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agosto 20, 2008

Llovizna [fragmento]

El lunes don Bardomiano despertó más temprano que de costumbre, calentó agua a leña y tomó un baño tibio a las cinco treinta. Había pasado la noche en vela escuchando el rumor de la llovizna rebotando en las tejas mezclado con los rezos apretados de su mujer, doña Aquilea. Ella, acostumbrada a madrugar desde hacía más de cincuenta años, se levantó después que él y le preparó la ropa en silencio.

Tendió la cama de tablas, encendió otra veladora a la Guadalupana y continuó con el rezo. Cuando cantaron los gallos don Bardomiano ya estaba afeitándose a navaja la barba encanecida frente al trozo de espejo que tenía colgado en un puntal del tejabán del patio, a un lado de la pila de agua. La mañana estaba igual de triste que ellos, el cielo era una misma cosa plomiza que lloraba y lloraba tercamente. Don Bardomiano fue al cuarto y se vistió sin ánimo, sintiendo que en cualquier momento se le iba a salir la pena por los ojos. Cuando entró al cuartito de la cocina, iluminado a penas por un par de velas y humedecido por las goteras que escurrían del techo, encontró a su esposa más envejecida que nunca. Llevaba puestos los guaraches de hule y el reboso sobre su cabeza de pelo largo y ceniciento, tenía los labios partidos y los ojos desgastados por la ausencia de sueño y el llanto.

—¿No quedamos en que nomás iba yo? —preguntó él sin ánimo, con la mirada apolillada y gris.
—No me dejates ir a despedirlo..., onque sea déjame ir a recogerlo —dijo doña Aquilea y su voz era una gotera más.
Don Bardomiano soltó la mirada al suelo, se acercó a ella e intentó una caricia manumisora pero el remordimiento y la culpa detuvieron su mano dejándola absurdamente en el aire. Fue doña Aquilea quien rescató la caricia al acercarse a él y meterse tímidamente en sus brazos. Don Bardomiano la recibió en silencio y no tuvo corazón para oponerse.

Al salir los recibió la llovizna impertinente de noviembre, don Bardomiano tomó del brazo a su esposa, se escondió debajo del sombrero y caminaron rumbo al pueblo. Bajaron por el Camino Real durante hora y cuarto sin decir palabra, acomodando los pasos entre el lodo y los charcos. Don Bardomiano seguía escuchando debajo del ruido de sus botines raspando las piedras, el rezo apretado de doña Aquilea y le pareció el mismo rezo que hacía ya casi veinte años había escuchado. También había sido de madrugada y también en ese camino, la diferencia estaba en que entonces ella rezaba por él. En aquellos tiempos don Bardomiano había decidido irse a buscar suerte a otras tierras y la única alternativa que encontró era El Norte. «Nomás pa hacer un dinerito, Aquilea, y así tener con qué hacerle frente a la vida», le decía. Doña Aquilea se opuso dócilmente a la determinación que había tomado, pero don Bardomiano arrojó una pregunta contundente: «Si no me voy ¿qué chingados vamos a comer?». Y doña Aquilea tuvo que comerse su tristeza. Unas semanas después vendieron sus dos vacas y al mes don Bardomiano ya estaba subido en la camioneta de redilas agarrándose el sombrero para que no se lo llevara el viento y rumbo al Norte.
Desafortunadamente el viaje de don Bardomiano había durado poco, porque nada más entrar en territorio Yanqui la policía migratoria ya estaba esperando al grupo de mojados con quienes viajaba, y a los pocos días regresó a su pueblo, vencido, con el amargo sabor de la derrota metido en todo el cuerpo y con una sensación culpígena pudriéndole las entrañas que lo obligó a esconder el suceso como quien esconde la deshonra. A partir de entonces le vino una resignación perniciosa que lo detuvo en su maizal durante años, obligándolo a hacer verdaderos milagros para ganarse el pan.

1 comentario:

Achichincle Audiovisuales dijo...

hay relatos que me hacen llorar, este, compadrito, lo hizo.