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noviembre 30, 2009

Gotas.de.mercurio [9]

Semilla de maíz.
Soy una semilla de maíz.
Estoy puesta aquí por las manos de un nagual. Me ha dejado aquí para que mi sangre, sangre la tierra y germine. Yago en este surco arado por las manos de ese animal mío, ese animal que soy: limpio, oloroso a ocote, idéntico a los terrones de tierra donde fui enterrada. Soy la punta de una espiral. Soy una cicatriz. Soy una gota.
Mi nagual ha arado esta tierra donde yago; esta tierra que me cobija, me nutre, me fecunda; esta tierra donde voy dejando mi piel, mi carne, mis huesos; esta tierra donde sucedo.
Siento el germen latir en mi centro. Mi pequeño tallo recién nacido abriéndose paso desde mí hacia la superficie. Mi pequeño tallo, frágil, que levantará su cuello como quien levanta la cabeza en busca del horizonte, o del mar, o de las cosas imposibles que pueden llegar a su orilla. Mi pequeño tallo que siente niebla por ti, profesor; que siente lluvia, que late en tus labios y en tus sienes. Mi tallo que alzará la vista desperezándose, levantando su sombrero, dejando que tú, profesor, me contemples una vez más. Pero ya no seré yo; o seré yo sin yo: una diminuta mata de maíz con la cara al sol, erguida en mitad de la milpa, cómplice de las yerbas. No habrá entonces heridas en mi piel. No habrá duelo. Sólo, quizá, un rumor de rasguños olvidados, un error embutido en el alma de las cosas, una colmena de ayeres. No habrá duelo porque en su lugar pondré una mariposa atardecida con tu nombre acuestas, profesor, envuelto en malvones, alambre de espinas y lo miel de tus ojos siempre subjetivos: o un manatí melancólico, en cautiverio, para que se haga cargo de nuestras lágrimas y de nuestro exilio.
Seré yerba,
mata de maíz, flora en la lengua de los animales. Lloveré agujas de granizo sobre esta tierra de velorios, sobre este polvo del destino, intentando meterme en tu memoria, mirarte por debajo de la ropa con mi olfato de felina, tocarte con los ojos de mi tallo, nombrar los puntos cardinales de tu vida y hacer un noviembre en cada arista como una santa milagrosa.
Entonces tú vendrás conmigo, profesor,
cobijado de besos, agitando las golondrinas de tu pelvis, recitando poemas de Vallejo. Vendrás con tus ojos que han escarbado en mi tiempo; te harás un hueco en este hueco, te enterrarás aquí, en este lago, en este paraíso ateo que cultivo entre mis piernas. Vendrás, coleccionista de versos, a curiosear en la bahía de mi ombligo donde se escucha el mar cuando acercas el oído
[mi ombligo de vid, de manzana; mi ombligo amado por ti amado por mi ombligo].
Esto será mi cuerpo, profesor: un crío del maíz, un pueblo entero, un momento de jaguares, llovizna, amontonadero de piedras, presagio de tus sueños, un hombre vaciado de momentos, un bicho misterioso que empuña la ceniza de tus huesos, un poeta triste recitando versos que hablarán de aves prehistóricas, una nube que se estira para que la leyenda de mi presencia se haga neblina y te metas todo tú: mi profesor de hispánicas; tú: ciego devoto; tú: piedra de cuarzo; tú: hilo que sutura mis heridas; tu: gota de tierra; voz.
Pero eso será después.
Ahora sólo soy una semilla puesta en este surco de tierra, lastimada, abriéndome. Desde mis heridas brota ya el musgo, la tierra me inunda. Porque estoy hundida en la tierra, profesor, enterrada en la tierra, bañada en tierra, respirando tierra. Un nagual me dejó aquí, navegando en esta carne de tierra que me pudre y me fecunda; esta tierra meridiana, impalpable, surgida de las montañas que bajaron a tocarnos la espalda aquel septiembre en que nos conocimos. Aquí estaré hasta después de las lluvias, cuando los aguaceros den sentido a mi sepultura y levante mi tallo en busca de la luz del sol, en busca del polen de las estrellas.
Pero eso será después. Ahora soy pura fertilidad, el ombligo del mundo, la punta de una espiral, una semilla, una mujer.
La noche tiene para nosotros un bochorno secreto lleno de cometas, profesor. Tiene un derrumbe y un violín huasteco en los brazos tristes de un soldado.
Lo sé.
Lo he visto.
En mis desmayos, en mis crisis, en los sueños posteriores a mis heridas lo he visto. Vi el delirio de los inmortales, y los ecos fulgurantes del amor, y los presagios fatigados de la ausencia, y las barrancas infinitas de la sierra, y las ballenas indivisibles que pastan en tu pensamiento, y las alondras azulosas de tus huellas, y la falsa gloria del falso cielo, y los gritos desaforados del deseo, y los colmillos de los tigres, y mi cuerpo consumido por la tierra. Supe entonces que aún no había terminado de nacer, que mi destino era la semilla, el maíz, la tierra de este pueblo limpio. Y aquí estoy, profesor,
esperándote,
haciéndote un huequito a mi costado.
Un huequito de tierra porque no soy más. Solo mi piel y mi centro. Un corazón latiendo y transformándose en una maraña de raíces que se estiran y escarban en esta tierra que yo elegí. No hay muerte aquí. Aquí sólo hay la humedad del monte, la niebla del monte, el ruido del monte. El monte.
Allá, en aquel lugar diferente a éste, están las cosas del mundo pero no está el mundo. Allá están las hojas de los árboles y el tiempo y los aguaceros y mis padres y mi novio y los trenes y las habitaciones de hotel y esa melodía y tú, profesor. Allá, en ese sitio diferente a éste estás tú, con tus besos y tus versos y tus culpas y tus miedos y tu brutal manera de mirar y de decir. Pero no yo. Yo estoy aquí. Soy una semilla de maíz olorosa a tierra, a pantano. Es este mi mundo ahora:
lodo.
No es pan, ni fruta, ni azúcar, ni música, ni esa melodía que vagamente rebota en alguna esquina de esto que soy.

Antes no era maíz. Un tiempo fui gruta, fragua de espadas, ráfaga incandescente abriendo la carne. Un tiempo fui galope, ácaro, piedra de río mojada, débil. También fui derrumbe y cal, colmena furiosa, perra en celo, cocodrila tibia; y una ramita de araucaria movida por el viento. Un tiempo fui pan, zumbido, pliego de amate, ladrona turbia, páramo, turbina de avión, herida bajo las uñas. También fui escarcha, medias rotas, poema leído con tu voz, profesor… y tu voz, profesor; un tiempo fui tu voz.
Pero ya no,
ahora, enterrada en la tierra de este pueblo limpio,
soy una semilla de maíz esperando la lluvia.

noviembre 11, 2009

vengo de un aletazo del monte
aztlán:
un accidente en la zurda de la cordillera
chícales
zopilote
palabra en llamas
salí de la yerba crecida en el pecho de este animal que soy
que he sido
jehuite devorando paredones
apoxcahuando la carne de los años

vengo del ruido de la lluvia rompiendo esperanzas
del divino tormento del refino y sus mentiras buenas
salí a mitad de una noche como a mitad de un suspiro
metidos en la cama dejé mis miedos
con sus tormentos
con el paso de sus pasos

huí porque vengo
vengo porque huí del hallazgo del primer hombre
y de la preñez de la única mujer.



