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agosto 20, 2008

Sonata número 13 para clarinete [fragmento]


Para Daverio Miasnikoff
por las nostalgias compartidas.

Para la mujer que me enseñó a bailar.



Cuando don José Alfredo Sarquís percibió que estaba perdiendo el oído no lloró ni se lo dijo a nadie; ni siquiera a doña Consuelo Zendrera, su mujer, ni a Néstor, su mejor amigo, ni a Daverio Miasnikoff sino que, por el contrario, continuó tocando el clarinete en la Orquesta Filarmónica Nacional de la Ciudad de México como desde hacía ya cuarenta y cinco años, porque el clarinete no sólo era su devoción, sino su vida misma.



Don José Alfredo Sarquís era un hombre más bien solitario que tenía un andar parsimonioso y una despacés al hablar que a veces terminaba por desesperar a sus interlocutores. «Habla más aprisa, Fredo», le había dicho su mujer miles de veces, «¿No te das cuenta que aburres a la gente?»; a lo que don José Alfredo respondía igual de quedo que siempre: «Si la gente no tiene tiempo ni siquiera para escuchar, entonces es gente que no merece la pena», y cruzaba los brazos desnudos, porque siempre llevaba las mangas de la camisa remangadas para dejar libres las manos y los dedos, que cada noche masajeaba una hora y media exactamente.
Casado por lo civil con doña Consuelo Zendrera de Sarquís, fiel hasta el tuétano, negado al consuelo de las lágrimas y sin más hijos que un clarinete en si bemol, de ébano, traído de Alemania a principios del siglo diecinueve, don José Alfredo Sarquís había dedicado sesenta y nueve de sus setenta y ocho años de vida a tocar el clarinete, pues cuando tenía nueve años cumplidos comenzó su relación indestructible con aquel instrumento de aliento.
Fue la noche de un invierno triste en el Distrito Federal cuando su padre, don Rogelio Sarquís, lo llevó al Zócalo Capitalino a escuchar a la Sinfónica de Luxemburgo interpretando el Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach. En esos tiempos José Alfredo Sarquís era un niño al que apenas interesaban las cosas del mundo; con trabajos asistía a la escuela y las tardes duraban una eternidad mientras su madre intentaba ayudarle en sus tareas escolares. Aparentemente, lo único que le interesaba era el aire, las ráfagas de viento que en febrero se subían a la azotea y levantaban las sábanas blancas recién lavadas, o el viento que arrancaba las hojas de los árboles y las mantenía flotando ingrávidas con sus manos invisibles. Pocas cosas le interesaban más, podía pasarse horas y horas en la azotea viendo cómo los aviones atravesaban el cielo dejando una estela etérea, sostenidos por los brazos incorpóreos del viento.
Al llegar al Zócalo Capitalino ocuparon su lugar en la primera fila de las butacas plegables que se extendían de un lado a otro de la explanada. Era una noche fría y abierta, con la luna rutilante descaradamente puesta en lo alto del cielo. Y cuando los músicos estuvieron en sus puestos y el director izó la batuta y comenzaron a emerger las primeras notas musicales de los instrumentos de aliento, José Alfredo Sarquís sintió por vez primera la caricia más extraordinaria que jamás había sentido; abrió los ojos creyendo que su corazón también se abría conforme la pieza iba tocando suavemente sus oídos, pero se estremeció aún más hondamente cuando entendió que ese sonido no era otra cosa más que viento. El mismo viento que levanta sábanas en la azotea, el mismo viento que deshoja los árboles. Desde entonces no tuvo nada más en la mente y en el pecho que la idea impertinente de poder, como esos hombres, convertir el viento en música.
A los pocos meses lo expulsaron de la escuela porque se pasaba las clases con la mirada perdida en la ventana reproduciendo perennemente dentro de su cabeza aquel sonido que le daba cuerpo al viento. Y cuando su padre lo interrogó iracundo con el cinturón en la mano decidido a meterlo en el aro, a él no se le vinieron encima las lágrimas, sino la idea de hacerse etéreo y salir volando por encima del mundo. Cerró los ojos e intentó con todas sus fuerzas desvanecerse, hacerse invisible y salir convertido en una ráfaga de viento, sin embargo un cinturonazo de su padre le devolvió a la tierra.
—No te entiendo —se disculpó don Rogelio Sarquís arrepentido y con la voz llena de impotencia—. ¿Qué es lo que quieres, José Alfredo?
Entonces él sintió cómo las palabras se le caían de la boca empujadas desde el centro su pecho:
—Un clarinete —dijo con voz pequeñita.
—¡¿Qué?! —preguntó su padre, un poco porque no entendió, y otro porque la respuesta le resultó insólita.
—Un clarinete —repitió, ahora más claro.
Su padre reprimió una sonrisa de satisfacción y de orgullo, giró sobre sí mismo y abandonó la sala donde se encontraban, con un gesto contradictorio en la cara.
