño vasito de cerámica poblana y sin cucharilla ni plato. Pero el muchacho estaba más interesado en asuntos del teatro y la fotografía que en asuntos de música. Sin embargo, jamás se negó a asistir a sus conciertos, y no sólo por complacer a don José Alfredo, sino porque igual que los pocos que lo conocían, disfrutaba empapado de la nostalgia que salía del clarinete cuando don José Alfredo Sarquís tocaba.

Llovizna [fragmento]

El lunes don Bardomiano despertó más temprano que de costumbre, calentó agua a leña y tomó un baño tibio a las cinco treinta. Había pasado la noche en vela escuchando el rumor de la llovizna rebotando en las tejas mezclado con los rezos apretados de su mujer, doña Aquilea. Ella, acostumbrada a madrugar desde hacía más de cincuenta años, se levantó después que él y le preparó la ropa en silencio.

Tendió la cama de tablas, encendió otra veladora a la Guadalupana y continuó con el rezo. Cuando cantaron los gallos don Bardomiano ya estaba afeitándose a navaja la barba encanecida frente al trozo de espejo que tenía colgado en un puntal del tejabán del patio, a un lado de la pila de agua. La mañana estaba igual de triste que ellos, el cielo era una misma cosa plomiza que lloraba y lloraba tercamente. Don Bardomiano fue al cuarto y se vistió sin ánimo, sintiendo que en cualquier momento se le iba a salir la pena por los ojos. Cuando entró al cuartito de la cocina, iluminado a penas por un par de velas y humedecido por las goteras que escurrían del techo, encontró a su esposa más envejecida que nunca. Llevaba puestos los guaraches de hule y el reboso sobre su cabeza de pelo largo y ceniciento, tenía los labios partidos y los ojos desgastados por la ausencia de sueño y el llanto.

—¿No quedamos en que nomás iba yo? —preguntó él sin ánimo, con la mirada apolillada y gris.
—No me dejates ir a despedirlo..., onque sea déjame ir a recogerlo —dijo doña Aquilea y su voz era una gotera más.
Don Bardomiano soltó la mirada al suelo, se acercó a ella e intentó una caricia manumisora pero el remordimiento y la culpa detuvieron su mano dejándola absurdamente en el aire. Fue doña Aquilea quien rescató la caricia al acercarse a él y meterse tímidamente en sus brazos. Don Bardomiano la recibió en silencio y no tuvo corazón para oponerse.

Al salir los recibió la llovizna impertinente de noviembre, don Bardomiano tomó del brazo a su esposa, se escondió debajo del sombrero y caminaron rumbo al pueblo. Bajaron por el Camino Real durante hora y cuarto sin decir palabra, acomodando los pasos entre el lodo y los charcos. Don Bardomiano seguía escuchando debajo del ruido de sus botines raspando las piedras, el rezo apretado de doña Aquilea y le pareció el mismo rezo que hacía ya casi veinte años había escuchado. También había sido de madrugada y también en ese camino, la diferencia estaba en que entonces ella rezaba por él. En aquellos tiempos don Bardomiano había decidido irse a buscar suerte a otras tierras y la única alternativa que encontró era El Norte. «Nomás pa hacer un dinerito, Aquilea, y así tener con qué hacerle frente a la vida», le decía. Doña Aquilea se opuso dócilmente a la determinación que había tomado, pero don Bardomiano arrojó una pregunta contundente: «Si no me voy ¿qué chingados vamos a comer?». Y doña Aquilea tuvo que comerse su tristeza. Unas semanas después vendieron sus dos vacas y al mes don Bardomiano ya estaba subido en la camioneta de redilas agarrándose el sombrero para que no se lo llevara el viento y rumbo al Norte.
Desafortunadamente el viaje de don Bardomiano había durado poco, porque nada más entrar en territorio Yanqui la policía migratoria ya estaba esperando al grupo de mojados con quienes viajaba, y a los pocos días regresó a su pueblo, vencido, con el amargo sabor de la derrota metido en todo el cuerpo y con una sensación culpígena pudriéndole las entrañas que lo obligó a esconder el suceso como quien esconde la deshonra. A partir de entonces le vino una resignación perniciosa que lo detuvo en su maizal durante años, obligándolo a hacer verdaderos milagros para ganarse el pan.

de ahora en adelante dormiré con un revolver bajo la almohada
por si a la madrugada se le ocurre entrar a tentarme
a ungirme con su olor de sombras
elegiré la mesa del rincón en las cantinas para no perder de vista al cantinero
ni a las muchachas que bailan desnudas
ni a los borrachos con los ojos inyectados
ni a los alacranes que salen de las rendijas

cruzaré los dedos cuando lance los dados
cuando te bese hondo con los ojos cerrados
cuando cuelgue el auricular después de charlar con el filo de los cuchillos

a partir de hoy mi mano izquierda contará mentiras a mi mano derecha
lanzaré escupitajos a los peter.panes que en las noches saltan por los tejados
y miraré de frente a guillermo.tell antes de atravesar con un aliento la manzana en su cabeza

sin osadía
sin remordimiento
meramente jugando desnudaré a las adanas
y negaré muchas veces a los evos
lúdico
continuaré matando hormigas con el índice como un niño.dios
y a golpe de mastercard compraré un pedazo del universo para enterrar mis penas
y las almas de los no.nacidos
las lágrimas de los abandonados
las venas lastimadas de los yonkies

seré
de ahora en adelante
el hombre.bala metido en la boca de un cañón con la mecha encendida
el trapecista.del.destino que salta sin red y sin respuesta
el pobre.infeliz que se enamora de las cosas imposibles:
el filo de la espada del caballo.de.espadas
la lluvia de vallejo
el semen en la puntita de los preservativos
la corteza de los árboles en marzo
las pintadas subversivas en los muros
el dolor olvidado de las recién.paridas
las fundas de las almohadas de los hoteles de paso
la ausencia de buenas.noches
el ruido de mis difuntas
las canas que me crecen en la barba
las bolsas de basura del día después de las borracheras
el polvo a contra luz
la letra efe
el aroma del epazote
la neblina de los panteones

y no lloraré más.



