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agosto 02, 2009

gotas.de.mercurio [3]

Nunca te había visto tan vulnerable, Dorina; tan triste, tan como niña, sola, temerosa. Entre las sábanas te veo así: quebradiza y enferma, herida.
Esta tarde, cuando subiste al coche sangrando de la muñeca, cuando vi tus temblorosos dedos teñidos, tus labios apretados entre los dientes, tus parpados subiendo y bajando rápidamente tratando de detener las lágrimas, las palabras llenas de llanto, ininteligibles, que se escabulleron de tu boca y salieron veloces por la ventana del coche sin que yo pudiera escucharlas, tu mano derecha oprimiendo la muñeca izquierda, tu cuerpo contraído sobre el asiento del copiloto, mi pie hundido en el acelerador, el golpazo de la puerta, los hilos se sangre que se colaban entre los dedos de tus manos; esta tarde, Dorina, cuando te retorcías de miedo dentro del coche, cuando el cielo se ponía ambarino y las nubes comenzaban a estropear su color, cuando levantaste la mirada y a través del parabrisas viste un grupo de golondrinas tachando el cielo, el cielo nuestro, el cielo sin dios que nos tocó por techo; esta tarde, Dorina, cuando buscaste en el asiento trasero algo con qué detener la hemorragia y lo único que encontraste fueron las hojas del manuscrito que llevaba a la editorial y sin pedir permiso a nadie agarraste un puño de folios y los apretaste contra tu muñeca herida; esta tarde, Dorina, cuando de tu boca salían hilitos de baba, maldiciones, relámpagos, gotitas de saliva y muchos te quiero, muchos no me dejes, muchos perdóname profesor, perdóname; esta tarde cuando vi como mi manuscrito se teñía con tu sangre, mis poemas se teñían con tu sangre, mis palabras se teñían con tu sangre y dije [o pensé]: «Se está mezclando tu sangre con mi sangre»; esta tarde, Dorina, cuando con mis poemas intentabas sanar tu herida y estiraste ambas manos [una sujetando la muñeca de la otra], y encendiste el estero del coche y el piano de Schubert comenzó a hacernos compañía en nuestro viaje de fugitivos, nuestro viaje de arrepentidos, nuestro viaje de escapados, huidos, ácratas; esta tarde, Dorina, cuando ya con Schubert sonando te recostaste en el asiento y [mientras yo me saltaba los semáforos en rojo, mientras yo tomaba calles en sentido contrario, mientras yo conducía y te miraba por el rabillo del ojo, mientras yo huía junto, con, para y por ti, mientras yo veía mis poemas tiñéndose con tu sangre, mientras yo trataba de dar coherencia a tus ruidos y a tus gemidos y a los pedazos de palabras que escupías, mientras yo deseaba beber hasta la última gota de tu sangre], te pusiste a hablarme de cosas…,
cosas como el vuelo de las golondrinas que recién habías visto en nuestro cielo desprovisto de dios, cosas como algunas palabras de mis poemas que lograbas leer sobre las hojas que cubrían tu muñeca, cosas como tu necesidad de encender un cigarrillo; esta tarde, Dorina, cuando te pregunté: ¿Te duele?, y tú, como si la herida en tu muñeca fuera una cosa como cualquier otra, como si el piano de Schubert no sirviera de consuelo, como si el cigarrillo en tus labios te hiciera cada vez más semejante al humo, como si te gustara teñir mis poemas con tu sangre, respondiste: «Lo que más me duele es tu futuro».
―Nuestro futuro, Dorina.
―No. Mi futuro no me duele. Me duele el tuyo.
Y dejaste de mirarme para mirar el cielo ahora gris y sin golondrinas, y dejaste de escucharme para escuchar a Schubert, y dejaste de sentirme para sentir tu herida tiñendo de rojo mis poemas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Nostalgia y soledad, Sr. Lechuga. Dos seres condenados a ellos mismos. Narrativa pura. Poesía pura.

J

Anónimo dijo...

¿Dorina es Silvana?

Anónimo dijo...

Dorina... está tan bien construida que se me revela en sueños, men.