octubre 24, 2009

Gotas.de.mercurio [8]

Todo se derrumbó allá afuera, Dorina.
Qué bueno que no estás en esta vigilia porque hace un momento toda la realidad se vino abajo. Sin remedio. Sin sentido. Lo único que permanece ahora es esta habitación con nosotros dentro, a salvo, aislados del mundo en ruinas, metidos en esta burbuja que orbita en torno a un sol que se demora, que se niega a calentar nuestros desesperados huesos. Si intentásemos salir moriríamos perdidos en la nada. Eso me lo enseñaste tú, ¿recuerdas? Hace meses. Aquel día en que nos colamos clandestinamente a tu habitación y después de muchas horas de besos quise salir a darle la cara al mundo. «No salgas, profesor», dijiste, «mientras hacíamos el amor el mundo se fue al carajo y, ahora, allá afuera no hay nada».
Detuve mis pasos.
Hice caso a tus manos que ya me tocaban las piernas, la base de la espalda; ya me guiaban a tu costado tibio. Me tiré a tu lado y me dejé envolver por tu cuerpo montoncito de tierra caliente. Me dejé ahí, como quien deja un pan sobre la mesa:
adentro de tu habitación había mantras, símbolos, frases que te daban identidad escritas en las paredes, libros y una hoja de álamo pendiente de una ramita donde se leía:
La forma y el color de mi corazón;
afuera de tu habitación el desierto y el destierro. La oquedad. La ira de un dios falso, falsificado por la fe de los hombres;
adentro de tu habitación había tu piel, tus cicatrices, los poemas de Vallejo esperando ser leídos, ser nombrados, ser creados, ser inflados con fonemas hasta darles cuerpo;
afuera de tu habitación el delirio, la ciudad ardiendo, el olfato de los lobos en busca de nuestra sangre, la maldición de las nubes negras;
adentro todo tu significado, las palabras que el tiempo ha escrito sobre tu piel y que sólo yo he sabido leer;
afuera la devastación, las leyes de los hombres que no han aprendido a bien.morir;
adentro tus orgasmos, uno a uno, tenuemente, uno a uno, levemente, uno a uno, nubemente;
afuera el frío, la ausencia;
adentro tú
y tu cabello negro, largo, enmarañado a la almohada, a las sábanas, a mis dedos, al espejo del baño, a mis besos, al cristal de la ventana, a mi pupila cautiva; tu cabello tocando cada palabra pronunciada por nosotros; tu cabello enredándose a mis latidos, a mi pasado, al recuerdo del río donde mojaste tus pies de tierra y te echaste a reír debajo de aquel sol pahuateco. «Ven», me pediste aquella ocasión desde tu pequeña piedra.isla [la ropa mojada, la voz mojada].
Fui,
como he ido siempre que me dices ven.
Elisa miau nos miraba desde el puente colgante, nos tomaba fotos, nos decía en voz alta cosas simples. Elisa miau jugaba con su mote y gritaba: «miau, miau», cuando nos besábamos, cuando nos abrazábamos, cuando recogíamos piedritas del fondo de las pequeñas pozas, cuando nos quitábamos el pelo de la cara, cuando jugábamos a salpicarnos con el agua limpia del río limpio de aquel pueblo limpio.
Aún conservo una de aquellas fotos, Dorina. Debes saberlo. Aún tengo tu tristeza impresa en papel, tus ojos inalcanzables, tu cabello selvático, las pequeñas gotas de agua rociando tus hombros, aquel anillo de plata adornando tu dedo.corazón. Elisa miau me regaló la fotografía días después del viaje. «Le haces bien, profesor», me dijo, «mira como sonríe».
Era verdad: brillabas.
En la foto me mirabas como si estuvieras mirando al mar. Sonreías como si estuvieras presenciando algo bello y perenne: el alba, el viento moviendo las hojas de un libro. Llevabas el pantalón remangado hasta las rodillas y hundías tus pies en la pequeña poza, sentada [o puesta ahí], en tu pequeña isla.piedra. Yo, delante de ti, limpiaba tu rostro con las yemas de mis dedos. Dentro de la fotografía yo era feliz; fuera de ella, entonces, también; ahora, no. Ahora la realidad está hecha una inmensa bola de mierda a punto de pasar sobre nosotros. Por eso no debemos salir de esta habitación, Dorina, porque igual que aquella vez en tu cuarto, la realidad se está cayendo a pedazos.
Lo comprobé hace un momento, cuando intenté salir de este: nuestro refugio bueno. Pretendía ir al coche en busca de la foto. La tengo ahí, en la guantera, metida en la funda de los documentos del coche. ¿Lo sabes? ¿Incluso desde tu mundo onírico eres capaz de recordar que tú ahí la guardaste? La contemplaste entre tus manos, abriste la guantera y la acomodaste en la funda de mica para que puedas verme cuando te de la gana, profesor; para que no te olvides tan rápido de mí.
Esa foto fue una de las causas por las que continúe con esta historia, Dorina, porque debes saber que hace algún tiempo intenté soltarte, o mejor, soltarme de ti. Lo intenté como se intentan las cosas trascendentales, es decir, con ardor, con todo el espinazo. Lo intenté a partir de aquella madrugada cuando te encontré tirada en la escalera de tu edificio: ahogada en llanto y marihuana, abandonada, turbia, pasada por alcohol, el cúter en una mano, la herida en la otra. Al día siguiente al salir del hospital llamé a tu padre y una vez más recargó toda su cólera, su culpa, su miedo en usted estúpido profesor abusivo; usted que si tuviera en mis manos un arma ya no existiría; usted abusador, seductor, pedófilo; usted viejo.verde; porque antes de usted no se había hecho tanto daño, antes de usted las heridas eran más superficiales, antes de usted no tenía esa tendencia a llorar mientras llovía, antes de usted no leía cosas tan tristes, antes de usted no escribía cosas tan grises, antes de usted cantaba canciones bajitas, pequeñas, infantiles, mi niña, mi hija, mi astilla. Y yo sin saber qué decir. Cómo. Desde qué sitio. Con qué palabras.
Decidí largarme, Dorina.
Huir.
Poner distancia entre la ira de tu padre y mi humanidad; entre tus cicatrices y mis ganas de salvarte. Decidí alejarme, Dorina, pese a que tu ausencia significaría mi desolación, mi caída. Porque un hombre es incapaz de soportar el duelo de otro hombre; porque un hombre no puede contener el miedo de otro hombre, porque un hombre no es más que un hombre, porque yo sólo soy yo. Pero sobre todo, decidí largarme porque comprendí que si no iba a ser capaz de salvarte, te destruiría.
Me detuvo Elisa miau; o más precisamente, tu fotografía; o mejor aún, la forma en que ahí, en la foto, me mirabas. Dentro de ese hilo de luz que se tendía como telaraña entre tus ojos y los míos hallé una esperanza, una pulsión, un síntoma de vida, una rendija por donde entraban cielos limpios y el vuelo de las aves, los poemas de Vallejo, el aleteo de las mariposas, la niebla con sus pisadas de gata, la amistad de Elisa miau, el piano de Schubert, las palabras que he puesto en tu pupilas, la tierra de Pahuatlán, tu hambre de libros. Por eso volví. Por eso he vuelto siempre. Porque cada vez que intento alejarme,
vuelo,
siempre,
irremediablemente,
a ti,
a tu centro.
Invariablemente vuelvo, Dorina. Oscilo entorno a ti. Atado a ti. Centrifugando en ti. Orbitando en ti. Soy satelital a ti. Muchas veces he intentado largarme, dejar de herirte, dejar de salvarte, pero vuelvo, regreso, giro, rectifico, retorno a ti. Muchas veces, muchas veces, muchas veces, Dorina. Incluso hace unos minutos [¿Lo sabías? ¿Fuiste capaz de percibir mis intensiones?], cuando dije que iba al coche por la fotografía que tengo en la guantera, clandestinamente pretendía largarme, salir de aquí y no volver. Dejarte sola en tu mundo de sueños. Cambiar de facultad de universidad de ciudad de país de continente de hemisferio de planeta. Cambiar de especie. Romper todo vínculo. Dejar de ser yo. Pero no lo conseguí, Dorina, porque afuera el mundo está roto, despojado de sentido, hecho una mierda. Así que en esta realidad únicamente quedamos tú y yo, más solos juntos que separados.
Porque allá fuera el mundo está muerto
y ha comenzado a pudrirse.