agosto 02, 2008


frente a ti soy un árbol
tengo sentido
existo

frente a ti soy un pez un girasol
la hebra del zarape negro con que la noche cobija el cielo
el cielo con que la tierra se protege de otros astros ajenos
los astros y sus ecuaciones del universo que frente a ti tienen razón en mí

he aprendido a cavar agujeros en mis manos
a prometer cielos y salivas
a cosechar todos los besos que maduran en tus labios
a robarle caricias a los gatos y ponerlas en tus muslos de agua que cura sedes justas
porque frente a ti puedo cambiar el sentido de las cosas tan sólo con el verbo:
«yerba» le digo a las calles y súbitamente reverdecen
«sangre» ordeno a las palomas y tiñen de rojo sus alas y sus vuelos
«agua» invoco en mi habitación y me veo en alta.mar navegando en mi cama siguiendo la estela de tus pies de las doce y diez

frente a ti me hago silencio y el escándalo del alcohol deja de torturarme las orejas y las encías
soy salvaje
una bestia
américa india de pezón prieto

frente a ti soy un gorila
un hombre de las cavernas
antes
una célula
el primer síntoma de vida

apelotonado y paquidermo frente a ti ligero
enchuequecido de los huesos frente a ti expansivo
huacal de leña de ocote que pretende ahumar tu corazón de niebla
tu corazón de cal
tu corazón de harina
tu corazón de gis
tu corazón de agua escurriendo por las tejas de la casa invisible del pueblo donde han de enterrarnos
juntos
uno encima del otro

frente a ti muero
paso días conviviendo con los bárbaros de inframundo y cada domingo resucito de entre los muertos
pero no me elevo
el peso de tus párpados me mantiene sujeto a la tierra
me zurcen a la tierra tus dedos
tus lienzos
tus besos
tus manos esdrújulas que saben disipar la comezón que me entra al alma cuando el mundo se apuñala y se desangra
tus manos
―abres tus manos
abres el pecho
los ojos
el corazón
y yo frente a ti soy capaz de apagar el sol a sombrerazos
de tumbar estrellas a pedradas
de cazar sirenas tiernas con mis perversas pesadillas
de sacar la mugre de las uñas a las soldadas
de masticar farolas hasta que la panza me relumbre como
luciérnago―

frente a ti soy un caracol
un ruido
un estupor de vientos masticados
un desfiladero
una hormiga eléctrica que echa rayos por las antenas

mira este corazón de mazapán
mira como tiembla en medio de tu mirada antigua
como se desliza en las cálidas arenas que son tu piel en las noches de desierto y en los días de desconsuelo
mira como se inflama ante tus ojos
porque frente a ti
tiemblo
soy más de lo que soy

mujer.acuarela
madre de los quirquinchos
crea una nueva humanidad con tus pinceles y nombra otra vez las cosas del mundo
ya que lo he desacomodado todo por culpa de tus ojos
porque yo
frente a ti soy una cosa sempiterna
un árbol
un jade
un armadillo
un espíritu viejo que se funde a tu costado por las noches
para poder dormir tranquilo.



mis ideas son un revoltijo de palomas amotinadas sobre un puño de alpiste
mis sentires, el alpiste
yo, la calle donde se amotinan las palomas

mis ideas son una horda de perros que se pelan los dientes y se erizan luchando por montar a una perra en celo
mis sentires, la perra en celo
yo, la calle llena de perros

mis ideas son el aguacero que irrumpe de unas nubes bastas y encharca los montes y los muelles y las ciudades
mis sentires, los charcos
yo, la calle mojada

mis ideas son las palabras de los locos, los gritos de los necios, la culpa de los infieles, el dolor de los asesinos
mis sentires, los locos, los necios, los infieles, los asesinos
yo, la calle llena de enfermos

mis ideas son los agujeros que dejaron las balas en el paredón donde fusilaron a un hombre
mis sentires, el paredón
yo, la calle donde fusilaron a ese hombre

mis ideas son las estrellas
mis sentires, la mano que intenta tocarlas
yo, esta calle desde donde no se ven las estrellas

mis ideas, los postes
mis sentires, los cables
yo, la calle.



tú y yo tenemos restos indios en la sangre
rasgos de tierra en las venas
rastros aztecas en la piel

tú y yo mujer.que.ve
estamos atados al ombligo de la misma luna

no hay tiempo entre nosotros
no hay mar
no hay dunas
ni cal en los párpados bastardos de nuestras lejanías
ni lenguajes extraños como telarañas enredadas en la lengua
ni trasatlánticos navegantes juicios.judeos

porque tú y yo mujer.que.cree.y.que.crea
estamos unidos al mismo humo
a la misma siembra
a la misma cuna

en nuestros labios late la misma selva
el mismo cactus
en nuestros dedos hierven los mismos vicios
en nuestras uñas laten las mismas muertes
y tenemos en nuestras manos la misma cicatriz de los años.



