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enero 18, 2009

Anoche me soñé muerta [cap. 2]

La abuela de Diego Santamaría era viuda. En sus buenos tiempos fue profesora de canto y organizadora de coreografías con las niñas de la única escuela que había en Pahuatlán: la escuela Leandro Valle. La abuela tenía fama de buena cantante por los registros melodiosos con los que entonaba los boleros rancheros. El gusto por el canto la llevó a agenciarse un gramófono con el que se pasaba tardes enteras acompañando la voz de los artitas con la suya. Ocasionalmente fue invitada a cantar en alguna boda o en algún bautismo. Se presentaba engalanada de blanco y con un sombrero de fieltro con un colibrí dorado bordado en la copa y entonaba, con poca voz pero con mucha alma, las canciones que la gente aplaudía.
«No canto bien, pero canto recio», presumía al público.
Estuvo a punto de cambiar el gramófono por un aparato que reproducía discos de setenta y ocho revoluciones, pero el negocio del café, heredado de su padre, le arrancó las intenciones y la obligó a esmerarse en los asuntos de la vendimia. Pese a todo, el hábito por el canto no se le fue nunca, aún de vieja se le veía entre los tendales de café oreado, apoyada en su bordón de lima, limpiándose la frente con un paliacate y canturreando rancheras viejas incrustadas para siempre en su memoria. Creció envuelta en café tostado y su piel se impregnó de su aroma a tal grado, que cuando se acercaba a algún sitio, primero se percibía un sutil aroma a café y después llegaba ella. Su padre se había dedicado al negocio desde que ella lo recordaba, gracias a eso él había mantenido a seis hijos, y a un puñado de nietos, nietas y yernos. El negocio fue quedando en manos de la abuela por ser la más chica de la familia y la que aún vivía.
En otros tiempos la casa de la abuela había estado llena de vida: los corredores estaban rebosantes de indios que venían a la compra-venta de caracolillo; los macheros llenos de caballos y mulas, y muchos peones para descargar los bultos de café en bola, cereza, pergamino, verde, tostado y molido. La abuela aún recordaba los tiempos en que en su casa se preparaba el almuerzo para treinta personas diariamente. Recordaba a su padre diciendo con voz alta y orgullosa:
«Que no se respire miseria. Que echen hartos huevos y que preparen más agua de tuna».
Y las sirvientas se apuraban a quebrar huevos en las cazuelas con manteca hirviendo, a echar tortillas al comal curado con cal y ajo, a molcajetear el cuatomate y los chiles verdes.

El negocio de café fue próspero cuando Pahuatlán estaba rodeado de montañas salpicadas de tonos verdes y un mapa de ríos y arroyos bajaba por las laderas y regaba los cafetales. En esos tiempos se sentía una calidez extraña al mirar el pueblo desde la loma, como si fuera el hogar de quien lo visitara, viniera de donde viniera, fuera quien fuera. Amanecía junto con el olor a pan caliente y el canto de los gallos. Al poco rato las casas se llenaban del aroma a café recién hecho; luego la escuela comenzaba a recibir niños del Barrio Unido, Chancalco, Palpa, Quetzala y de algunas comunidades cercanas; los negocios del pueblo abrían sus puertas y los campesinos salían a arar la tierra. A media mañana venía el almuerzo. Los indios se acuclillaban en torno a un atado de enchiladas de jornalero que compartían con tragos de agua del bule, los comerciantes se echaban a la panza un par de huevos con frijoles y las madres llevaban el tentempié a sus hijos. Cuando sonaba el timbre de la escuela anunciando el final de clases, los niños corrían en estampida y llegaban a sus casas, colorados y sudorosos exigiendo un trago de agua fresca.
En aquel tiempo Pahuatlán parecía un racimo de casas, tapizado con tejados a dos aguas y muros de adobe, flotando sobre la falda del Cerro de Ahíla. Los domingos la plaza rebosaba de olores por el mercado, y las calles se llenaban de puestos de fritangas. Los indios de Atlantongo, Mamiquetla, Atlá, San Pablito y otros pueblos aledaños venían a Pahuatlán a comprar o vender maíz, frijol, chile, alimento para marrano, herraduras para caballo. Los menos pobres, además, llevaban un trozo de carne o un par de guaraches.
La abuela salía al mercado acompañada de dos indias que cargaban detrás de ella las canastas del mandado llenas de plátano macho, chayotexcle, papaya, frijol, calabacitas tiernas, quelites, carne de puerco y cilantro. Se vestía de do-mingo y se paseaba entre los manteados con las mejillas chapeadas con betabel y el reboso bordado. Después volvía a su casa a dar las instrucciones de la comida, y por la tarde cambiaba de reboso para ir a misa de seis. A esa hora el pueblo se inundaba del griterío de urracas que se disputaban las ramas de las impresionantes araucarias que crecían en el jardín, mientras Odilón se colgaba de las reatas de las campanas de la iglesia que anunciaban la misa, que en esos tiempos, todavía no oficiaba el padre Benigno. Después de misa las muchachas recién bañadas se sentaban en los bancos del parque, olorosas a sábila y a agua limpia, o paseaban dando vueltas al parque iluminado por los últimos chisguetes de luz vespertina y por los faroles que desparramaban una lucecita tímida y ámbar, esperando que a lo lejos sus enamorados les hicieran una seña para caminar disimuladamente hacia algún callejón oscuro donde pudieran estrujarse a besos. Mientras tanto, los indios ya iban de vuelta a sus comunidades colma-dos de aguardiente, mecapaleados, cargando costales de maíz para las tortillas de la semana, y seguidos en silencio por sus mujeres y sus hijos.
Entonces Pahuatlán olía a pulque y a chicharrón, a fritanga y a mula, a caballo, a indio. Y la abuela esperaba las noches sentada en el banco del patio de su casa, frente a los tendales ya sin café, tejiendo alguna chambrita a gancho y canturreando boleros rancheros.

