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noviembre 23, 2008

Funerales Fragoso [fragmento]

El destino de Liborio Garmendía se torció para siempre la madrugada del Sábado de Gloria de una Semana Santa. Él y su esposa, Etelvina Fragoso, habían ido a cenar a la verbena que cada año se organizaba en el pueblo. Desde que salieron de casa, Etelvina, encantada con el olor de las fritangas, sintió el ansia en la boca de su prominente estómago. «Me lo quisiera tragar todo», se confesó a sí misma, y comenzó con tres tamales de hollejo y un atole de cacahuate que compró en el primer puesto. Siguió con dos tostadas de pata, un pozole, una birria y cinco tacos de longaniza mientras caminaban por la calle principal rumbo a los portales.

El ambiente estaba lleno de gente apretujada, puestos de comida y la música de la banda de viento. Al llegar a la esquina de la plaza encontraron el cielo adornado con tiras de papel de colores vivos; la iglesia también estaba adornada con crisantemos y carteles con la palabra de Dios. La pareja se dirigió al templo y, antes de entrar a confesar sus pecados, Etelvina sucumbió a la tentación de la carne y devoró una chuleta de cerdo en chile huajillo.
—Ya deja de tragar —la regañó Liborio Garmendía con sus aires de señor.
—No puedo —confesó ella.
Cuando entraron a la iglesia Etelvina soltó el primer eructo premonitorio. Fue de una sonoridad tal que alejó a la gente que los rodeaba. «Perdón», se disculpó ella, «pero me salió del alma».
Dieron gracias a Dios hincados y en silencio, escuchando de fondo la música de viento y el trajín de la verbena. Al momento de levantarse, Liborio tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para poner en pie a su esposa.
—De haber sabido que te ibas a poner así, de pendejo me caso —masculló enrojecido por el esfuerzo.
Al salir de la iglesia otra vez le vino el antojo, ahora de frijoles charros. Agudizó el olfato, identificó el aroma, lo separó quirúrgicamente de los otros olores y se dejó guiar hacia el puesto donde borboteaba la cazuela.

A Etelvina Fragoso el ansia le había venido después del matrimonio. Fue una señorita bien portada y de carnes firmes; se casó de blanco y por las tres leyes con la ilusión virginal de entregarse a su esposo en cuerpo y alma para dedicar el resto de sus días a la crianza de los hijos. «Siete», decía, «quiero siete pilcatitos», pero en la noche de bodas a Liborio Garmendía le entró un algo que no le permitió que se le endureciera ni el gesto.
—Ha de ser por los nervios —se disculpó ante Etelvina escondido entre las sábanas.
—Ha de ser —suspiró ella aún virgen.
Sin embargo, los nervios le duraron años, porque Liborio no respondió a la tentación de la carne pese a que Etelvina intentó de todo: desde la sutileza de un baño de temazcal después de la merienda, hasta el descaro de abrírsele de piernas y esperarlo urgida. Tampoco sirvieron los menjurjes, el polvito de uña, el toloache y la sopa de ostión con gotitas de sangre de menstruación. Nada dio resultado. Liborio Garmendía estaba negado para siempre a las humedades del matrimonio.
La madre de Etelvina, anciana esculpida a golpe de rezo, le aconsejó que guardara el secreto como si fuera verdad de Dios. «Esa es la cruz que te tocó», le dijo. Etelvina Fragoso no sólo guardó el secreto, sino que dejó entrever en los bailes y en las tardes de café que la culpa de la ausencia de hijos era suya. «Es que soy de vientre delicado», decía con una resignación católica cuando le preguntaban. Así, poco a poco se le fue transformando el deseo carnal en deseo de carne, y le vino esa voracidad de náufrago.
Por su parte, Liborio Garmendía había sido un muchacho solitario y huraño. Huérfano de padre y madre, y arrimado en la casa de su tío abuelo Simón Garmendía, a duras penas terminó la primaria y después se puso a aprender el oficio de la madera en el taller de su tío. Gastó su juventud acariciando las tablas con el formón y la garlopa hasta que don Simón Garmendía murió y se quedó él al frente de la carpintería. Su única afición era ver a los muertos en los velorios, mirarlos impávidos recostados dentro de sus ataúdes, indefensos e inanimados. Liborio se quedaba mirando a los cadáveres desde la silla donde se sentaba hasta que el sueño le exigía descanso.
Descubrió su falta de pasión en sus años mozos, cuando todos los muchachos comenzaban a platicar de sus toqueteos. Liborio esperó con impaciencia el día en que sus partes se levantaran al amor pero eso nunca sucedió. Entonces ocultó su impotencia ante todos, incluso ante Dios, porque ni siquiera lo reveló en confesión.
Años más tarde, cuando en el pueblo se comenzaba a correr el rumor de sus impedimentos carnales, tuvo que darle vueltas a la cabeza buscando la manera de salvar su dignidad de hombre hecho y derecho, y decidió casarse. Inmediatamente pensó en Etelvina Fragoso por virginal, católica y obediente. Así, sin más, se presentó en casa de la elegida recién bañado, con un clavel ajado en la solapa del único saco que tenía herencia de Simón Garmendía, con sus botines cepillados a conciencia, y con un ramo de margaritas para que Etelvina tomara una decisión deshojándolas. Siete meses después fue la boda, discreta pero llena de ilusión, Etelvina Fragoso pensando en los hijos y Liborio Garmendía pensando en las apariencias.