un montón de adoloridos huesos
un manojo de nervios y músculos envueltos con jirones de piel y pelo
carne
uñas
cartílagos
líquidos que suben y bajan
que entran y salen
que bullen
que hierven
que estallan

un amasijo de dudosos sesos que no cesan
que no ceden
impulsos.eléctricos―pulsiones.cardiacas
enviones bioquímicos que responden a estímulos externos
instintos
esfínteres
fibras que se desechan
sustancias que circulan

un caudal de fluidos que me tensan o me ralentizan
un buche de secreciones que me relajan o me exasperan

igual que un buitre
lo mismo que un manatí
idéntico a un artrópodo

soy eso
no soy más.



Almas llenas de centellas rojas

he recorrido las calles a golpe de pasos
a machete
a lengüetazos
conozco la ciudad como los armadillos conocen el monte
como las luciérnagas la oscuridad
estoy emparentado con la noche y su orgasmo lunar
he recibido la redención entre las fieles piernas de una puta cualquiera
anodina
de nombre impronunciable y sin apellidos
sé del dragón.de.comodo porque late aquí:
a un palmo de mi corazón

aún lloro
las lágrimas siguen siendo mi compañía

aún siento
el calor sigue siendo mi destino

he encontrado mi lugar en esta narcótica ciudad de olvidos
aquí
nada puede dañarme
nadie puede mentirme.



las luciérnagas hablan
dicen cosas estrechas pero infinitas
son consecuencia de la luz
citrinas
amatistas
bioluminiscentes

cuando las luciérnagas discuten relumbran
extienden sus voces de luz e iluminan la noche
porque sólo de noche son

las luciérnagas mienten
pero sus mentiras nos cobijan
nos consuelan
te dicen por ejemplo que el crepúsculo está en tus ojos
que el horizonte descansa en tus perfiles
o que algún día abrirás tus alas y tacharás el cielo abierto con la estela de tu vuelo

las luciérnagas son sonido y luz
arquetipos de la calma
el agujero por donde atisba
xiuhtecuhtli
huehuetéotl

las luciérnagas también son de allá
del otro lado del océano
pero algunas noches como aquella
vienen a iluminar la base de tu espalda
a entibiar tus pies a soplidos y a pervertirte con sus palabras
mientras

desnuda
te tensas
te ablandas
me miras.



aída necesita el trozo de tierra que le han quitado

aída atada del alma a esta gente que no es la suya
desnuda
sola
temblando

aída mirando gárgolas en vez de jaguares
despedazando noches
sin su cachito de selva
sin su sol

esculpida en barro extraña el barro
separada de su ombligo
mirando siempre al horizonte
tratando de tocarlo con los dedos.



no amo
el amor es un cortometraje mediocre
editado a prisa sin semilla
anoréxico como los dedos
de las niñas
de la televisión

no busco
me he sentado en este lugar oscuro y tibio
donde la paz viene de cualquier piel desconocida y mustia

las mujeres de mi vida huyeron con los hombres de su vida
y amanecí otra vez entre el cemento y el polen de esta orfandad donde siempre es noviembre

no lloro
he aprendido a cambiar lágrimas por besos
llanto por jadeos
tristeza por mentiras
he aprendido que entre el polvo eléctrico
siempre hay unas piernas que te salvan
una lengua que te lava
unas manos que te levantan
unos labios nuevos que te llevan al estado gaseoso
donde no hay amor sin duelo
ni indulgencia
ni calamidad
ni mito
ni frío.



estamos acostumbrados a otras cosas más hambrientas
más pegadas a los poros
a las piedras
más untadas a la piel del corazón de aquellos pájaros que incendian la noche con su vuelo de fuego
origen del ardor indígena de las mujeres del monte
madres de puñados de maíz
dadoras de nuestro nombre
herederas de la sangre
la mirada
y esta necesidad de frijoles con chile.seco

estamos acostumbrados a los golpes
a manotear para no morirnos ahogados
a desclavarnos las espinas de tantas conquistas ponzoñosas
revivir dioses
mantener mitos como ballenas que tiñen de azul los océanos con su canto de animales.vivos

estamos acostumbrados a otras humedades
melodías
resabios
otros mares más violentos
más necesitados

es nuestra costumbre tumbarnos panza.al.cielo
y nombrar los astros con nombres de animales
acomodar estrellas a nuestro antojo y hacer que el firmamento gire

es nuestra costumbre hacer llover
elevar cantos
seducir nubes

arrancar su pálpito de agua hasta dejar caer sus gotas sobre nuestra
tierra de tierra
cerrar los ojos
aspirar profundo el aroma de las piedras mojadas


poco hablamos
poco decimos de este mundo de aquí

estamos acostumbrados a otros modos:
la palabra de las aves
la sinceridad de la lluvia
el latido de los árboles.