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Los hermanos de la abuela habían emigrado del pueblo uno a uno; se habían ido acomodando en otras ciudades hasta olvidarse de Pahuatlán y de ella misma. Sus hijos también se fueron, únicamente se quedó Ruperto Santamaría quien se casó con Soledad Huipulco en una de las bodas más relevantes del pueblo.
Habían llegado al tendal de aquella casa adornada con papel picado y macetas de alcatraces envueltas en tela blanca y rematadas con filo dorado, para celebrar su boda. Se habían matado tres puercos, una novillona, seis guajolotes y catorce pollos; se frieron veintidós kilos de arroz con azafrán para trescientos cincuenta invitados; se trajeron sesenta tambos de pulque y dos toneles de refino del ochenta y cinco; se con-trataron dos tríos de huapangueros y una orquesta que toca-ba éxitos rancheros y boleros. Aquella noche la abuela deleitó a la concurrencia con su gentil voz de princesita, mientras Ruperto Santamaría embestía con urgencia a su esposa, porque los novios ni siquiera esperaron a que terminara la pachanga. El temperamento de Ruperto Santamaría no le permitió esperar ni un minuto más de lo necesario y, en cuanto terminaron la comilona, tomó a su mujer del brazo y la llevó al lecho.
«Sería mejor esperarnos a que acabara la fiesta, Ruperto», intentó detenerlo Soledad.
Pero el argumento de su marido fue categórico:
«¿Y mientras qué hago con esto?», dijo y se bajó los pantalones mostrando una erección febril e insoportable.
Entonces la abuela tuvo que cantar con más pasión, porque la pasión de su hijo le arrancó la virginidad a Soledad Huipulco junto con unos desgarradores gritos de placer que se escucharon en toda la casa.
Desafortunadamente, sólo les alcanzó el tiempo para engendrar un hijo: Diego Santamaría Huipulco; porque la línea de su vida se cortó de tajo y definitivamente cuando un incendio provocado por una veladora los sorprendió en la cama desnudos y amando.
Soledad fue la que percibió el olor a humo e intentó detenerse.
—Pérate, Rupe —pidió al padre de Diego entre beso y beso—. Creo que huele a lumbre.
Pero Ruperto Santamaría no pudo apaciguar el ímpetu del amor y siguió con su tarea de hombre. El fuego avanzó veloz haciendo crujir los muebles y llenando de humo el cuarto, pero Ruperto confundió el calor del incendio con el calor de Soledad, creyó también que sus gritos eran de placer y no de alarma, y arremetió con más ahínco. Cuando por fin terminó su febril tarea el fuego ya los estaba devorando implacablemente.
Diego se salvó gracias a que la abuela lo recogió de la cuna justo antes de que la lumbre lo chamuscara. No obstante, ella nunca le contó la historia; el pudor católico fue más fuerte y amasó el secreto en su pecho hasta el día de su muerte.

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Así, el negocio del café quedó en manos de la abuela y cuando comenzaron a escasear las lluvias Diego era ya el encargado. Pero una vez más el destino les partió la cara, se les vino encima la falta de aguas y la compra-venta se fue secando junto con los cafetales, las plantas, los montes, todas las cosas..., dejando a Pahuatlán de Valle como si nunca hubiera habido algo verde encima de sus cerros.

enero 01, 2009

Anoche me soñé muerta [cap. 1]

La noche anterior Gloria había soñado que Pahuatlán ardía.
El incendio comenzaba en la falda del cerro de Ahíla y desde su ventana podía ver el resplandor del fuego comiéndose al pueblo. La gente se organizaba para detener las llamara-das; hacían una cadena humana y acarreaban cubetas con agua desde la fuente del parque hasta el barrio Unido. Los baldes pasaban de mano en mano intentando detener a la bestia embravecida que devoraba árboles, huertas y corrales.
El fuego había venido de fuera, de lejos, de otro sitio diferente al mundo.