Para las siguientes navidades, José Alfredo Sarquís recibió con los ojos desorbitados de júbilo aquel instrumento que lo acompañó toda la vida. Venía en una caja envuelta en papel navideño y con una tarjeta donde se leía:
Para el mejor clarinetista del mundo.
Rompió el papel con desesperación y se encontró la caja negra forrada en piel y con herrajes plateados al frente. No dudó ni un segundo en abrir los herrajes y contemplar aquel instrumento partido en tres y acomodado gentilmente sobre el empaque de terciopelo rojo.
A partir de entonces se le vino encima otra afición, la de pasarse horas enteras subido en la azotea, pero ahora no sólo mirando las sábanas y los aviones allá puestos en el cielo, sino intentando sacarle alguna nota melodiosa a aquel instrumento. Así llegó a sus años adolescentes, sin instrucción profesional sobre el clarinete pero con un dominio de él que, cuando alguien lo escuchaba tocando, hacía que se sintiera irremisiblemente colmado de nostalgia; así cursó los seis años de conservatorio; así se especializó otros cuatro años más en el instrumento; y así fue cómo Consuelo Zendrera, en sus años de soltera, se enamoró ciegamente de él. De eso hacía ya casi cincuenta y dos años. Don José Alfredo Sarquís lo recordaba perfectamente. Fue el veintidós de julio, en plena época de lluvias. Consuelo Zendrera atendía un modesto tenderete de flores en el Parque de los Venados y, aquella tarde fría, después de un aguacero diluviano, escuchó, arrinconada en su puesto, las notas tristísimas del clarinete. El sonido se le enredó en el alma sometiéndola a seguir el aroma de las notas que se extendían en el ambiente como si se tratara de humo. Abandonó el puesto de flores, caminó entre los prados solitarios sin percatarse del ramo de claveles blancos que llevaba en la mano y, en una banca del fondo, entre la soledad que dejaba la lluvia tras de sí, encontró a José Alfredo Sarquís cerrando los ojos, envuelto en la bruma de la tarde y en una paz de monje, unido al clarinete en un beso perpetuo y acariciando con los dedos las claves de su instrumento. Atrapada por la nostalgia, por la fragilidad de la escena y por las notas, Consuelo Zendrera no pudo evitar sentarse a penas en la banca contigua y escuchar con un silencio solemne la pieza que aquel hombre interpretaba: Sonata número 13 para clarinete, de Johannes Brahms. La pieza por momentos caía en un remanso sutil y plácido, después subía el tono acariciando las copas de los álamos. Fue ahí cuando los árboles comenzaron a dejar caer sus hojas acompañando la melodía y un viento suave las mantuvo ingrávidas en el aire, jugueteando taciturnas, extraordinariamente etéreas. Consuelo Zendrera no supo en qué momento comenzó a deshojar los claveles blancos, soltando los pétalos al mismo viento que los recogía y los ponía a bailar igual de ingrávidos que las hojas. El parque se llenó entonces de una nube tersa de pétalos blancos, hojas secas y notas musicales que giraba pausada, luminosa, fantástica. «Así que esto es el cielo», pensó Consuelo Zendrera, y sin resistencia se dejó ir en la nube.
Nueve semanas más tarde se casaron sin ceremonia religiosa, les bastó un almuerzo en Tres Marías acompañados solamente por los familiares más cercanos y por Néstor, el eterno compañero y colega de oficio de don José Alfredo, con quien arreglaba el mundo todos los martes y jueves en el café Le Boheme ubicado en la calle Orizaba de la colonia Roma. Le Boheme era un cafecito con paredes de madera y luz tenue, atendido por Daverio Miasnikoff, un muchacho alto y blanco como la nieve, de gesto adusto y mirada recelosa herencia de sus abuelos rusos que habían llegado a México por esos azares inexplicables y a quien don José Alfredo intentaba persuadir para que se iniciara en las artes del clarinete. «En la tierra de tus abuelos este instrumento es muy importante», le decía. «Deberías interesarte un poco por su historia». En realidad don José Alfredo Sarquís veía al muchacho como el hijo que nunca tuvo y eso no era secreto para nadie; ni para Néstor, ni para doña Consuelo, ni para Daverio, ni para él mismo. Muchas veces, sentado en Le Boheme esperando a que llegara Néstor, don José Alfredo le había confesado:
—El destino se equivocó con nosotros, muchacho, tú debiste ser mi hijo y yo debí ser tu padre.
A lo que Daverio Miasnikoff respondía cambiando el gesto adusto por una sonrisa mientras le preparaba el eterno expreso doble, sin azúcar, servido en un pequeño vasito de cerámica poblana y sin cucharilla ni plato. Pero el muchacho estaba más interesado en asuntos del teatro y la fotografía que en asuntos de música. Sin embargo, jamás se negó a asistir a sus conciertos, y no sólo por complacer a don José Alfredo, sino porque igual que los pocos que lo conocían, disfrutaba empapado de la nostalgia que salía del clarinete cuando don José Alfredo Sarquís tocaba.