eres de cera
yo esculpí tu cuerpo y te sequé a soplidos
por ojos te di dos semillas de maíz y por boca un hueco que da al alma

eres de cera
con paciencia
amor
sangre fui acariciando tus contornos
puse en tu pecho al águila
y un trozo de piel de jaguar en tu sexo

desde entonces te he cuidado
ser de cera
te he hablado con la esperanza de que algún jueves dejes caer los helechos que te puse como párpados

he tratado de darte voz
he intentado mutarte vida
te he ungido con mis lágrimas para que te reviente el pecho a latidos
para que tus dedos se hiervan de serpientes
y se te llene de pájaros la boca

te he creado
ser de cera

mal.hijo
mío.



julio 17, 2008

recordaré los báculos caídos
el derrumbe de mis superhéroes
seré nuevamente agazapado de olvido:
ojos necesitados que atisban dentro de un amén
volverá la venganza convertida en hierro con sus estúpidas historias de niño.ciego
y recordaré la fuga
el precipicio
el instante de mi muerte entre los besos vaporosos del alcohol

no habrá entonces calles donde recoger semillas
ni cantos de aguacero
ni junios con poesía
ni lentejuelas de arcángeles afeminados
ni éxodos del viento
ni agua de mares y alcantarillas
ni la pequeña luna
que mojabas
cada noche
entre tus piernas
sólo seré yo.sin.yo
como antes:
ebrio de recordar mi futuro
harto de desconocer mi pasado

intentaré
sin embargo
dejarme caer
usar mis ojos de cuervo para mirar el mundo mientras caigo
ser comezón
sal
melancolía
y tres.veces.tres.azul
bajo
este
cielo
violeta.



junio 16, 2008

Atemporal [fragmento]

Para Elisa.



Salgo a la calle con la intención de ocultarme entre la multitud que infesta a Barcelona este verano escandaloso. Aquí, entre las manadas de gentes que van y vienen, soy desconocido, anónimo, una persona más que camina entre la masa sin dirección y sin tiempo. Las multitudes tiene esa particularidad: te ocultan, te hacen invisible, te hacen valiente. Y valor es lo que ahora necesito porque la noticia que recibí me ha dejado sucio por dentro, como si hubiera bebido litros y litros de lodo.

Hace apenas unos minutos sonó el teléfono de casa. Malas noticias. Lo sabía. Si tu teléfono suena a las seis de la mañana de un domingo solamente puede ser para dar malas noticias. Y mi teléfono sonó a la una del mediodía de aquí, de Barcelona; pero la una del mediodía de aquí, son las seis de la mañana de allá, de México. Puta conclusión. Puto tiempo. Pero es así, mientras aquí las calles ya están reventando de turistas, allá apenas despierta el día; y despierta con malas noticias.

Mientras camino aquí pienso en allá. Porque yo sigo allá, con el cuerpo aquí pero con el corazón allá, con la noche de allá, con el tiempo de allá. Pese a los años no he podido arrancarme sus aromas ni sus horarios. Tampoco lo he querido, confieso. Por eso en cuanto sonó el teléfono de casa y vi el número, automáticamente calculé la hora, o más bien, la intuí. Así me sucede desde que estoy aquí. De repente un hecho, un objeto, una palabra, una textura hace que mi mente se traslade allá y de inmediato intuyo la hora y pienso: «Ahora están comiendo»; o, «es sábado, seguramente están en la sala bebiendo café»; o, «están a punto de meterse en la cama», mis viejos solos, cada día con menos cosas que decirse. Así sucedió hace apenas unos minutos cuando recibí la llamada. «Allá son las seis de la mañana», pensé y supe que era una mala noticia.

Después de escuchar a mi madre a través del auricular no supe qué hacer más que salir a la calle a esconderme entre la multitud, perderme entre cuerpos que no miran y pasos apresurados y tiendas y ruido y semáforos. La voz de mi madre sonaba triste, desgastada y sombría, como si la noticia le hubiera quitado el color, como si estuviera hablando desde un lugar oscuro y frío. «Aquí te queremos, te extrañamos», me dijo; «aquí te necesitamos». Y yo no supe qué hacer, qué decir, cómo, con qué palabras…

Recuerdo a mi madre, la recuerdo bien pese a la distancia y al tiempo. Tiene las manos pequeñas y un alud en los ojos distantes, leves. Sonríe mucho, sin pudor, y cada vez habla con menos gritos. Le dan miedo las tormentas. Se persigna invocando a todos sus santos cuando las nubes se ponen negras y desbaratan cosas en el cielo, desgarran árboles, derriban muros, dinamitan cerros que despedregan su ruido en lo alto y hacen vibrar los vidrios de casa. Mi madre se santigua mientras desconecta la radio y la televisión y se apresura a encender una veladora a la Virgen de Guadalupe. Mi madre es Guadalupana, esa es su única verdad, o mi única certeza con respecto a ella. También la asusta el viento. Ese viento de febrero que se deja venir desbocado y filoso arrancando ramas y tejas, desbaratando corrales, quitando sombreros, levantando faltas dejando a las muchachas con las piernas desnudas y temblando. Mi madre se apresura a cerrar ventanas y puertas y abre los brazos ofreciendo cobijo. Y yo, cuando estaba allí con ella, me metía en sus brazos y me soltaba sintiéndome protegido, aliviado del grosero ventarrón que metía sus dedos polvorientos por debajo de las puertas; me metía en sus brazos que eran en ese entonces el único y el más amado refugio. Y ahí, en su regazo de madre, escuchaba su respiración y, a veces, su pequeño llanto. Pocas veces he visto llorar a mi madre, siempre se le han dificultado las lágrimas; quizá sea por sus pequeños ojos; quizás sea por sus largos suspiros; quizás sea porque prefiere convertir en risas las nostalgias. Hoy imagino que llora. No es para menos.

