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septiembre 11, 2012

Escalera al cielo / Gotas.de.mercurio Por Sergio González Rodríguez (09-Sep-2012)



Para la generación de los escritores mexicanos que nacieron después de 1970, la experiencia del viaje (sea éste real o imaginario) se relaciona en cierto modo con un impulso hacia la dislocación, es decir, la discontinuidad, las alteraciones, el cambio de rumbo. E implica también la experiencia de lo estable-inestable. En este ensamble de tensiones, cabe el distanciamiento de quien escribe frente a la realidad, las intervenciones irónicas, el sentido del desgarramiento, o lo lúdico, la gracia del devenir o el conocimiento del desastre.
Ya se trate de la reinvención del mapa postnorteño en Carlos Velázquez, el trayecto transurbano y sus apropiaciones en Valeria Luiselli, la prospección más vital de las variables subjetivas en Gabriela Jáuregui, la pesquisa de lo invisible inherente a la memoria literaria en Verónica Gerber, o los ejercicios centrífugos de identidad en Edson Lechuga, en estos escritores nacidos después de 1970 e inscritos en el imán de las transformaciones culturales, se pueden apreciar los rasgos de una refundación de la literatura mexicana, distante del gestual de ruptura, pero ajena a las inercias del viejo nacionalismo, a la retórica grandilocuente, a los determinismos rígidos del entorno o del contexto: nación, urbe, desierto, provincia, obediencia generacional, narcosis, cultura popular o mediática, etcétera.
En el caso de Edson Lechuga (1970), el lector se encuentra con un narrador que sabe unir vida y poesía en un reto novelístico, y que además de saltar la trampa en la que suelen incurrir algunos escritores (creer que el yo que enuncia es el yo del enunciado) reelabora el célebre mandato de Rimbaud: yo es otro. Y consigue en consecuencia un entrecruzamiento espléndido de relatos y giros textuales mediante un proyecto inteligente.
En la primera novela de Edson Lechuga, Luz de luciérnagas (Montesinos, 2010), el núcleo está en el terremoto de 1985 de la Ciudad de México. La herida de la catástrofe se traslada de los edificios destruidos y la gente desolada a la vivencia personal que asume lo colectivo en tanto ejercicio de expiación personal cuyo destino será diluirse en la nada. El sarcasmo de un trayecto fallido en su ordalía: la historia de los amantes separados por un azar que incluye tardes en un hotel de parejas, la vista de la pista de despegue del aeropuerto, algunos poemas de José Carlos Becerra, la fuerza de lo tectónico. Para el personaje de la novela, el viaje será el método de comprensión de una fatalidad tan elástica que admite su propia traición.
Luz de luciérnagas incluye, como prueba ficticia, algunas imágenes (el retrato de una fonda, la imagen de un sobre en el que, como con el dispositivo de la Carta robada, está la clave, o un edificio desplomado, un documento) que acrecientan la intriga del narrador y la paradoja de la identidad: de sí mismo, de su oriundez, de su pasado. Allí sobra la alternativa de una novela de índole social cuando de lo que se trata es de exponer la paradoja del egotismo, por lo tanto, la corporeidad que entraña la novela poco tiene que ver con la exaltación emotiva: refiere más bien a un examen visceral de la desaparición del sujeto, del enfrentamiento con el desastre y las desposesiones convencionales.
Sanford Kwinter apunta que la década de 1970 fue el momento en el que la tarea arquitectónica confrontó su capacidad de funcionar como ciencia y como arte. La arquitectura descubrió que su compromiso no sólo era edificar, sino llegar a ser una forma de conocimiento, investigación y activismo (cf. Requiem For the City at the End of the Millenium, Actar, 2010). Algo semejante comienza a detectarse en la narrativa de los escritores mexicanos nacidos después de 1970: el acto de narrar va siempre más allá de contar historias a través de una retórica o estilo. El resultado es una suerte de autorreflexión crítica que recupera cuerpo, sangre, vida, arrojo, gozo en un rebasamiento de la vacuidad metaliteraria y sus desenlaces anecdóticos en desgaste continuo, intrínseca a tantos falsos prestigios de hoy. En su mente, por el contrario, resuena la onda de choque de una época de grandes cambios.
Al inaugurarse las Torres Gemelas del World Trade Center, el legendario funámbulo Philippe Petit acudió allá en 1974 a realizar su mayor acto: tender un cable furtivo para consumar el equilibrismo entre ambos edificios. Como consta en la magistral película de James Marsh, Man on Wire. La hazaña del siglo (2008), la tarea del artista francés significó todo un plan sistemático de operaciones, además de su estrategia creativa, que demandó ensayos, croquis, maquetas y una logística compleja proveniente del espíritu de la época: el afán libertario y el juego, la simplicidad y la rapidez enfrentados al orden emergente en aquel entonces. La ingravidez y el prodigio de lo estable-inestable, el pavor, la rebeldía y la risa en una alternancia exultante. La invocación de otra arquitectura.
En su reciente novela Gotas.de.mercurio (Montesinos), Edson Lechuga despliega una trama brillante que entrelaza varios motivos: el desarraigo de México a Barcelona, los desdoblamientos o el doble, la búsqueda del mejor u otro lugar, la deslealtad, la fragilidad de los recuerdos, la insensatez de los sentimientos, el contrapeso de la literatura contra la prosa del mundo, las cartas o mensajes, la voz o voces, entre otros temas. En el hallazgo de su propia madurez, el narrador sabe hilar fino con dichos motivos hasta lograr una novela fuera de lo común, una obra que recupera el rigor de contar sólo aquello que debe contarse sin mengua de una poética exacta, en la que inciden Roberto Bolaño, Oliverio Girondo, Agota Kristof, e incluye fotografías visuales y otras de tipo textual, donde el marco canónico de éstas encierra un descriptivismo agudo. Como una metáfora dispersa, surgen también las "Disertaciones sobre los globos aerostáticos de papel de china", donde el motivo de la ingravidez transparenta una aspiración de los tiempos.