octubre 23, 2009

DISERTACIONES SOBRE LOS GLOBOS AEROSTÁTICOS DE PAPEL DE CHINA.
III] En su centro, los globos aerostáticos acunan al crepúsculo y al alba. Están emparentados con la noche, pero no con su nocturnidad.



octubre 21, 2009

DISERTACIONES SOBRE LOS GLOBOS AEROSTÁTICOS DE PAPEL DE CHINA.
II] Los globos aerostáticos son femeninos: la lumbre que llevan dentro crea su liviandad, su levedad, su ingravidez.



octubre 20, 2009

DISERTACIONES SOBRE LOS GLOBOS AEROSTÁTICOS DE PAPEL DE CHINA:
I] Los globos aerostáticos son superiores a los hombres,
porque vuelan.



octubre 08, 2009

gotas.de.mercurio [7]

Hace un momento sonó tu teléfono celular y no supe qué hacer, Dorina. Súbitamente una ráfaga de miedo se coló en mí junto con la cancioncita que elegiste como tono de llamada. Busqué apresuradamente el aparato sobre el buró y oprimí botones al azar con mis dedos temblorosos hasta silenciarlo. Quería evitar que aquella cancioncita dulzona te expulsara del sueño justo donde ahora habitas. Con el teléfono en las manos caminé hacia ti, te vi sentir en el cuerpo el peso de la realidad, la certeza de la vigilia. Quise arrullarte, Dorina; recogerte en mis brazos y cantarte canciones que hablaran de soles y de cielos y de vuelos y de vientos. Puse una caricia en tus gestos y te cobijé otra vez,
como un padre arrepentido,
como un amante,
como un jaguar.
Nuevamente algo dijiste desde aquella realidad que es tu sueño y otra vez las palabras aquí terminaron siendo piedritas rodando por el borde de tus labios. Intenté recogerlas con mis labios mientras te besaba. Intenté probarlas, saberlas ciertas, conocer al menos su textura para tener una idea de las cosas con las que construyes tu inconciente. Sin embargo mi beso te llevó una vez más al centro del sueño y yo volví con el teléfono en la mano a mi silla de centinela.
Entre las manchas de sangre reseca vi la pantalla y leí el nombre de quien llamó: elisa miau
tu mejor amiga, tu compañera de mentiras y de oquedades, tu cómplice buena, tu tendedero de ropa sucia, tu secuaz felina, cauta, fiel. La única persona que sabe que entre tú y yo hay un puente ardiendo que une, que no cae, que quema, que no se derrumba. La única persona a quien hemos mostrado nuestra relación sin complejos, sin tapujos, simples y llanos como niños jugando en un río, como papalotes sostenidos por el viento.
«Elisa miau», dijo el día en que me la presentaste y ya sonreía; y tú, Dorina, sonreías diferente a su lado, más ligera, más sin miedo. Habíamos quedado de ir a un pueblo cerca de la ciudad, un pueblo que no es tuyo pero que lo hiciste tuyo en la medida en que te fuiste entregando a él. Un pueblo limpio donde el aire es limpio y los tejados son limpios y las lápidas de las tumbas del cementerio son limpias también; limpiadas por el peso leve de la niebla de noviembre, el viento de febrero, el sol de abril, la lluvia de junio.
Ahí no te hiciste daño,
tus heridas son de acero, de asfalto. Tus heridas están emparentadas con los puentes peatonales, con el filo de las azoteas; y en Pahuatlán lo que abunda son los sones huastecos, las araucarias, el griterío de las urracas a las seis de la tarde.
Ahí fuiste feliz,
ahí se confunden tus gestos con el olor de la tierra, se mezclan tus palabras con el sabor de las guayabas y tus pasos seden a las hojas de los álamos.
Elisa miau venía sola, dispuesta solamente a hacerte compañía, dedicada a ti, como yo, como toda la geografía de ese pueblo tuyo que no es tuyo y que acomodó sus aires al rimo de tu respiración. Vagamos perezosos por sus calles sintiendo la tierra debajo de nuestros pies; la tierra latente, viva; la tierra húmeda que soltaba sus vahos disfrazando las veredas de estelas nebulosas; la tierra de la que hablaste con soltura y profundidad como si estuvieras hablando de tu madre, como si siglos atrás hubieses sido subterránea y una gota de agua te hubiese hecho levantar los brazos hasta la superficie, estirar las manos en busca del sol, atravesar la cortina de tierra húmeda y, de este lado, en vez de que brotasen tus dedos, hubiera brotado el germen frágil, vivo, nuevo, de una semilla de maíz. La tierra que aquella vez elegiste como tumba porque aquí has de enterrarme, profesor; aquí has de traerme y estos álamos se han de nutrir con mi cuerpo; porque de aquí soy, profesor, de aquí es esta piel que ahora acaricio entre las sábanas de este hotel donde estamos escondidos, Dorina, tú y yo, solos, arrepentidos.
«No sólo tú, Dorina», te dije aquella vez mientras caminábamos por las veredas de Pahuatlán, «yo también soy de esta tierra», y detuviste el cielo deteniendo tus pasos, y giraste las montañas girando el cuerpo hacia mí y pusiste tus palabras en mi oído: «no sólo nosotros, profesor. Todo lo que hay en el mundo nació en esta tierra», y los álamos del monte dejaron caer sus hojas como consecuencia de tus palabras terrosas, llenas de tierra, enterradas como tú hace siglos.
De eso también me enamoré, Dorina, de la textura de tu voz cuando en clase me acercaba a tu butaca con cualquier pretexto y te obligaba a hablar, a decir alguna cosa: la hora, la fecha, algo relacionado con el tema de clase.
Tú lo intuiste.
Tú lo supiste.
Te percataste de la necesidad de dejarme estar en el timbre terroso de tu voz, porque, días después, la respuesta no vino de tu boca sino de tus palmas. Tomaste mi mano y dejaste un papelito entre mis dedos. Leí en silencio tu mensaje y descubrí un verso de Vallejo:
Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra.
Quedé mudo.

