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junio 16, 2008

Atemporal [fragmento]

Para Elisa.



Salgo a la calle con la intención de ocultarme entre la multitud que infesta a Barcelona este verano escandaloso. Aquí, entre las manadas de gentes que van y vienen, soy desconocido, anónimo, una persona más que camina entre la masa sin dirección y sin tiempo. Las multitudes tiene esa particularidad: te ocultan, te hacen invisible, te hacen valiente. Y valor es lo que ahora necesito porque la noticia que recibí me ha dejado sucio por dentro, como si hubiera bebido litros y litros de lodo.

Hace apenas unos minutos sonó el teléfono de casa. Malas noticias. Lo sabía. Si tu teléfono suena a las seis de la mañana de un domingo solamente puede ser para dar malas noticias. Y mi teléfono sonó a la una del mediodía de aquí, de Barcelona; pero la una del mediodía de aquí, son las seis de la mañana de allá, de México. Puta conclusión. Puto tiempo. Pero es así, mientras aquí las calles ya están reventando de turistas, allá apenas despierta el día; y despierta con malas noticias.

Mientras camino aquí pienso en allá. Porque yo sigo allá, con el cuerpo aquí pero con el corazón allá, con la noche de allá, con el tiempo de allá. Pese a los años no he podido arrancarme sus aromas ni sus horarios. Tampoco lo he querido, confieso. Por eso en cuanto sonó el teléfono de casa y vi el número, automáticamente calculé la hora, o más bien, la intuí. Así me sucede desde que estoy aquí. De repente un hecho, un objeto, una palabra, una textura hace que mi mente se traslade allá y de inmediato intuyo la hora y pienso: «Ahora están comiendo»; o, «es sábado, seguramente están en la sala bebiendo café»; o, «están a punto de meterse en la cama», mis viejos solos, cada día con menos cosas que decirse. Así sucedió hace apenas unos minutos cuando recibí la llamada. «Allá son las seis de la mañana», pensé y supe que era una mala noticia.

Después de escuchar a mi madre a través del auricular no supe qué hacer más que salir a la calle a esconderme entre la multitud, perderme entre cuerpos que no miran y pasos apresurados y tiendas y ruido y semáforos. La voz de mi madre sonaba triste, desgastada y sombría, como si la noticia le hubiera quitado el color, como si estuviera hablando desde un lugar oscuro y frío. «Aquí te queremos, te extrañamos», me dijo; «aquí te necesitamos». Y yo no supe qué hacer, qué decir, cómo, con qué palabras…

Recuerdo a mi madre, la recuerdo bien pese a la distancia y al tiempo. Tiene las manos pequeñas y un alud en los ojos distantes, leves. Sonríe mucho, sin pudor, y cada vez habla con menos gritos. Le dan miedo las tormentas. Se persigna invocando a todos sus santos cuando las nubes se ponen negras y desbaratan cosas en el cielo, desgarran árboles, derriban muros, dinamitan cerros que despedregan su ruido en lo alto y hacen vibrar los vidrios de casa. Mi madre se santigua mientras desconecta la radio y la televisión y se apresura a encender una veladora a la Virgen de Guadalupe. Mi madre es Guadalupana, esa es su única verdad, o mi única certeza con respecto a ella. También la asusta el viento. Ese viento de febrero que se deja venir desbocado y filoso arrancando ramas y tejas, desbaratando corrales, quitando sombreros, levantando faltas dejando a las muchachas con las piernas desnudas y temblando. Mi madre se apresura a cerrar ventanas y puertas y abre los brazos ofreciendo cobijo. Y yo, cuando estaba allí con ella, me metía en sus brazos y me soltaba sintiéndome protegido, aliviado del grosero ventarrón que metía sus dedos polvorientos por debajo de las puertas; me metía en sus brazos que eran en ese entonces el único y el más amado refugio. Y ahí, en su regazo de madre, escuchaba su respiración y, a veces, su pequeño llanto. Pocas veces he visto llorar a mi madre, siempre se le han dificultado las lágrimas; quizá sea por sus pequeños ojos; quizás sea por sus largos suspiros; quizás sea porque prefiere convertir en risas las nostalgias. Hoy imagino que llora. No es para menos.