Llovizna [fragmento]

El lunes don Bardomiano despertó más temprano que de costumbre, calentó agua a leña y tomó un baño tibio a las cinco treinta. Había pasado la noche en vela escuchando el rumor de la llovizna rebotando en las tejas mezclado con los rezos apretados de su mujer, doña Aquilea. Ella, acostumbrada a madrugar desde hacía más de cincuenta años, se levantó después que él y le preparó la ropa en silencio.

Tendió la cama de tablas, encendió otra veladora a la Guadalupana y continuó con el rezo. Cuando cantaron los gallos don Bardomiano ya estaba afeitándose a navaja la barba encanecida frente al trozo de espejo que tenía colgado en un puntal del tejabán del patio, a un lado de la pila de agua. La mañana estaba igual de triste que ellos, el cielo era una misma cosa plomiza que lloraba y lloraba tercamente. Don Bardomiano fue al cuarto y se vistió sin ánimo, sintiendo que en cualquier momento se le iba a salir la pena por los ojos. Cuando entró al cuartito de la cocina, iluminado a penas por un par de velas y humedecido por las goteras que escurrían del techo, encontró a su esposa más envejecida que nunca. Llevaba puestos los guaraches de hule y el reboso sobre su cabeza de pelo largo y ceniciento, tenía los labios partidos y los ojos desgastados por la ausencia de sueño y el llanto.

—¿No quedamos en que nomás iba yo? —preguntó él sin ánimo, con la mirada apolillada y gris.
—No me dejates ir a despedirlo..., onque sea déjame ir a recogerlo —dijo doña Aquilea y su voz era una gotera más.
Don Bardomiano soltó la mirada al suelo, se acercó a ella e intentó una caricia manumisora pero el remordimiento y la culpa detuvieron su mano dejándola absurdamente en el aire. Fue doña Aquilea quien rescató la caricia al acercarse a él y meterse tímidamente en sus brazos. Don Bardomiano la recibió en silencio y no tuvo corazón para oponerse.

Al salir los recibió la llovizna impertinente de noviembre, don Bardomiano tomó del brazo a su esposa, se escondió debajo del sombrero y caminaron rumbo al pueblo. Bajaron por el Camino Real durante hora y cuarto sin decir palabra, acomodando los pasos entre el lodo y los charcos. Don Bardomiano seguía escuchando debajo del ruido de sus botines raspando las piedras, el rezo apretado de doña Aquilea y le pareció el mismo rezo que hacía ya casi veinte años había escuchado. También había sido de madrugada y también en ese camino, la diferencia estaba en que entonces ella rezaba por él. En aquellos tiempos don Bardomiano había decidido irse a buscar suerte a otras tierras y la única alternativa que encontró era El Norte. «Nomás pa hacer un dinerito, Aquilea, y así tener con qué hacerle frente a la vida», le decía. Doña Aquilea se opuso dócilmente a la determinación que había tomado, pero don Bardomiano arrojó una pregunta contundente: «Si no me voy ¿qué chingados vamos a comer?». Y doña Aquilea tuvo que comerse su tristeza. Unas semanas después vendieron sus dos vacas y al mes don Bardomiano ya estaba subido en la camioneta de redilas agarrándose el sombrero para que no se lo llevara el viento y rumbo al Norte.
Desafortunadamente el viaje de don Bardomiano había durado poco, porque nada más entrar en territorio Yanqui la policía migratoria ya estaba esperando al grupo de mojados con quienes viajaba, y a los pocos días regresó a su pueblo, vencido, con el amargo sabor de la derrota metido en todo el cuerpo y con una sensación culpígena pudriéndole las entrañas que lo obligó a esconder el suceso como quien esconde la deshonra. A partir de entonces le vino una resignación perniciosa que lo detuvo en su maizal durante años, obligándolo a hacer verdaderos milagros para ganarse el pan.