mayo 08, 2008

Papalotes y Elefantes

Soñé que despertaba.
Me encontraba en una habitación ajena y, sin embargo, conocida. Un haz de luz se colaba por la pequeña ventana. Dentro del brazo de luz gravitaba una colmena de motas de polvo. Las blanquísimas briznas se movían lentas, iban y venían como un banco de sardinas. Sentado en la orilla de la cama intentaba reconocer la habitación:
junto a la ventana había un descascarado casillero color granate,
al lado un montón de ropa tirada en el suelo,
al lado un cesto de basura,
al lado un elefante.
Movía la cola y las orejas mientras comía enrollando paja con su trompa y llevándosela a la boca. Estaba ciego. Lo supe porque en lugar de ojos tenía dos cuentecitas de lentejuela azul. Me puse de pie con la necesidad onírica de acariciar a ese animal salvaje y leve. Estaba desnudo y desnudo toqué su cabeza enorme, su frente milenaria, y cuando pasé la mano por sus ojos de lentejuela, sentí que lloraba,
sin derramar ni una lágrima lloraba,
sin ojos lloraba.
Me sentía cómodo en aquel espacio, como si estuviera en un lugar conocido pero olvidado, dejado de lado en la memoria. Un sitio visitado en sueños, en sueños diferentes, en sueños anteriores y que en el sueño de ahora reconocía de forma sesgada, caliginosa, lejos del alcance de mi conciencia. Presentía los mismos muebles, la misma ropa tirada en el suelo, el mismo banco de sardinas nadando en el brazo de luz. Lo que no recordaba era al elefante, ni sus ojos de lentejuela azul, ni su llanto seco.
Desnudo
salí de la habitación y me encontré en una casa también cercana y distante.
Desnudo
recorrí el recinto y fui notando el silencio que empantanaba el aire. Todo estaba mudo. Como si una maldición hubiera caído en la tierra y todos los objetos y los seres hubiéramos perdido la capacidad de hacer cualquier sonido, incluso el más insignificante, el más inútil, el más sinsentido.
Desnudo
salí a la calle y la encontré, además de callada, solitaria. Era la avenida de los Insurgentes en el DF y estaba traspasada por la más absoluta vaciedad. Me encontraba muy al sur, a la altura de la zona arqueológica de Cuicuilco. No había nada en movimiento: ni coches, ni personas, ni perros, ni palomas, ni insectos. Todo era silencio e inmovilidad; como si la ciudad fuera sólo una escenografía, un pueblo deshabitado, sin vida; como si alguien hubiera convertido al DF en una caja de zapatos y una mano gigante la hubiera vaciado de sonido y movimiento.
Desnudo
inicié un vuelo omnisciente por la avenida, de sur a norte. Avancé incorpóreo a velocidad de pájaro. Con una conciencia atemporal fui mirando absorto el paisaje quieto y acartonado. Primero, en el sur, Perisur, la UNAM, el Parque Hundido, el Polyforum Siqueiros. Más hacia el centro, la glorieta de Insurgentes, la Zona Rosa, el monumento a Cuitláhuac. Ya en el norte, la estación de ferrocarril de Buanavista, el Monumento a la Raza, Indios Verdes.
Todo el DF estaba vacío.
Únicamente, en un momento determinado pero imposible de definir, mi piel sintió el levísimo soplo que provocó al mover sus alas una libélula posada sobre el pétalo lila de una gardenia de una jardinera del Parque Hundido.
Desnudo
a la altura de la colonia Del Valle decidí indagar en algún edificio de los que flanquean la avenida. Elegí el Hotel de México. Como un jaguar, vagué por sus pasillos, recorrí sus oficinas, entré a los baños, subí a todos y cada unos de los pisos, a las salas de juntas, al restaurante giratorio, a los estacionamientos:
ni una sola palabra,
ni un sola voz.
El mutismo me llevó a la azotea y desde ahí noté que la luz de la ciudad había cambiado. Miré al cielo y, entonces, los vi:
cientos de papalotes volaban tenues en el cielo de México,
cientos cubrían el sol hambriento y blanquecino,
cientos de papalotes gravitaban casi inmóviles a hombros del viento que no soplaba allá abajo pero sí aquí arriba,
cientos de papalotes estáticos como una familia inconmensurable de libélulas moviendo sus alas con una tenuidad que hacía pensar en medusas:
una civilización de papalotes ensabanando el cielo de ese mundo mudo.
Ingrávidos vigilaban las calles enfermas del DF y protegían las azoteas de aquel sol esdrújulo. Estaban atados a los postes, a los barandales de los balcones, a los árboles, a los coches, a las antenas, a las tapas de las alcantarillas, a los semáforos, a las tuberías, a los pomos de las puertas, a los cables de luz. El espacio estaba lleno de hilos que bajaban de sus pechos y aterrizaban en sus anclajes improvisados. Los hilos hacían una cuadrícula plana y oblonga que se sobreponía a los edificios grisáceos, a los coches abandonados, a los árboles manchados de hollín, a los parques con sus columpios inmóviles, a las fuentes sin agua.
Desnudo
desde la azotea del Hotel de México tuve la sensación de ser un brujo infame, un amuleto macabro, un ser que se ríe de los seres. Se me vino a la cabeza el elefante de ojos de lentejuela azul y quise desatar a los papalotes de los cables, de los árboles, de las alcantarillas, para atarlos a las trompas de cientos de elefantes que yo crearía con la fuerza mítica de mis latidos, con la brutal respiración de mi corazón. Vi, en el futuro, el cielo del DF colmado de papalotes vigilantes, cariñosos, atados por un hilo a la trompa de cientos de elefantes ciegos, con ojos de lentejuela azul.
Miré en derredor la ciudad desde mi posición de héroe,
en mi rostro se fue trazando una perversa sonrisa.
Entonces, llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño, devolviéndome a la vigilia.

