Para la
generación de los escritores mexicanos que nacieron después de 1970, la
experiencia del viaje (sea éste real o imaginario) se relaciona en cierto modo con
un impulso hacia la dislocación, es decir, la discontinuidad, las alteraciones,
el cambio de rumbo. E implica también la experiencia de lo estable-inestable.
En este ensamble de tensiones, cabe el distanciamiento de quien escribe frente
a la realidad, las intervenciones irónicas, el sentido del desgarramiento, o lo
lúdico, la gracia del devenir o el conocimiento del desastre.
Ya se trate de
la reinvención del mapa postnorteño en Carlos Velázquez, el trayecto
transurbano y sus apropiaciones en Valeria Luiselli, la prospección más vital
de las variables subjetivas en Gabriela Jáuregui, la pesquisa de lo invisible
inherente a la memoria literaria en Verónica Gerber, o los ejercicios
centrífugos de identidad en Edson Lechuga, en estos escritores nacidos después
de 1970 e inscritos en el imán de las transformaciones culturales, se pueden
apreciar los rasgos de una refundación de la literatura mexicana, distante del
gestual de ruptura, pero ajena a las inercias del viejo nacionalismo, a la
retórica grandilocuente, a los determinismos rígidos del entorno o del
contexto: nación, urbe, desierto, provincia, obediencia generacional, narcosis,
cultura popular o mediática, etcétera.
En el caso de
Edson Lechuga (1970), el lector se encuentra con un narrador que sabe unir vida
y poesía en un reto novelístico, y que además de saltar la trampa en la que
suelen incurrir algunos escritores (creer que el yo que enuncia es el yo del
enunciado) reelabora el célebre mandato de Rimbaud: yo es otro. Y consigue en
consecuencia un entrecruzamiento espléndido de relatos y giros textuales
mediante un proyecto inteligente.
En la primera
novela de Edson Lechuga, Luz de luciérnagas (Montesinos, 2010), el núcleo está
en el terremoto de 1985 de la Ciudad de México. La herida de la catástrofe se
traslada de los edificios destruidos y la gente desolada a la vivencia personal
que asume lo colectivo en tanto ejercicio de expiación personal cuyo destino
será diluirse en la nada. El sarcasmo de un trayecto fallido en su ordalía: la
historia de los amantes separados por un azar que incluye tardes en un hotel de
parejas, la vista de la pista de despegue del aeropuerto, algunos poemas de
José Carlos Becerra, la fuerza de lo tectónico. Para el personaje de la novela,
el viaje será el método de comprensión de una fatalidad tan elástica que admite
su propia traición.
Luz de
luciérnagas incluye, como prueba ficticia, algunas imágenes (el retrato de una
fonda, la imagen de un sobre en el que, como con el dispositivo de la Carta
robada, está la clave, o un edificio desplomado, un documento) que acrecientan
la intriga del narrador y la paradoja de la identidad: de sí mismo, de su
oriundez, de su pasado. Allí sobra la alternativa de una novela de índole
social cuando de lo que se trata es de exponer la paradoja del egotismo, por lo
tanto, la corporeidad que entraña la novela poco tiene que ver con la
exaltación emotiva: refiere más bien a un examen visceral de la desaparición
del sujeto, del enfrentamiento con el desastre y las desposesiones
convencionales.
Sanford Kwinter
apunta que la década de 1970 fue el momento en el que la tarea arquitectónica
confrontó su capacidad de funcionar como ciencia y como arte. La arquitectura
descubrió que su compromiso no sólo era edificar, sino llegar a ser una forma
de conocimiento, investigación y activismo (cf. Requiem For the City at the End
of the Millenium, Actar, 2010). Algo semejante comienza a detectarse en la
narrativa de los escritores mexicanos nacidos después de 1970: el acto de
narrar va siempre más allá de contar historias a través de una retórica o
estilo. El resultado es una suerte de autorreflexión crítica que recupera
cuerpo, sangre, vida, arrojo, gozo en un rebasamiento de la vacuidad
metaliteraria y sus desenlaces anecdóticos en desgaste continuo, intrínseca a
tantos falsos prestigios de hoy. En su mente, por el contrario, resuena la onda
de choque de una época de grandes cambios.
Al inaugurarse
las Torres Gemelas del World Trade Center, el legendario funámbulo Philippe
Petit acudió allá en 1974 a realizar su mayor acto: tender un cable furtivo
para consumar el equilibrismo entre ambos edificios. Como consta en la
magistral película de James Marsh, Man on Wire. La hazaña del siglo (2008), la
tarea del artista francés significó todo un plan sistemático de operaciones,
además de su estrategia creativa, que demandó ensayos, croquis, maquetas y una
logística compleja proveniente del espíritu de la época: el afán libertario y
el juego, la simplicidad y la rapidez enfrentados al orden emergente en aquel
entonces. La ingravidez y el prodigio de lo estable-inestable, el pavor, la
rebeldía y la risa en una alternancia exultante. La invocación de otra
arquitectura.
En su reciente
novela Gotas.de.mercurio (Montesinos), Edson Lechuga despliega una trama
brillante que entrelaza varios motivos: el desarraigo de México a Barcelona,
los desdoblamientos o el doble, la búsqueda del mejor u otro lugar, la
deslealtad, la fragilidad de los recuerdos, la insensatez de los sentimientos,
el contrapeso de la literatura contra la prosa del mundo, las cartas o
mensajes, la voz o voces, entre otros temas. En el hallazgo de su propia
madurez, el narrador sabe hilar fino con dichos motivos hasta lograr una novela
fuera de lo común, una obra que recupera el rigor de contar sólo aquello que
debe contarse sin mengua de una poética exacta, en la que inciden Roberto
Bolaño, Oliverio Girondo, Agota Kristof, e incluye fotografías visuales y otras
de tipo textual, donde el marco canónico de éstas encierra un descriptivismo
agudo. Como una metáfora dispersa, surgen también las "Disertaciones sobre
los globos aerostáticos de papel de china", donde el motivo de la
ingravidez transparenta una aspiración de los tiempos.
elangel@reforma.com
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