elangel@reforma.com

septiembre 05, 2012

Ese pinche dripping ontológico.



Notas a propósito de la novela gotas.de.mercurio de Edson Lechuga.
Por Eduardo Sabugal
                                                           “uno de esos hombres contradictorios, duales, que dentro de un enorme , calientan un profundo no.”
Edson Lechuga

            Un juego, un rito, así podía entenderse la escritura, como un viejo juego insensato, un rito de conjura. En gotas.de.mercurio de Edson Lechuga encontré muchas cosas en la diégesis misma que me hablaron de cerca con cierta insistencia maligna, con dolor, con familiaridad. Pero además de ese feliz reconocimiento del azar, de la rabia, de la desolación, de cierta sincronicidad que fui encontrando en la historia contenida en gotas.de.mercurio, también encontré un notable afán técnico por la escritura que funcionaba en paralelo respecto al desarrollo de la trama. Una estrategia de seducción y de deconstrucción en las dimensiones lingüísticas; la sintaxis, la semántica, quedaban retorcidas o saboteadas igual que las atmósferas de polución e intoxicación en las que se asfixiaban insalubremente los personajes.  Los puntos en medio de las palabras que separan y aglutinan al mismo tiempo, me pareció una técnica derridadiana que aparece como una declaración de guerra desde el principio, desde el título mismo de la novela. Esos puntos colocados en un entre, arrastran las palabras a una nueva sintaxis, una nueva notación, en una suerte de copulación atómica, de dispersión. Dispersión lingüística que destruye todo curso narrativo tradicional porque los personajes mismos ya no pueden hablar, separar unas cosas de otras, pensar claro y distinto, porque el mundo en sus mentes ya está atomizado, lleno de puntos como lunares. Mundo enquistado y encostrado, con entes aglutinados apenas separados por una diminuta frontera en forma de punto. Los personajes tienen también un punto entre ceja y ceja. Puntos que son gotas, de un desagüe o desangre lento, dripping de gotas de mercurio, pero también de cera, de lluvia.ácida y de secreción.que.brota.de.la.noche.
            La otra técnica de desmontaje opera en la interrupción y la neutralización. Lo erótico puede ocurrir en la mitad de un puente peatonal, porque los puentes son esa zona intermedia, ese entre que promete una reunión de orillas. En los textos también Eros (con todo el poder de la seducción) trabaja calladamente en un espacio neutro, un entre que deja en las orillas sólo zonas de luz. A Edson Lechuga parece obsesionarle la extinción de las orillas pero al mismo tiempo se entretiene en lo neutro, en la superficie de un texto neutro. Fue Maurice Blanchot quien hizo una concienzuda apología de lo neutro (a propósito de Kafka) y la interrupción, como estrategias filosóficas y de escritura, en donde justamente aquello que habla en los textos no es una voz o un autor, sino una interrupción, algo inacabado, como eso que puede ocurrir a la mitad de un puente peatonal o dentro de un sobre sin abrir. El problema del entre, sin llegar a las orillas, y la deconstrucción, operan en la superficie del drama y del texto, en las fotografías textuales y visuales, en un mapa, en una nuca, en la estampita de una virgen. El juego de superficie, la inscripción en la piel del otro, la visión en el espejo de Silvana, el espejo de un baño, el pergamino de un papel amate. La superficie termina siendo un lugar inhabitable, como las sábanas de una cama en un cuarto de hotel, donde suceden cosas, es más, donde todo puede suceder o las cosas más importantes pueden suceder, pero se imposibilita la estadía. Uno no puede quedarse ahí, sin riesgo de desaparecer. En ese espacio neutro tampoco se puede construir una identidad, porque es el entre, una lucha entre dos polos que tironean, un toro de dos cabezas.
            La salud, el refugio, el consuelo y el amparo estaban imposibilitados porque no existía el “nosotros”, ya todo estaba ido, convertido en una lágrima de semen, en un pinche dripping ontológico que atormenta. El personaje dice: “Dejaba que los minutos líquidos pasasen a través de mí como un fluido de mercurio.”