mayo 01, 2008

Frijoles quemados

Soñé que estaba en una habitación con las paredes excesivamente altas. Eran unas paredes de adobe, sin ventanas. Sin embargo, entre el techo de tejas y los muros, había una apertura que hacía de la habitación un espacio iluminado con un chorro de luz anaranjada, cálida. Los muros estaban impresos con bajorrelieves de siluetas de manos abiertas. Miles de manos impresas sobre aquellas enormes paredes de adobe. Al contemplarlas pensé en mis palmas y las miré. Tenía las mismas manos de ahora, incluso estaba anillado con un aro de plata en el mismo dedo: el pulgar derecho. Tomé el anillo ―que extrañamente se rompió por la parte de abajo― y lo abrí como quien abre un aro de alambre. Esta apertura sirvió para ponérmelo en el lóbulo de la oreja izquierda, justo donde tengo dos aros más como pendientes. Los dos aros de la oreja más el aro nuevo sumaban cuatro, no tres. Cuatro aretes de plata que pendían de mi oreja izquierda y destellaban pequeños reflejos de la cálida luz anaranjada que entraba a chorros por el hueco del techo. Sonaba un ruidito en las tejas como de lluvia, pero no llovía.



En el centro de la habitación había sólo una mesita cubierta con una carpetita tejida a mano ―de aquellas carpetitas de ganchillo que en los años 70’s las señoras ponían sobre todos los muebles para adornarlos― y sobre la carpetita un florero de cristal opaco lleno de agua que contenía un ramo de flores. Los pétalos eran intensamente rojos ―rojos como sangre viva, rojos como lunas rojas― y en la punta de cada uno de ellos nacía una garra de águila, feroz, agresiva. Dirigí mi atención al agua del florero y pude ver, con la escena iluminada en tonos azul oscuro y plata, como navegaba a vela un barco de madera. Se trataba de un galeón español. Arrumbaba en dirección oeste con las velas desplegadas. Se movía suave empujado por el viento, silencioso y vacío; porque estaba vacío, nadie lo tripulaba. Las azul negruzcas aguas del florero rebotaban reflejos plata cuando chocaban mansas en la proa, y el ruido como de lluvia dejó paso a un ruido como de olas. En la distancia, sobre un manto casi negro, se percibía apenas un levísimo filo de luz horizontal que atravesaba la escena de lado a lado. El galeón fue girando con cansancio la proa hacia el norte, en dirección opuesta a mí, y se fue alejando con un movimiento apenas perceptible, sin el menor atisbo de prisa, hacia el filo de luz horizontal.

Volví mis ojos a las flores, a los pétalos rojos como lunas rojas, a las violentas garras de águila. Ahí, me sedujo la idea de tocarlas: deslizar la yema de los dedos por aquellas garras filosas como hoja de afeitar; cerrar los ojos y concentrar toda mi atención en la agudas aristas sobre mis yemas; resbalar mi caricia hacia los pétalos tersos, sentirlos sólo un instante para luego devolver mis dedos a la garras nocivas y punzantes.

No lo hice.

En lugar de eso tomé los pendientes de plata de mi oreja y con ellos fui anillando las garras. Los aretes se multiplicaron hasta igualarse al número de pétalos. Los conté con circunspección: nueve.

―Nueve ―dije en voz alta.

Los contemplé por un momento: hermosos pétalos rojos como lunas rojas con unas garras de águila en sus puntas anilladas con un aro de plata; y en su base, sumergido en una noche azul oscura, un galeón alejándose hacia un filo de luz en el horizonte.

Mientras miraba aquella delicada y maléfica imagen, llegó a mí un familiar olor a quemado. Me acerqué a la estufa ―estaba situada junto a uno de los muros impresos con bajorrelieves de siluetas de manos abiertas―. Sobre los fogones descansaba una cazuela con frijoles borboteando y un sartén de peltre azul. Indudablemente la cazuela con frijoles era la de casa de mi abuela; indudablemente el sartén de peltre era el de casa de mi madre.

Frente a la estufa apareció una mujer muy vieja de pelo color ceniza y enrebosada. Nunca me dio la cara, siempre estuvo de espaldas a mí.

―No te preocupes. Todo está bien ―me dijo con una voz de anciana buena.

―Que raro ―contesté acercándome a la estufa.

―¿Por qué raro? ―preguntó ella haciendo ver que tenía controlados los guisos.

―Porque generalmente soy una bestia ―contesté y comprobé las perillas de la estufa: Efectivamente, estaban abiertas.

Giré con suavidad una a una las llaves de la estufa sintiendo la fricción que hacían al moverse. Vi como el fuego de los fogones poco a poco se iba hundiendo hasta extinguirse. Pero en el último latigazo de una pequeña llama pude ver el reflejo de los pétalos rojos como lunas rojas anillados con aros de plata, y la anciana buena frente a uno de los muros impresos con bajorrelieves de siluetas de manos abiertas, y los chorros de luz cálida que entraba por el hueco del techo, y el agua del florero donde navegaba el galeón.