Había entrado por el barrio de Chancalco colándose por las ventanas escupiendo llamaradas, derribando fincas, tumbando postes y dejando los cables eléctricos chicoteando encendidos.
Luego había subido hasta el panteón a desbaratar las criptas.
Arrancaba a los muertos de sus tumbas y les achicharraba los huesos; profanaba las lápidas y quemaba muertos viejos y recientes tiñendo sus llamaradas de un color azul violáceo debido al tuétano que servía de combustible. Algunas calaveras salían rodando de entre las llamas con los huecos de los ojos enrojecidos, empujadas por las convulsiones de la lumbre.
Después cambiaba de dirección como si tuviera voluntad propia.
Se dirigía hacia el barrio del Mirador haciendo una herradura que envolvía a Pahuatlán en las llamas del infierno. A su paso la quemazón encontraba un chiquero con marranos en engorda, y sin piedad se les echaba encima carcomiéndoles la carne. Las crepitaciones crecían por la grasa de los cerdos y el ruido del fuego se llenaba de otro ruido: el chillido agudo de los marranos que, desesperados, intentaban huir de la boca de la lumbre. Uno de ellos, embestía la puerta del chiquero enloquecido por el ardor y salía huyendo envuelto en llamas. La bola de fuego chillaba horriblemente rebotando entre las casas, a media calle, de una acera a otra, revolcándose en la tierra hasta que la lumbre lo dejaba sin fuerzas.
Los árboles también lloraban.
Cada vez que alguno se venía abajo, vencido, se escuchaba el lamento ronco de su tallo.
Algunas personas se percataban a tiempo de las llama-radas y salían corriendo hacia la carretera de Huahuchinango. Otros, montando sus caballos, arrancaban rumbo a Tlacuilo. Incluso había gente que en vez de morir en el sueño, se aventaba por el barranco de detrás de la escuela Leandro Valle, sin importarles los golpes, los rasguños, las lajas que abrían sus carnes, las piedras que hacían tronar sus huesos cuando iban cayendo.
El sueño de Gloria fue tan vívido que le pareció real cuando, al salir de casa desquiciada de nervios por el incendio, por vez primera lo miró:
Un dios azteca.
Ostentaba en la cabeza el tocado de las deidades, la cara tachada con insignias de ofrenda; las piernas poderosas trazadas por el músculo; los pies calzados con un racimo de conchas ceremoniales. Con la mano derecha sujetaba firme la lanza de guerra que mostraba en la punta el terrible filo de una obsidiana; con la izquierda la copa de la sangre de los inmolados; y estaba metido en la piel de un hombre sacrificado.
Era un ser de fuego.
Ardían sus ojos, su boca, y ardía también el centro de su pecho. Gloria quedaba paralizada cuando el dios azteca acercaba su humanidad incandescente y señalaba en medio de sus pechos con el terrible filo de obsidiana.
En el sueño, Gloria corría desesperadamente calle arriba intentando salvarse; y desde la esquina podía ver cómo la herradura de fuego iba rodeando a Pahuatlán dejando sólo una salida. A gritos, poniendo su cuerpo delante de la multitud que corría sin sentido, llamaba la atención y señalaba la única puerta que ofrecía el incendio, pero entonces, miraba con horror cómo unía sus puntas encerrándolos en su corazón ardiente.
El anillo de lumbre viva comenzaba a cerrarse sobre ellos, iba haciendo estallar los tanques de agua, reventando los tinacos, derribando techos y tejabanes, devorando casas y plantas. Los pájaros volaban en parvadas espantadizas. Las calles se llenaban de una estampida de mulas, caballos, gallinas, cerdos, ratas y personas despavoridas que corrían hacia el centro del pueblo e iban apelotonándose en la plaza. Algu-nas personas morían aplastadas por las patas de las bestias, o quedaban a merced del fuego heridas en el suelo. Hasta que llegó el momento en que todos estaban ahí, apretados unos contra otros, mulas contra hombres, niños contra cerdos, aterrorizados, rodeados por el humo y las llamaradas que despedían un olor a carne y plumas quemadas.
Dentro del sueño, Gloria recordó la pestilencia que inva-dió a Pahuatlán el día de la lluvia de pájaros, y quiso, igual que entonces, arrodillarse ante la Virgen de la Inmaculada Concepción a rezar por su alma.
Pero en el sueño no había Virgen alguna.
Sólo estaba el incendio asesino que intentaba acabar con ella y que ahora elevaba ante sus ojos una ola de lava y la dejaba caer espesa y ardiente sobre su rostro.

Gloria se enderezó en la cama empapada en sudor y con el miedo carcomiéndola por dentro. Sus ojos se encontraron con la negrura de la noche, con el sofoco, con el bochorno, con la sed. Tuvo que esperar un rato a que sus pupilas se acostumbraran a la oscuridad y a que su cabeza fuera comprendiendo que había sido un mal sueño.
Pero cuando estuvo clara y llegó la realidad a su entendimiento, tuvo ganas de volver al sueño, a la pesadilla, al ardor de las llamaradas.
Fue consciente de que el horror del sueño, por terrible que fuera, era menos cruel que los escupitajos malolientes de su realidad.