de ahora en adelante dormiré con un revolver bajo la almohada
por si a la madrugada se le ocurre entrar a tentarme
a ungirme con su olor de sombras
elegiré la mesa del rincón en las cantinas para no perder de vista al cantinero
ni a las muchachas que bailan desnudas
ni a los borrachos con los ojos inyectados
ni a los alacranes que salen de las rendijas

cruzaré los dedos cuando lance los dados
cuando te bese hondo con los ojos cerrados
cuando cuelgue el auricular después de charlar con el filo de los cuchillos

a partir de hoy mi mano izquierda contará mentiras a mi mano derecha
lanzaré escupitajos a los peter.panes que en las noches saltan por los tejados
y miraré de frente a guillermo.tell antes de atravesar con un aliento la manzana en su cabeza

sin osadía
sin remordimiento
meramente jugando desnudaré a las adanas
y negaré muchas veces a los evos
lúdico
continuaré matando hormigas con el índice como un niño.dios
y a golpe de mastercard compraré un pedazo del universo para enterrar mis penas
y las almas de los no.nacidos
las lágrimas de los abandonados
las venas lastimadas de los yonkies

seré
de ahora en adelante
el hombre.bala metido en la boca de un cañón con la mecha encendida
el trapecista.del.destino que salta sin red y sin respuesta
el pobre.infeliz que se enamora de las cosas imposibles:
el filo de la espada del caballo.de.espadas
la lluvia de vallejo
el semen en la puntita de los preservativos
la corteza de los árboles en marzo
las pintadas subversivas en los muros
el dolor olvidado de las recién.paridas
las fundas de las almohadas de los hoteles de paso
la ausencia de buenas.noches
el ruido de mis difuntas
las canas que me crecen en la barba
las bolsas de basura del día después de las borracheras
el polvo a contra luz
la letra efe
el aroma del epazote
la neblina de los panteones

y no lloraré más.



agosto 02, 2008


frente a ti soy un árbol
tengo sentido
existo

frente a ti soy un pez un girasol
la hebra del zarape negro con que la noche cobija el cielo
el cielo con que la tierra se protege de otros astros ajenos
los astros y sus ecuaciones del universo que frente a ti tienen razón en mí

he aprendido a cavar agujeros en mis manos
a prometer cielos y salivas
a cosechar todos los besos que maduran en tus labios
a robarle caricias a los gatos y ponerlas en tus muslos de agua que cura sedes justas
porque frente a ti puedo cambiar el sentido de las cosas tan sólo con el verbo:
«yerba» le digo a las calles y súbitamente reverdecen
«sangre» ordeno a las palomas y tiñen de rojo sus alas y sus vuelos
«agua» invoco en mi habitación y me veo en alta.mar navegando en mi cama siguiendo la estela de tus pies de las doce y diez

frente a ti me hago silencio y el escándalo del alcohol deja de torturarme las orejas y las encías
soy salvaje
una bestia
américa india de pezón prieto

frente a ti soy un gorila
un hombre de las cavernas
antes
una célula
el primer síntoma de vida

apelotonado y paquidermo frente a ti ligero
enchuequecido de los huesos frente a ti expansivo
huacal de leña de ocote que pretende ahumar tu corazón de niebla
tu corazón de cal
tu corazón de harina
tu corazón de gis
tu corazón de agua escurriendo por las tejas de la casa invisible del pueblo donde han de enterrarnos
juntos
uno encima del otro

frente a ti muero
paso días conviviendo con los bárbaros de inframundo y cada domingo resucito de entre los muertos
pero no me elevo
el peso de tus párpados me mantiene sujeto a la tierra
me zurcen a la tierra tus dedos
tus lienzos
tus besos
tus manos esdrújulas que saben disipar la comezón que me entra al alma cuando el mundo se apuñala y se desangra
tus manos
―abres tus manos
abres el pecho
los ojos
el corazón
y yo frente a ti soy capaz de apagar el sol a sombrerazos
de tumbar estrellas a pedradas
de cazar sirenas tiernas con mis perversas pesadillas
de sacar la mugre de las uñas a las soldadas
de masticar farolas hasta que la panza me relumbre como
luciérnago―

frente a ti soy un caracol
un ruido
un estupor de vientos masticados
un desfiladero
una hormiga eléctrica que echa rayos por las antenas

mira este corazón de mazapán
mira como tiembla en medio de tu mirada antigua
como se desliza en las cálidas arenas que son tu piel en las noches de desierto y en los días de desconsuelo
mira como se inflama ante tus ojos
porque frente a ti
tiemblo
soy más de lo que soy

mujer.acuarela
madre de los quirquinchos
crea una nueva humanidad con tus pinceles y nombra otra vez las cosas del mundo
ya que lo he desacomodado todo por culpa de tus ojos
porque yo
frente a ti soy una cosa sempiterna
un árbol
un jade
un armadillo
un espíritu viejo que se funde a tu costado por las noches
para poder dormir tranquilo.