Sentí límpidamente el rasposo olor a frijoles quemados. Observé con tiento su color, su forma y su textura dentro de la cazuela ―de casa de mi abuela―. Incluso probé con el dedo los esquites que había en el sartén de peltre azul ―de casa de mi madre―. Pese a estar algo chamuscados, tanto los frijoles como los esquites, eran apetitosos, muy apetitosos. Salivé.

Entonces, llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño y devolviéndome a la vigilia.

abril 21, 2008

Hoja de álamo

Soñé que estaba mirando por la ventana de mi departamento, un tercer piso frente a una calle ancha pero poco transitada, en el DF. El departamento tenía enormes ventanales por donde se colaba una luz clara y hermosamente blanca. Era media mañana, lo recuerdo bien. A mis pies, en la calle, rodaban una película. Se podía escuchar el rumor de la gente haciendo cine: las instrucciones del director, los comentarios de los artistas. Un par de actores homosexuales se disponían a entrar en escena.

La secuencia que rodaban trataba de una pareja gay que se separaba por unas semanas. Uno de ellos ―quien se quedaba―, era un tanto ancho de espaldas y llevaba una boina vasca con visera; el otro ―quien se iba―, era más joven que el primero, delgado y afeminado, optimista, se le veía enamorado. Los actores se despidieron con un abrazo sincero y sonriente. Después del abrazo el joven estiró la mano coqueteando, haciendo el gesto de quien pide dinero. Era una broma, un juego entre dos personas que se aman. El de la boina dejó caer en su mano algunas monedas, pero no el billete completamente extendido que sujetaba apenas con la punta de sus dedos. En ese momento llegó un taxi. El joven giraba en derredor del coche y subió a la parte trasera. El de la boina le dijo adioses sosegados asomando la cabeza por la ventanilla contraria y descansando el brazo en el toldo del taxi, con el billete ―completamente extendido― apenas sujeto en la punta de sus dedos. Entonces un viento dócil zafó de sus dedos el billete y lo hizo volar lento, delicado e inquieto hacia el cielo azul, sin una sola nube, del DF. El billete levitó impreciso hasta la altura de mi ventana. Yo, extendí el brazo y entreabrí los dedos como invitando al billete a posarse en ellos. Como si se tratara de una mariposa o de un colibrí. El billete descendió hacia mi mano pero sólo alcancé a tocarlo porque el mismo viento dócil volvió a levantarlo. Por un instante pude escuchar nítidamente el ruidito causado por mis dedos tratando, sin apuros, de tomar el billete ―ese peculiar sonido que hace el papel al ser sujetado por un extremo―. Pude escuchar, también, el viento que lo levantó y lo dejó por un momento quieto, flotando. Levanté la mirada y lo vi: ingrávido, inmóvil, a contracielo, dejando escapar por sus orillas destellos de sol que obligaban a achicar los ojos. Abajo había cierta expectación, muchos del equipo de realización habían sido testigos del vuelo del billete y miraban atentos. Me alejé de la ventana y tomé asiento en el comedor que estaba al centro de mi departamento. La silla era de madera y la mesa redonda, blanca, pesada y firme. De esas mesas que soportan con facilidad el peso de un hombre. Delante de mí apareció la persona con quien compartía mi vivienda, era un hombre simple, no recuerdo más. Detrás de mí la disposición del departamento era amplia y diáfana, la luz entraba por todos lados haciendo el espacio muy agradable. Al fondo se encontraba otro hombre ―mi segundo compañero de vivienda― echado en el sofá, quizá dormitaba, quizá escuchaba música, quizá leía, no lo sé. Entonces, sentado frente a la mesa blanca y firme ―de esas que soportan con facilidad el peso de un hombre―, vi entrar volando por la ventana al billete, como si fuera una mariposa o un colibrí. Extendí el brazo repitiendo el ademán de antes y el billete se posó suave en mis dedos. Lo tomé con cautela, sin avaricia, lo doblé por la mitad ―como suelo doblar los billetes― y lo puse sobre la mesa firme y blanca ―de esas que soportan con facilidad el peso de un hombre―. Encima de él acomodé una pequeña pila de monedas evitando así que volviera a volar. Yo y mis compañeros de vivienda ―que súbitamente habían aparecido a mi lado y habían presenciado el acontecimiento―, iniciamos entonces un aplauso emotivo y cálido. Sonreímos. Nos miramos con alegría a los ojos. Y en aquel momento pude escuchar ―nítidamente otra vez―, como el equipo de realización que hacía cine afuera, nos devolvía el aplauso, igual de cálido, igual de emotivo.

Con una sensación de bienestar metida en el cuerpo miré el billete, acerqué la punta de los dedos a su borde y al tocarlo, vi como lentamente se trasformó en una bellísima hoja seca de álamo. Tomé la hoja y caminé hacia otra ventana, no la misma, otra que hacia esquina con la primera. En esa segunda ventana se pegaban al cristal como las palmas de las manos de un hombre, las enormes hojas de un álamo frondoso movido por el viento, plantado en la acera y erguido hasta esa altura. Tomé la hoja seca y la superpuse en el cristal tratando de hacerla coincidir con una de las hojas de afuera. Ahí, tuve la sensación de que esa hoja me la había obsequiado una mujer. Una mujer muy triste, francesa, sola, deshabitada. No sabía quien era. Sólo sabía que estaba sola y distante de todo y de todos, menos de aquella hoja seca que mis manos ahora intentaban hacer coincidir con la otra hoja de afuera.