            gotas.de.mercurio es también el relato de una huida, una fuga pánica y un regreso. Instaura lo que Enrique Lynch llama Un tiempo homérico, que es el de la partida y el regreso. Gracias a la fabulación, a las mentiras que escribimos en un cuaderno, gracias a nuestras Dorinas que inventamos mientras llueve y suena Shubert, gracias a la instauración de la escritura, del contar, es que conjuramos ese otro tiempo, el de la muerte, el de la finitud, el del alcaloide, el de la droga escarbando el cerebro. Sergio como Sheherezade, cuenta para no morir. Para no dejarse embestir por esa bestia bicéfala que es él mismo, toreando a los coches en Mixcoac. Sergio y Diego, tauro de dos cabezas, urbano y rural al mismo tiempo, recuerda a otras parejas, estas míticas y memorables. Pienso en los hermanos Polux y Castor, asociados a la constelación de Géminis. Llamados los Dióscoros que significa los hijos de dios. Sergio y Diego son Dióscoros impregnados de alcohol y drogas, de rolas de Real de catorce, partícipes de una tauromaquia siniestra. En la dimensión mítica existen siempre dos gemelos, una mitad mortal y otra mitad inmortal. Los Dióscoros, unidos por el amor fraternal, originalmente nunca se separaban y podían ir a buscar sin miedo el Vellocino de oro o invadir Atenas. Cástor, domador de caballos y Pólux, boxeador, eran símbolo de una pareja echa para las hazañas. Por un castigo de Zeus, la muerte los separó. Pertenecen a medias al Olimpo celestial y a medias al mundo subterráneo del Hades. Cambian de lugar en días alternos (nunca pudiendo estar juntos de nuevo) y se pasean de la oscuridad a la luz y de la luz a la oscuridad. Por eso esta bestia bicéfala de Sergio y Diego están enjaulados en una azotea, no pueden ascender ni descender por completo, por mucho que intenten tocar los aviones y las palomas con los dedos. También pienso en  Rómulo y Remo, el tema del gemelo oscuro que intenta destruir a su hermano luminoso. Pienso en la daga que mató a Diego e inevitablemente sospecho de Sergio. Sabemos que en el fondo eso es la sombra, eso que Carl Jung llamó la sombra. Una suerte de combate con un enemigo interno. Caín y Abel, internalizados en un toro, le sirve a Edson Lechuga para llevar su estrategia de diseminación derridadiana en dos superficies: la diégesis y la forma. El lenguaje presenta una dualidad similar a la de los Dióscoros, las palabras muestran y ocultan al mismo tiempo, como Silvana que se pasea en toalla de baño y uno no puede más que imaginársela desnuda bajo esa toalla que cubre y descubre. Como el relevo de los gemelos que se tienen que mostrar y esconder.
            Ernst Cassirer decía que somos animales simbólicos, y es que estos perros.de.azotea son justamente eso, animales prófugos que se rodean de símbolos para escalar en la rampa zoológica; cartas perdidas, robadas, apiladas, postales o imágenes de vírgenes negras, braguitas de una mujer extraña y familiar, un boleto a Xalapa que nunca se usó, tres libros, tres portadas de libros, fotografías, un mapa, lo objetual se fetichiza. Y también opera una transferencia de esa fetichización de los objetos a los recuerdos, como si los productos del recuerdo fueran objetos también mágicos, como si en lugar de ser ausencias, aún conservaran una secreta potencia presente; una habitación, el número de una habitación, la cifra 309, un álamo, un cobertizo para caballos, un bar en Coyoacán, tres llamadas perdidas, las 20:20 horas, una tonada de Schubert que suena desde un manuscrito, un departamento en el Carrer Ample, son recuerdos que también funcionan como objetos fetiche, objetos que se vengan del sujeto que los recuerda.
            Al margen de los autores explícitamente homenajeados como Bolaño, Girondo y Kristof, también encontré ecos de la imagen que analiza filosóficamente Jean Baudrillard: la de aquel hombre sentado, contemplando en un día de huelga, su pantalla de televisión vacía, y que será algún día, dice Baudrillard, una de las más hermosas imágenes de la antropología del siglo XX. Hay escenas cruciales en estas gotas.de.mercurio que ocurren con el televisor encendido, escupiendo su luz insulsa.
            Respecto a las mujeres, encuentro varias versiones de Eva. El poder de la culpa, del recuerdo de la culpa y la tentación, ellas son el poder de un pecado siempre original, son la seducción pero también lo que mueve al viaje. Son el viaje y el riesgo del viaje, como las sirenas de las que huye Ulises. Esas “ellas” de Lechuga son bolañianas o girondeanas, tienen algo de la Alcira Soust Scaffo que persiguió detectivescamente Roberto Bolaño bajo el disfraz de Arturo Belano. Según Ignacio Bajter, fuera de la ficción, Alcira decía: “¡Pinche Roberto!, por qué no me saca de esos libros”, la misma imprecación deben estarle haciendo a Edson Lechuga, aquella Martha, Lara, Dorina y Silvana.