noviembre 16, 2008

hay un indio con lágrimas en los ojos dentro de mis ojos
esbelto y ocre como danza de cielos o de soles
secular y latente como las flores con que a mis muertos venero
subrepticio
siempre oculto bajo mi piel

y me faltan labios para tantos sus besos
me faltan signos para tantos sus credos

hay un indio que se suelta en mis madrugadas
cuando la noche se desabotona la blusa y enseña su luna como si enseñara un pecho
una mancha de jaguar
una gota de tinta.china

indio huasteco que dice lo que digo
atardeciendo mis palabras cuando hablo
lloviznando mis rincones cuando lloro

y no me alcanzan los párpados para tenerlo
no me bastan los versos para nombrarlo

detrás de mis palabras sus pupilas
detrás de sus pupilas los montes
detrás de los montes un valle
en mitad del valle él
con un árbol naciendo de su palma.



noviembre 02, 2008

Unas por otras [fragmento]

Yo pensaba que esas pendejadas de Dios eran eso mismamente, puras pendejadas. Pero desde que se me comenzó a pudrir la pierna tuve que agarrarme a veinte uñas al manto sagrado de la Virgen de la Buenaventura. De no haber sido por eso, de seguro ya tendría podrido todo el cuerpo. Suerte que ella con sus ojitos retechulos me cuidó tarde a tarde la pierna que poco a poco se me fue poniendo renegrida; si hasta parece que me sobaba quedito con sus manitas santas.

Y todo por el pendejo del Clodomiro Vargas que me pegó un tiro en la pata derecha. Él dice que porque estaba robándome sus vacas, pero yo para qué iba a querer sus pinches vacas si están reflacas, las méndigas. Además, yo tengo mi Cliopatra; esa sí que está rechula, la canija. Todos los días nos da un chingo de litros de leche blanca y fresquita fresquita. El nombre se lo puso mi hija la menor. Ella, como sí fue a la escuela, pues le puso ese nombre, quesque porque fue una mujer de quién sabe dónde chingados que se bañaba con leche. A mí me cuadró el nombre, suena rebonito: Cliopatra. Luego en las tardes me la paso divisándola cómo menea la cola para espantarse las moscas, y le digo y le digo: «Cliopatra, Cliopatra». La verdad, no creo que me entienda ni una chingada, y si me entiende se hace güey, porque la ingrata ni siquiera me mira de reojo, nomás sigue meneando la cola de un lado para otro.
El Clodomiro dice que fue por lo de las vacas, pero en realidad fue por lo de su mujer. Yo no tengo la culpa de que aquella noche en el baile la Felipa se me arrejuntara tanto, y pues poco a poco se me fue poniendo duro el entendimiento. Ella bien que se daba cuenta, no me van a decir a mí que las viejas no sienten cuándo a uno se le endurece el instrumento. Sí, bien que se dan cuenta, las canijas, nomás que le hacen al güey para que uno piense que no saben nada de esas cosas.
La verdad es que a mí se me habían pasado las cucharadas aquella noche. Mi mujer no quiso ir al baile porque los zapatos que traiba estaban ya de al tiro muy dados al traste.
―Cómprame onque sea unos guaraches, Prudencio ―me había dicho una semana antes.
Pero de dónde hijos iba yo a sacar para unos guaraches, si con trabajos le habíamos comprado las libretas a los pilcates para que fueran a la escuela. Además, estaban pagando rebarato el maíz, si no mal recuerdo a menos de tres pesos el cuartillo.
―No vieja, ¿de dónde quieres que saque yo centavos para calzarte? ―dije yo.
Y ella que se monta en su macho.
―Si no me los compras, pues no voy.
Y pues no fue.

sobre mi memoria que es piel y sombra