Ahora, aquí, debajo de este cielo ateo y entre esta lluvia que no cesa, tampoco hablo. No hay oídos donde mis palabras cobren sentido. Tú duermes tranquila, como si no debieras nada, como si todos los besos que me has dado fueran justos. Ya no sangras. Ya sólo respiras y duermes y sueñas con libros o con mis poemas que no pronuncias por miedo a que las palabras acaben. Y yo te miro dormir y miro la lluvia y miro las luces de los coches de la autopista que abren la noche, rasgan la noche, parten la noche que se vuelve a cerrar inexorable detrás de ellos. Y dentro de la noche estoy yo,
más solo que tú,
porque tú en tu sueño te acompañas. Yo, sin embargo, me conformo con acariciar tus cicatrices, las hermosas plantas de tus pies de tierra, el borde de tus labios rociado con trocitos de palabras.

Aún la noche está completa, Dorina.
La madrugada todavía no se presiente.
Cierro los ojos y el mundo deja de ser borroso para ser oscuro.

septiembre 14, 2009

gotas.de.mercurio [6]

Desde esta ventana puedo ver las luces de la autopista. Creo que ya te lo había dicho, Dorina. ¿Verdad? El caso es que estas luces me hacen recordar otras, como las de la torre Latinoamericana que vimos aquel día, desde la azotea de tu departamento.
¿Recuerdas?
Antes habíamos comido juntos en la cafetería de la Universidad, habíamos fumado marihuana en el Espacio Escultórico y te había acercado a casa después de acercarlo a él; porque íbamos los tres: tú, yo y él. Debo decirte que nunca pensé que podría traicionarlo tan sinceramente, tan sin tiempo entre los besos de ustedes y los besos nuestros. Lo digo porque cuando se despidió de ti los vi besarse, a ambos, tú a él y él a ti, con talento, con apetencia. Los vi ir uno hacia el otro y el otro hacia el uno y me sentí un apéndice, una añadidura. Intenté largarme, Dorina, te consta. Intenté dejarlos en solos, llevarlos a tu departamento o a su casa o, incluso, pagarles un hotel para que pudieran seguirse diciendo cosas sucias al oído sin la necesidad de estar soportando a este hombre enmarihuanado que hablaba de Valente y de Pizarnik y de lo hermoso que es la pelvis de las mujeres nacidas en virgo. Pero se opusieron ambos: tú dijiste que era más grande el cansancio que las ganas y él dijo que tenía visitas. Yo me puse triste, porque siempre es triste una renuncia, porque me hubiera hecho feliz dejarlos desnudos, fumados y solos sobre una cama. Así que nos fuimos, dejamos abandonadas las esculturas, nos olvidamos de los matorrales, de la piedra, de la luz de la tarde que se había echado al lado nuestro como una bestia mansa.
«Dejamos primero a él», rompiste nuestro mundo mudo con esas palabras cuando estábamos ya en las avenidas de esta ciudad de cables y antenas. Nadie protestó. Los tres buscábamos lo mismo calladamente, ocultamente, tapadamente. Tú: estar a mi lado sin él. Él: dejarnos solos, ponernos a prueba. Yo: tenerte, hacer circulitos con la yema de mis dedos al rededor de tus pezones. Cada uno sabía qué pensaban los otros pero suponíamos que ninguno iba a ser capaz de nada. Suponíamos que a ti no te iba a vencer el deseo, que él no nos iba a poner a prueba, y que yo no iba a ser capaz de ponerte un dedo encima: tú eras mi alumna; él era mi alumno; yo era su profesor.
Fallamos, Dorina.
Fallamos los tres.
Ya que una vez estando frente a tu casa, todavía con la humedad de sus besos en tus labios, te besé. Y no hubo entonces más razón que la que tú me diste, Dorina; pese al remordimiento, al desasosiego; pese al aprecio que siento por él. Uno sólo de tus besos bastó para sentar al mundo sobre una bomba de napalm y poner en mis manos el detonador. No lo dudé ni un segundo: busqué tus hombros por debajo de la blusa, guié a tus labios hacia mi ombligo.

Las noches en tu azotea fueron siempre abyectas, siempre barnizadas con el alevoso olor de la apostasía. Más ¿qué le vamos a hacer?, las cicatrices de tus muñecas no nos dejan otro remedio; tu sangre no nos deja otra salida. Aquel día sabíamos que así sería y así ha sido: sin engaños para nadie, sin trucos, sin dobles fondos.
La verdad desnuda es esta mentira:
esta habitación de hotel con el número 309 en la puerta; esta nocturnidad de lluvia terca, animal; esta autopista que nunca duerme; este humo tan parecido a mis ojos; esta contemplación de la fragilidad de tu cuerpo; esta noche soterrada en algo ínfimo; este ir y venir de pensamientos encontrados, atrapados, ateridos, yertos, frígidos, asidos unos a otros como nido de serpientes recién nacidas.
La verdad desnuda es esta mentira:
este presentimiento de que tu familia está a punto de irrumpir por la puerta; estos sorbos de leche que bebo desde el cartón; estos poemas de Vallejo que me hunden, me hunden, me hunden; estas ganas de salvarte, de curarte, de protegerte, de sanarte, de limpiarte, Dorina, alumna mía, hija mía, amada mía, puta mía; estos minutos que se amontonan en los rincones de la habitación como si fueran piedras; estos labios que de vez en vez buscan tus párpados y tus cicatrices; esta sensación de que cuando el sol levante el tallo de las cosas, tú y yo, vamos a desmoronarnos como ceniza.

septiembre 01, 2009

gotas.de.mercurio [5]

