Buscar este blog

julio 17, 2009

gotas.de.mercurio [2]

Aunque han pasado muchas horas aún es jueves.
Afuera sigue lloviendo.
La diferencia es que ahora llueve debajo de la noche. La noche espesa, rota apenas por la luz del estacionamiento del hotel y por los faros de los coches que a lo lejos pasan veloces por la autopista. Hace un momento meneaste tu cuerpo desnudo buscando las sábanas. Me acerqué y al cobijarte tuve la sensación de estar cobijando una niña, una hija. Quizá fue tu gesto apacible o quizá tus cicatrices, lo cierto es que te besé diferente. Susurraste algo allá, en tu sueño infante, pero la frase no logró atravesar la barrera de la vigilia y de este lado llegaron sólo pedacitos de palabras que se desmoronaron en el borde de tus labios.
Sentado aún delante de la ventana te veo a ratos y a ratos me pierdo en las luces de los coches de la autopista. Sigue lloviendo y tú sigues placida metida ahora debajo de las sábanas olorosas a hotel.
Miró tus cicatrices y miro la noche mojada.
Miro tu muñeca lastimada y miro los faros de los coches.
Miro tus labios [a veces tan de niña, a veces tan de puta] y miro desaparecer el humo de mi cigarro.
Nadie sabe más de ti que yo, Dorina. Nadie sabe de los laberintos donde has perdido el sosiego. Nadie sabe que tus huesos esconden ayeres que te persiguen como persigue el remordimiento.
Yo lo sé.
A medias pero lo sé.
O más bien lo intuyo, porque desde que te conozco he ido uniendo hebritas de información hasta construir una madeja más o menos coherente. Sé, por ejemplo, que desde niña has tenido esa tendencia a hacerte daño. Primero los arañazos, luego los golpes y las agujas hasta llegar, como ayer, al filo de las hojas de navaja. Casi puedo verte aún corriendo hacia mí: la falda arriba de las rodillas, la blusa de tirantes, el pelo enmarañado, la cajetilla de Camel ensangrentada en la mano izquierda, el celular en la derecha. Y tus ojos vivos, abiertos, llorando.

julio 06, 2009

gotas.de.mercurio [1]

Llueve. Es jueves y llueve.
Noviembre se vino encima del mundo con toda su nostalgia. Allá afuera la autopista mojada refleja tímidamente los últimos suspiros de luz vespertina. Va cayendo la noche sobre nosotros como un presentimiento negro y bello; como el ala de un cuervo inmenso. Una pequeña parvada de palomas se acurruca sobre los cables que flanquean la carretera y tachan el cielo oscurecido. El cielo sin dios. Y debajo de este cielo nosotros, siempre mansos, siempre arrepentidos.
No es una lluvia torrencial la que cae; es, más bien, una llovizna fina y persistente que termina por meter sus dedos en los rincones más íntimos de nosotros.
Tú duermes.
Descansas metida en la cama de este hotel donde las horas, la carretera y la lluvia nos hicieron buscar refugio. Derrumbado entre las sábanas tu cuerpo se presiente liviano, completamente diferente al de hace unas horas, cuando sentada en el asiento del copiloto ibas encendiendo un cigarrillo con la colilla de otro, y otro, y otro. «No me gusta esta lluvia», dijiste mirando como los limpiaparabrisas abrían un hueco por donde metíamos la mirada para descubrir la carretera. Sonaba Schubert y su piano se mezclaba con el infinito humo de tu boca. «A mí sí», comenté buscándote con el rabillo del ojo. Hacía frío. Ibas envuelta en una manta que sólo dejaba fuera una de tus manos donde ardía eternamente el cigarro. Sentí girar tu cabeza y buscar con tus ojos mis ojos: «Lo que digo es que no me gusta esta lluvia. No la lluvia en general, sino ésta; precisamente ÉSTA». Mi ángulo de visión alcanzaba a dibujar tus rodillas envueltas en la manta, tus pies desnudos buscando cobijo en los rincones.
Estabas descalza.
Horas antes, cuando pasé por ti, no te dio tiempo de ponerte los zapatos, ni de echarte encima la chamarra, ni de buscar el bolso. Saliste corriendo y lo único que pudiste hacer fue tomar el teléfono celular y la cajetilla de Camel. A través de la ventana del coche te vi correr hacia mí: la falda arriba de las rodillas, la blusa de tirantes, el pelo enmarañado, el celular en una mano, los Camel en la otra.
Y partimos.
Prófugos,
temerosos y, ya, desde mucho tiempo atrás, arrepentidos.
«Todas las lluvias son bonitas», dije yo sinceramente. Tú, silenciaste el cassette con el piano de Schubert y replicaste con esa contundencia que había empezado a conocer y que daba a tu voz un matiz escalofriante y agudo:
«Ésta no».