Miré por la ventana el cielo limpio. Pensé en el vuelo del billete; en el vuelo de las mariposas y de los colibríes; en el vuelo de las hojas secas. Pensé en los ojos de aquella mujer deshabitada.

Entonces, llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño y devolviéndome a la vigilia.

marzo 23, 2008

Tigres

Soñé que estaba en la India, en las montañas de la India, en el Himalaya. Estaba ahí haciendo un viaje iniciático que consistía en acompañar a una pequeña manada de tigres que realizaban su viaje migratorio anual hacia el centro de las montañas. Iba yo acompañado por dos o tres personajes, uno de ellos era mi amigo desde la infancia. Cuando comenzamos el viaje estábamos bastante alejados de los tigres ―tigres dorados, rayados, poderosos―.

Mi atuendo era muy básico, consistía en una manta color ladrillo oscuro atada a la cintura o cruzada por un hombro. Nada más. El paisaje era nebuloso y húmedo pero no hacía frío. Todo estaba mojado pero no llovía. Yo era moreno, prieto. Y el color de mi piel ayudaba a ser un tanto invisible en aquella selva. Conforme fuimos avanzando, día tras día, nos íbamos acercando cada vez más a los tigres ―tigres olfativos, tigres curiosos, desconfiados y magníficos―, y éstos se iban familiarizando con nosotros. Avanzábamos en riguroso silencio. Nadie decía ni una sola palabra durante varios días. Comíamos sólo fruta, una especie de dátiles o higos bastante azucarados. El terreno se hacía cada vez más agreste, más selvático, más irregular y teníamos que ayudarnos de las manos para poder seguir caminando, hasta que llegó el punto en que casi gateábamos junto a los tigres ―tigres sigilosos, tersos, enormes tigres fantásticos―. Yo podía sentir el latir de su corazón cuando pasaban junto a mí casi rozándome, podía sentir su incesante jadeo y su mirada que partía en dos la espesura. Mientras pasaban los días y acompañaba a los tigres mi pensamiento se iba aclarando al grado de que todo llegó a parecerme simple y natural. Me fui quedando sin cuestionamientos. En determinado momento uno de los personajes que me acompañaba, mi amigo de la infancia, se acercaba a mí y me hablaba. Entonces un tigre descomunal se lanzaba sobre nosotros rugiendo terriblemente, separándonos y dejándome a mí hecho un ovillo, temblando, sumido profundamente en el pánico. El tigre acercaba su enorme cabeza a mi cuello y olisqueaba pelando los dientes. Yo podía sentir su aliento, su baba, sus colmillos enormes. Miraba temeroso por debajo de mi brazo y veía también la furia en los otros tigres ―tigres malditos, enfermos, terriblemente maravillosos―. El animal enorme gruñía amenazante en mi cuello y yo guardaba todo el silencio posible, todo el respeto posible, toda la quietud posible. El formidable tigre cerraba el hocico y apagaba su furia, daba media vuelta e iba a echarse a unos metros de mí. Yo miraba con recelo a mi amigo de la infancia, reprochándole su insolencia, su desacato. Un rato después, cuando ya estábamos una vez más caminando como animales junto a los tigres, intenté decir algo a mi amigo de la infancia y de mi boca no salieron palabras, salieron gruñidos.

Así, llegamos al santuario de los tigres ―tigres supremos, tigres divinos, tigres omnipotentes―: era una especie de arena circundada por árboles y arbustos; una cazuela poco honda alfombrada por un pasto verde y terso y embrumada por una niebla sutil y tenue. Para llegar al redondel había que escalar una pendiente de lodo, marañas y piedras sueltas; y en la cima, un hombre. Un indio acuclillado, con el mismo atuendo que el mío y de mi mismo color. Me detuvo y me preguntó mirándome fijamente a los ojos:

―Parlas català?

―Sense problema ―contesté yo sin ningún desconcierto.

El indio tomó un cajete y, usando como pincel una ramita horquetada de la punta, comenzó a pintar sobre mi cara unas rayas atigradas. Después de mi rostro rayó mi cuerpo entero haciéndome sentir más animal que nunca; haciéndome sentir casi uno de ellos. Desde esa condición felina pude ver como en el redondel del santuario iban apareciendo varios ciervos inofensivos, débiles ciervos quebradizos. Entonces, los tigres iniciaban el festín: se lanzaban contra el cuello de los ciervos y les desgarraban la piel, los abrían en canal haciendo saltar por los aires las vísceras. Los rasgaban, los mordían, los reventaban. La escena se llenaba de ojos, de desesperados ojos de ciervo agónico, de hocicos de tigre con carne entre los dientes, de rostros felinos ensangrentados, de balidos agónicos de rumiante, de terribles rugidos de tigres ―hermosos tigres asesinos, apocalípticos, sangrientos, fratricidas, bellos y despiadados tigres―. Yo no sentía dolor ni pena. Sólo miraba estremecido y violento. Quería gritar, pero rugía.

En ese momento, llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño, devolviéndome a la vigilia.