309
Este es el número de la habitación que nos asignaron, Dorina. Tú no lo sabes porque ahora duermes y antes no tenías el cuerpo como para fijarte en cosas tan sin sentido. Yo sí: 309. Lo sé porque es la misma que aparece en uno de mis poemas. ¿Lo recuerdas? ¿Lo sueñas ahora en tu sueño? ¿Serás capaz de escucharme, de entenderme allá, de ese otro lado de la vida?
Nada más salir el camarero, me dio por leerte y entonces fue cuando lo noté [no había caído en cuenta hasta entonces]. Tomé el par de libros que compramos, mis poemas embarrados con tu sangre y te leí desde esta vigilia, desde esta borrosa realidad. Y al nombrar la 309 en uno de mis textos quise saber si la sincronicidad de Jung había tocado nuestro destino. Me levanté, fui a la puerta y la abrí. Antes de ver el número eché un vistazo a ambos lados, la luz del techo iluminaba el pasillo cada pocos metros y se perdía en perspectiva, al fondo. Me sentí aislado, Dorina, infinitamente pequeño. Volteé la mirada seguro de ver lo que vi y no pude evitar poner mis dedos sobre los números en relieve. Toqué como un ciego el tres, el cero, el nueve. Bajé la mirada a mis pies descalzos y los encontré borrosos como el mundo, como es ahora el mundo desde que llegamos aquí. Mis pies ligeramente abiertos por las puntas, las plantas firmes sobre la alfombra azul, áspera, olorosa, con una quemadura de cigarro entre mis talones. Y recordé las golondrinas de esta tarde, luego el piano de Schubert, luego tú acurrucada en el asiento del copiloto leyéndome poemas y fumando, luego los meses que llevamos de conocernos, el día en que viniste a mi clase por vez primera, tus continuas ausencias, tu manera de mordisquear el lápiz en los exámenes, la cicatriz que descubrí en tu muñeca al acercarme a la butaca para entregarte la nota de tu ensayo sobre Vallejo. «Un accidente, profesor», dijiste aquella vez y escondiste la herida. «Cierto», agregué, «en la vida Vallejo es un accidente». Y me miraste, Dorina [¿lo recuerdas?, ¿lo sueñas?], pusiste tus pupilas en las mías y leíste las palabras que este corazón más viejo que el tuyo había escrito en ellas y en las nubes que rodeaban tu cielo, y en las huellas de tus ojos tristes; comprendiste los símbolos que este corazón más viejo que el tuyo había tatuado a fuego en mis pupilas como un estigma luminoso donde también te encontrabas tú. A partir de entonces releí a Vallejo buscándote, tristemente, llovidamente. Ahora duermes en esta habitación de hotel, desnuda, herida y sola porque en tu sueño no puedo hacerte compañía. Y yo te veo y fumo; a ratos me acerco a besar tus palmas y tus parpados; a ratos te leo poemas míos o de los libros que compramos esta tarde a media fuga, cuando después de llenar el tanque de gasolina y comprar leche, pan y tabaco te empecinaste como una hiena en pasar a una librería a comprar a Vallejo o me tiro del puto coche, profesor, y sabes que no miento, sabes que soy capaz, sabes que necesito la voz de Vallejo, la tristeza de Vallejo, la lluvia de Vallejo para seguir existiendo, para seguir siendo naturaleza. Y yo mirando la carretera que se abría frente a nosotros, las fondas de pie de la autopista, los cables de luz que acompañan en paralelo a la carretera. Volvimos, Dorina; por supuesto que volvimos por tu libro de Vallejo y otro de Pessoa que aproveché para comprar y hacer que me leyeras en el coche, horas después de haber detenido tu hemorragia con mis textos, horas después de ver las golondrinas tachando el cielo, metidos ya en la lluvia que nos ha perseguido desde entonces. Bajamos el volumen al piano de Schubert y tu voz se encargó de empañar el cristal de las ventanas. Leíste a Vallejo a Pessoa y a mí, con un tono leve y acuático que me hizo pensar en que eras piscis, o hija de piscis. Y yo, maldito géminis, te escuché hondamente y contuve mis besos para más adelante, cuando estuvieras más tranquila.
De pie en el umbral de la puerta, después de haber sentido con las yemas el número de la habitación, mirando mis pies descalzos y borrosos y la quemadura de cigarro en la alfombra, volví al cuarto inundado con tus suspiros.
Cerré la puerta.

agosto 17, 2009

gotas.de.mercurio [4]

Hace un rato tocaron la puerta de la habitación y por mi cuerpo atravesó como una espada tu pareja. Cada golpecito amplificado en mi pecho con el rostro de él, compañero tuyo en la universidad, también mi alumno. Él, de quién conozco apenas nada salvo que ama a la mujer que amo. Él, muchacho sonriente que cuida más de ti que de él. Cada golpecito en la puerta su nombre cuando lo nombro en clase y atiende a mis palabras e intenta comprender. Cada golpecito en la puerta su rostro y los besos de tus labios destinados a él y atrapados alevosamente por mí. Él y su guitarra, sus notas bajas en hispánicas, su necesidad de hacer poesía. Cada golpecito en la puerta sus palabras [aquella tarde después de clase] pidiéndome ayuda para ayudarte, para salvarte, para rescatarte, para dar la vida por ella si fuese necesario, profesor; porque la amo, ¿sabe?; porque se ha convertido en el cielo bajito de donde tomo el alimento. Y yo mirándolo a través de mis gafas; compadeciéndolo; sabiendo que tú piel ya había estado en mi piel y que tus miedos eran sempiternos, antiguos y más fuertes que él. Cada golpecito en la puerta sus canciones que escuché muchas tardes en los prados de la universidad: colmados de marihuana, tu cabeza en sus piernas, tus brazos rodeando su cuerpo, tus ojos en mis ojos cuando pasaba rumbo al estacionamiento. Cada golpecito en la puerta de esta habitación de hotel donde hace unas horas entramos prófugos, Dorina, eran el rostro de él, tan joven, tan valiente, tan con ganas.
No abrí.
Simplemente me quedé observando la puerta blanca, recortada por un marco de madera color café, en el centro un letrero enmarcado y protegido con un cristal donde se detallaba la normativa del hotel. Me acerqué y con el mundo borroso leí los teléfonos de servicio: 01 recepción, 02 urgencias, 03 Room Service; luego las normas: 1.- Las habitaciones se entregan a las 12:00 sin excepción 2.- No se permite recibir visitas, 3.- La toallas, el papel higiénico y el control remoto de la televisión son propiedad del hotel, 4.- Prohibido el uso de sustancias, 5.- No fumar. Y yo fumaba, Dorina, y mientras fumaba volvieron a tocar la puerta. Vino entonces su recuerdo nuevamente, sus canciones como espadas, su pelo largo, sus ojos caídos de marihuana; pero esta vez acompañado de tus padres a quienes no conozco, enfurecidos y dispuestos a descargar su ira sobre mis huesos de profesor seductor de alumnas inocentes, lastimadas; tus padres y sus gritos y sus llantos. Y mi hija, dos años menor que tú, muchos siglos por detrás, lastimada de otra forma, parricida espetando mi conducta, apelando a la ética, tachándome de desvergonzado, aprovechado, ventajoso, cobarde. Mi hija consternada tocando la puerta de esta habitación de hotel donde estamos escondidos tú y yo, Dorina. Tus padres iracundos tocando la puerta de esta habitación de hotel donde estamos escondidos tú y yo, Dorina. Tu novio destrozado tocando la puerta de esta habitación de hotel donde estamos escondidos tú y yo, Dorina.
Acerqué el oído a la puerta.
―¿Quién es?
«Las toallas, caballero», respondieron desde el otro lado.
Era cierto. Cuando llegamos no había y tuviste que secarte con una sábana. Entramos silenciosos, silenciados por nuestra conducta o por la noche tan espesa o por las tristes notas de Schubert que aún resonaban en nuestros cráneos. Tiré las llaves del coche sobre el tocador, evité mirarme al espejo [cruzarme conmigo, ponerme delante de mí, decirme la verdad] y me tiré a la cama boca arriba. Me zafé los zapatos y los calcetines, me quité las gafas y el mundo fue borroso desde entonces. Tú no hiciste otra cosa que aventar la bolsa de víveres y correr al baño intentando vomitar, intentando llorar, intentando olvidar. Poco después, escuché la regadera e imaginé el agua resbalando por tus heridas. Quise aliviarte, quise curarte, quise ser el agua y lavarte. Busqué una toalla y no encontré, así que tomé una sábana y te envolví como a una hija.
―¿Quieres un vaso de leche? ―te dije al oído.
―Dormir ―dijiste tú y casi tuve que llevarte cargando a la cama donde ahora duermes y respiras y callas y quizá sueñas con cosas limpias o con los versos de mis poemas o con el olor a libros de mi biblioteca o con cualquier otra de esas cosas que te fascinan, te alteran, te hacen vibrar.
El camarero dejó las toallas y al salir te miró sin ninguna discreción. Así son los camareros del sur: miran y ya; sin dar explicaciones de nada; sin pedir permiso a nadie. Desde el umbral me sonrió con complicidad como diciendo: Si necesitas algo [lo que sea] dímelo, hermano, colega, padrino, cuñado, camarada, brother, valedor, ñero, carnalito. Su rostro era borroso porque borroso es el mundo desde que llegué aquí. El mundo desde mis ojos. Mi mundo.
Cerré la puerta.
Ahora duermes y yo quisiera dormir contigo pero me resulta imposible. Lo único que puedo hacer es ver como los minutos se amontonan en los rincones de esta habitación de hotel.
No pasan.
Se asientan.
Se aquietan.
Se quedan ahí y yo los veo llenos de segundos borrosos,
porque borroso es el mundo desde que llegamos aquí.

agosto 02, 2009

gotas.de.mercurio [3]

Nunca te había visto tan vulnerable, Dorina; tan triste, tan como niña, sola, temerosa. Entre las sábanas te veo así: quebradiza y enferma, herida.
Esta tarde, cuando subiste al coche sangrando de la muñeca, cuando vi tus temblorosos dedos teñidos, tus labios apretados entre los dientes, tus parpados subiendo y bajando rápidamente tratando de detener las lágrimas, las palabras llenas de llanto, ininteligibles, que se escabulleron de tu boca y salieron veloces por la ventana del coche sin que yo pudiera escucharlas, tu mano derecha oprimiendo la muñeca izquierda, tu cuerpo contraído sobre el asiento del copiloto, mi pie hundido en el acelerador, el golpazo de la puerta, los hilos se sangre que se colaban entre los dedos de tus manos; esta tarde, Dorina, cuando te retorcías de miedo dentro del coche, cuando el cielo se ponía ambarino y las nubes comenzaban a estropear su color, cuando levantaste la mirada y a través del parabrisas viste un grupo de golondrinas tachando el cielo, el cielo nuestro, el cielo sin dios que nos tocó por techo; esta tarde, Dorina, cuando buscaste en el asiento trasero algo con qué detener la hemorragia y lo único que encontraste fueron las hojas del manuscrito que llevaba a la editorial y sin pedir permiso a nadie agarraste un puño de folios y los apretaste contra tu muñeca herida; esta tarde, Dorina, cuando de tu boca salían hilitos de baba, maldiciones, relámpagos, gotitas de saliva y muchos te quiero, muchos no me dejes, muchos perdóname profesor, perdóname; esta tarde cuando vi como mi manuscrito se teñía con tu sangre, mis poemas se teñían con tu sangre, mis palabras se teñían con tu sangre y dije [o pensé]: «Se está mezclando tu sangre con mi sangre»; esta tarde, Dorina, cuando con mis poemas intentabas sanar tu herida y estiraste ambas manos [una sujetando la muñeca de la otra], y encendiste el estero del coche y el piano de Schubert comenzó a hacernos compañía en nuestro viaje de fugitivos, nuestro viaje de arrepentidos, nuestro viaje de escapados, huidos, ácratas; esta tarde, Dorina, cuando ya con Schubert sonando te recostaste en el asiento y [mientras yo me saltaba los semáforos en rojo, mientras yo tomaba calles en sentido contrario, mientras yo conducía y te miraba por el rabillo del ojo, mientras yo huía junto, con, para y por ti, mientras yo veía mis poemas tiñéndose con tu sangre, mientras yo trataba de dar coherencia a tus ruidos y a tus gemidos y a los pedazos de palabras que escupías, mientras yo deseaba beber hasta la última gota de tu sangre], te pusiste a hablarme de cosas…,
cosas como el vuelo de las golondrinas que recién habías visto en nuestro cielo desprovisto de dios, cosas como algunas palabras de mis poemas que lograbas leer sobre las hojas que cubrían tu muñeca, cosas como tu necesidad de encender un cigarrillo; esta tarde, Dorina, cuando te pregunté: ¿Te duele?, y tú, como si la herida en tu muñeca fuera una cosa como cualquier otra, como si el piano de Schubert no sirviera de consuelo, como si el cigarrillo en tus labios te hiciera cada vez más semejante al humo, como si te gustara teñir mis poemas con tu sangre, respondiste: «Lo que más me duele es tu futuro».
―Nuestro futuro, Dorina.
―No. Mi futuro no me duele. Me duele el tuyo.
Y dejaste de mirarme para mirar el cielo ahora gris y sin golondrinas, y dejaste de escucharme para escuchar a Schubert, y dejaste de sentirme para sentir tu herida tiñendo de rojo mis poemas.

julio 17, 2009

gotas.de.mercurio [2]

Aunque han pasado muchas horas aún es jueves.
Afuera sigue lloviendo.
La diferencia es que ahora llueve debajo de la noche. La noche espesa, rota apenas por la luz del estacionamiento del hotel y por los faros de los coches que a lo lejos pasan veloces por la autopista. Hace un momento meneaste tu cuerpo desnudo buscando las sábanas. Me acerqué y al cobijarte tuve la sensación de estar cobijando una niña, una hija. Quizá fue tu gesto apacible o quizá tus cicatrices, lo cierto es que te besé diferente. Susurraste algo allá, en tu sueño infante, pero la frase no logró atravesar la barrera de la vigilia y de este lado llegaron sólo pedacitos de palabras que se desmoronaron en el borde de tus labios.
Sentado aún delante de la ventana te veo a ratos y a ratos me pierdo en las luces de los coches de la autopista. Sigue lloviendo y tú sigues placida metida ahora debajo de las sábanas olorosas a hotel.
Miró tus cicatrices y miro la noche mojada.
Miro tu muñeca lastimada y miro los faros de los coches.
Miro tus labios [a veces tan de niña, a veces tan de puta] y miro desaparecer el humo de mi cigarro.
Nadie sabe más de ti que yo, Dorina. Nadie sabe de los laberintos donde has perdido el sosiego. Nadie sabe que tus huesos esconden ayeres que te persiguen como persigue el remordimiento.
Yo lo sé.
A medias pero lo sé.
O más bien lo intuyo, porque desde que te conozco he ido uniendo hebritas de información hasta construir una madeja más o menos coherente. Sé, por ejemplo, que desde niña has tenido esa tendencia a hacerte daño. Primero los arañazos, luego los golpes y las agujas hasta llegar, como ayer, al filo de las hojas de navaja. Casi puedo verte aún corriendo hacia mí: la falda arriba de las rodillas, la blusa de tirantes, el pelo enmarañado, la cajetilla de Camel ensangrentada en la mano izquierda, el celular en la derecha. Y tus ojos vivos, abiertos, llorando.

julio 06, 2009

gotas.de.mercurio [1]

Llueve. Es jueves y llueve.
Noviembre se vino encima del mundo con toda su nostalgia. Allá afuera la autopista mojada refleja tímidamente los últimos suspiros de luz vespertina. Va cayendo la noche sobre nosotros como un presentimiento negro y bello; como el ala de un cuervo inmenso. Una pequeña parvada de palomas se acurruca sobre los cables que flanquean la carretera y tachan el cielo oscurecido. El cielo sin dios. Y debajo de este cielo nosotros, siempre mansos, siempre arrepentidos.
No es una lluvia torrencial la que cae; es, más bien, una llovizna fina y persistente que termina por meter sus dedos en los rincones más íntimos de nosotros.
Tú duermes.
Descansas metida en la cama de este hotel donde las horas, la carretera y la lluvia nos hicieron buscar refugio. Derrumbado entre las sábanas tu cuerpo se presiente liviano, completamente diferente al de hace unas horas, cuando sentada en el asiento del copiloto ibas encendiendo un cigarrillo con la colilla de otro, y otro, y otro. «No me gusta esta lluvia», dijiste mirando como los limpiaparabrisas abrían un hueco por donde metíamos la mirada para descubrir la carretera. Sonaba Schubert y su piano se mezclaba con el infinito humo de tu boca. «A mí sí», comenté buscándote con el rabillo del ojo. Hacía frío. Ibas envuelta en una manta que sólo dejaba fuera una de tus manos donde ardía eternamente el cigarro. Sentí girar tu cabeza y buscar con tus ojos mis ojos: «Lo que digo es que no me gusta esta lluvia. No la lluvia en general, sino ésta; precisamente ÉSTA». Mi ángulo de visión alcanzaba a dibujar tus rodillas envueltas en la manta, tus pies desnudos buscando cobijo en los rincones.
Estabas descalza.
Horas antes, cuando pasé por ti, no te dio tiempo de ponerte los zapatos, ni de echarte encima la chamarra, ni de buscar el bolso. Saliste corriendo y lo único que pudiste hacer fue tomar el teléfono celular y la cajetilla de Camel. A través de la ventana del coche te vi correr hacia mí: la falda arriba de las rodillas, la blusa de tirantes, el pelo enmarañado, el celular en una mano, los Camel en la otra.
Y partimos.
Prófugos,
temerosos y, ya, desde mucho tiempo atrás, arrepentidos.
«Todas las lluvias son bonitas», dije yo sinceramente. Tú, silenciaste el cassette con el piano de Schubert y replicaste con esa contundencia que había empezado a conocer y que daba a tu voz un matiz escalofriante y agudo:
«Ésta no».

junio 21, 2009

pacto entre salamandras y dragones

todas las noches tomo una larva y rezo por ti ante la virgen de la entraña,
ante la salvadora de la pelvis
y ante el armiño convertido en jaguar por las gotas de nocturno

todas las noches, salamandra que caminó por mis bronquios, lloro los recuerdos de cuando compartimos el dolor de los buenos.tiempos
cuando tu voz era tan tiempo y mi vicio la tortura
cuando en el sótano de casa había una loca atada al mástil de los barcos que intentaban cruzar el océano aguantando la respiración


nuestra casita de aves de rapiña, llena, entonces, de venganza, tragos y polvaredas donde muchos hombres mataron golondrinas
y muchas mujeres derramaron lágrimas vivas tendientes a la permanente caricia de mis piernas nocturnas
para luego, con la luz del día, huir a otra mentira embadurnando mi corazón en el asfalto de la calle donde vivimos:
nuestra casita de aves de rapiña
con sus girasoles negros
sus poemas
sus histerias y el llanto nuestro de cada día

«el siete es mi número de suerte», dijiste frente al símbolo que colgaba en la puerta de nuestra celda y la fortuna de nuestros besos fue el comienzo para mí, suicida de la ciudad
asesino de mujeres buenas
dragón en años de carne entre los dientes

no fue culpa del invierno que nuestras lenguas se bifurcaran tocando la pulpa de frutas ajenas
no fue culpa de la noche, ni de la luna, ni de los hongos
la culpa
salamandra insólita
fue del color con que pintamos el techo de nuestra cueva
fue ahí donde tu obsesión y mi asma terminaron en delirios
fue ahí donde los demonios tomaron por rehenes a las islas y no a los mastodontes,
donde el otoño mostró su desierto y una mano impertinente quebrantó las leyes impuestas por azar al ghetto de las salamandras que son tu reino, dejando este culebreo mental como la huella del primer hombre alunizado,
como durazno en el ombligo limpio de las putas,
como bengala que ilumina la mejilla de una niña que bajo la falda se le abalanza la necesidad de un soplido que le arranque los orgasmos

y hoy
salamandra enamorada de este dragón
me vino este recuerdo retorcido
este recuerdo a manera de estornudo salió pecho tierra y muslos viento
vino desnudo a ponerse en mi boca, justo donde los pájaros se posaron cuando tú me llevaste en tus caderas a otros mundos donde el humo era sonido y lo violeta era praderas,
donde las cascadas tentaban como penas,
donde las mujeres amaban por siempre a los como yo, dragones,
donde con un conjunto de esperanzas levantamos muros para mirar más lejos que la punta de nuestras miserables almas,
donde las uñas nos crecían como tentáculos dejando al corazón inmóvil,
donde el silencio retorna a tus ojos,
donde la nieve a los míos,
donde el pan y la música eran ciertos, y los colibríes eran el presagio de un mar distinto

hoy
no puedo con este miedo prehispánico,
con este ladrido de niño enfermo,
con este rumor de chinos,
con este recuerdo que se oxida

por eso rezo por ti cada noche de noche,
para ser por siempre tuyo de ti,
aunque duela la memoria y derive en osadía

porque habrá que morirse a versos, salamandra de agua
de viento
de historia
habrá que tentar la página del futuro con un lengüetazo de sal y sacudirse las pestañas sin envidia;
habrá que bucear en las ubres del universo con el sombrero bien puesto, con la palabra encendida y con la izquierda en el corazón

sólo así [digo yo: dragón ladrón de mudras], se congela lo mítico y se trasciende lo podrido

hoy
cabalgo cada tarde sobre plegarias que van hacia el crepúsculo, para que las hojas de caña de azúcar con que nos lastimamos sean otoños idos en esta vida nuestra
intento así, salamandra, echarle lumbre a los recuerdos para que las bestias se apacigüen y podamos,
de una vez y para siempre,
levantar la cabeza.



mayo 18, 2009

yo no soy edson.lechuga
no tengo espinas en los labios
ni besos migrañosos esparcidos por el cuerpo
ni ojos lunáticos de animal furtivo escondido en los colmillos de las letras
no he descubierto versos tibios en el cuerpo de ninguna mujer
ni los he leído en el silencio secular de la habitación 309 de un hotel de paso
nunca he pretendido beberme el mar a sorbos
ni dar voz a las aves
ni apagar el sol con los dedos como si fuese el pabilo de una vela
mi pasado no es alcohólico
no viví en la cuerda floja equilibrando mis pasos
entre el vicio y el miedo
entre el llanto y el fuego
entre la carcoma y el ego

no
yo no soy edson.lechuga
no han muerto lagartijas en mi sangre
ni se atiborra mi mente de dinosaurios
y las sábanas de mi cama no huelen al sudor de cualquier mujer
jamás he llorado
mis lágrimas no son de tierra

no te confundas
no soy yo quien podó las alas de las espaldas de los árboles aquella noche en que murió la noche
jamás he escrito historias de pueblos donde nunca llueve
ni de muertos que hablan como vivos
esperando ser oídos con algo.diferente.a.los.oídos
ni de viejos sordos
ni de indios que arrancan estrellas al firmamento

no me mires así no me consueles
no necesito silencio
ni una mujer que me escuche
ni una sangre que me sangre
porque yo
yo no soy ese que piensas
de mis palabras nunca
nunca
han brotado nubes
y no fui yo quien quiso salvarte

entiende por favor que yo no soy edson.lechuga
y no ando muerto de ganas de morirme
desde aquel día en que dices que te fuiste
lo siento
te equivocas
no me duelen las guerras ni las hambres
ni mi pecho se ahuasteca cuando cae la tarde

así que no me ames ni me odies
no me castigues no me implores
porque te doy mi palabra coyotezca
que soy otro
menos fiel
más retorcido
otro cualquiera diferente
nunca el mismo
nunca ese edson.lechuga.



marzo 31, 2009

La madrastra [fragmento]



Supe que mataron a mi padre por un enredo de faldas. Lo supe desde que era yo así de chiquito, a eso de los nueve o diez años; o tal vez desde antes, pero como me falla la cabezota pues no lo recuerdo bien. Su muerte nunca me importó tanto, lo que sí me daba comezón de vez en cuando era no saber quién lo había matado. Y conforme se me fueron juntando los años en el cuerpo más me fue entrando la curiosidad y la muina.
Por ahí de los trece o catorce, cuando yo y todos los demás niños comenzamos a hacernos hombres, fue cuando más me di cuenta de que yo padre no tenía. Al principio me gustó saber que lo mataron por faldas. Sonaba rebonito que al padre de uno le hubieran partido el pecho a cuchillazos por una mujer. La madrastra decía que bien merecido se lo tenía. «De tanto enredo llegó el momento en que se lo quebraron», decía secándose las manos en el delantal.

Lo primero que supe fue cómo lo mataron. Tenía yo ya casi diecisiete. Me lo dijo la Juana, una noche que estaba en su casa mojándome con sus besos y con sus caricias morenas de a treinta pesos.
-Ya se sabe que andas oliéndole los pasos a la Abigail -me dijo entre beso y beso.
Yo seguí como si nada, restregándome en su cuerpo.
-Mejor ni le busques -dijo-, no te vaya a pasar lo que a tu padre.
Entonces me encabroné. Me paré en seco de un pinche brinco y que le clavo los ojos como queriendo que mi mirada tuviera filo para cortarle el pescuezo.
-Déjate de pendejadas, Juana, a mi padre ni tan siquiera lo nombres.
-Perdón -dijo ella-, no sabía que te encabronara tanto.
-Pues ahora ya lo sabes -le dije y comencé a buscar mi ropa regada por todo el suelo.
La Juana se me quedó mirando como si yo fuera un niño todavía, y desde el catre donde estaba acostada, con las piernas abiertas y mojada, me dijo:
-Pues si de veras te molesta tanto, ¿por qué no has vengado su muerte?
Yo sentí como si me hubieran echado lumbre adentro, más lumbre de la que ya tenía por los besos de la Juana.
-Mira, Juana -dije acercándome a ella con los pantalones en la mano-, si yo supiera quién lo mató, en este mismito instante le partía la cabeza.
La Juana se quedó callada. La pinche mirada de como si yo fuera un niño no se le iba de los ojos. Cerró las piernas y sonrió arremolinándose en el catre.
-Tú lo sabes, Juana. Tú, cabrona, sabes quién mató a mi padre -le dije aventando el pantalón a la chingada y agarrándola de los brazos con harta rabia.
-¡Suéltame, pendejo! -dijo intentando zafarse de mis manos. Pero no la dejé. Es más, la apreté más recio. Es más, tuve un chingo de ganas de cachetearla, de voltearle la cara a chingadazos.
-¡Tú sabes quién mató a mi padre, Juana! -le grité zangoloteándola.
La Juana supo que no se me iba a soltar, así que me miró más seria, no como antes sino más seria, más como se mira a un hombre.
-Lo único que sé es que a tu padre no lo mató un hombre, lo mató una mujer.
En cuanto me llegaron las palabras a las orejas se me fueron las fuerzas de los brazos y solté a la Juana. Justo entonces me di cuenta de que estaba encuerado y volví a buscar mis pantalones para ponérmelos.
-Lo mataron en el mirador -siguió diciendo mientras se echaba una cobija encima-. Venía de ver a su querida allá arriba, y en la esquina de casa de don Alfredo López lo esperó una mujer engabanada y con sombrero, retrancada en el poste de luz. Dicen que a tu padre ni tiempo le dio de hacer nada. Cuando menos sintió ya tenía el pecho abierto a cuchilladas.
-Más te vale irte callando la bocota, Juana -le dije con la sangre hirviéndome por dentro-, no vaya a ser que el ansia que te tengo se me convierta en muina -y me salí descalzo y sin camisa, y comencé a caminar hacia mi casa, que es la casa de la madrastra: madre de mi hermano Ramiro y de los otros tres chiquitos.



marzo 15, 2009

me miras
desde la fotografía me miras
a mí

y yo
quisiera morir abrazado a tus ojos
estos que me beben ahora
y los.otros.ojos.tuyos que esta noche me beberán
desnuda
sembrada en mí

estar junto a ti es estar a la sombra de los cedros
cobijado por su tiempo
aliviado por su pausa

desde la fotografía
tu mirada escarba en la escarcha de los años que me restan
adivina en mis ojeras

quizá por eso no paro de nimbar tus labios
estos, que me nombran ahora
y los.otros.labios.tuyos que esta noche me nombrarán
desnudo
sembrado en ti

brota
desde tu fotografía
un aroma a sombra de cedros

te miro.



marzo 04, 2009




la noche aquí es larga y honda y llena de carcajadas y cadáveres
la noche aquí es un insecto
un incesto
un defecto

no hay aquí sitio para el mar
ni se pueden ver los barcos perdiéndose en la lejanía

tierra es lo que me hierve en el cuerpo
en las costuras de mis huesos
en el escarabajo de la fe
en la hilerita de hormigas que caminan por mis nervios

puñados de tierra en mis pupilas
montones de piedra desmoronándose en mi boca pedregosa de palabras

la noche aquí es un helecho.oscuro
un oscuro.helecho
rastro de saliva sobre las desnudas piernas de una mujer
no hay mar que pueda ser porque aquí la noche es de
los terrosos
los enterrados

no hay viento entre los dientes
ni cielo posible

sólo el mineral
el barro
las sustancias de la noche
las carcajadas de lodo
y estas mis lágrimas que no sirven para un carajo.


Edson Lechuga