mis ideas son un revoltijo de palomas amotinadas sobre un puño de alpiste
mis sentires, el alpiste
yo, la calle donde se amotinan las palomas

mis ideas son una horda de perros que se pelan los dientes y se erizan luchando por montar a una perra en celo
mis sentires, la perra en celo
yo, la calle llena de perros

mis ideas son el aguacero que irrumpe de unas nubes bastas y encharca los montes y los muelles y las ciudades
mis sentires, los charcos
yo, la calle mojada

mis ideas son las palabras de los locos, los gritos de los necios, la culpa de los infieles, el dolor de los asesinos
mis sentires, los locos, los necios, los infieles, los asesinos
yo, la calle llena de enfermos

mis ideas son los agujeros que dejaron las balas en el paredón donde fusilaron a un hombre
mis sentires, el paredón
yo, la calle donde fusilaron a ese hombre

mis ideas son las estrellas
mis sentires, la mano que intenta tocarlas
yo, esta calle desde donde no se ven las estrellas

mis ideas, los postes
mis sentires, los cables
yo, la calle.



tú y yo tenemos restos indios en la sangre
rasgos de tierra en las venas
rastros aztecas en la piel

tú y yo mujer.que.ve
estamos atados al ombligo de la misma luna

no hay tiempo entre nosotros
no hay mar
no hay dunas
ni cal en los párpados bastardos de nuestras lejanías
ni lenguajes extraños como telarañas enredadas en la lengua
ni trasatlánticos navegantes juicios.judeos

porque tú y yo mujer.que.cree.y.que.crea
estamos unidos al mismo humo
a la misma siembra
a la misma cuna

en nuestros labios late la misma selva
el mismo cactus
en nuestros dedos hierven los mismos vicios
en nuestras uñas laten las mismas muertes
y tenemos en nuestras manos la misma cicatriz de los años.



un montón de adoloridos huesos
un manojo de nervios y músculos envueltos con jirones de piel y pelo
carne
uñas
cartílagos
líquidos que suben y bajan
que entran y salen
que bullen
que hierven
que estallan

un amasijo de dudosos sesos que no cesan
que no ceden
impulsos.eléctricos―pulsiones.cardiacas
enviones bioquímicos que responden a estímulos externos
instintos
esfínteres
fibras que se desechan
sustancias que circulan

un caudal de fluidos que me tensan o me ralentizan
un buche de secreciones que me relajan o me exasperan

igual que un buitre
lo mismo que un manatí
idéntico a un artrópodo

soy eso
no soy más.



Almas llenas de centellas rojas

he recorrido las calles a golpe de pasos
a machete
a lengüetazos
conozco la ciudad como los armadillos conocen el monte
como las luciérnagas la oscuridad
estoy emparentado con la noche y su orgasmo lunar
he recibido la redención entre las fieles piernas de una puta cualquiera
anodina
de nombre impronunciable y sin apellidos
sé del dragón.de.comodo porque late aquí:
a un palmo de mi corazón

aún lloro
las lágrimas siguen siendo mi compañía

aún siento
el calor sigue siendo mi destino

he encontrado mi lugar en esta narcótica ciudad de olvidos
aquí
nada puede dañarme
nadie puede mentirme.



las luciérnagas hablan
dicen cosas estrechas pero infinitas
son consecuencia de la luz
citrinas
amatistas
bioluminiscentes

cuando las luciérnagas discuten relumbran
extienden sus voces de luz e iluminan la noche
porque sólo de noche son

las luciérnagas mienten
pero sus mentiras nos cobijan
nos consuelan
te dicen por ejemplo que el crepúsculo está en tus ojos
que el horizonte descansa en tus perfiles
o que algún día abrirás tus alas y tacharás el cielo abierto con la estela de tu vuelo

las luciérnagas son sonido y luz
arquetipos de la calma
el agujero por donde atisba
xiuhtecuhtli
huehuetéotl

las luciérnagas también son de allá
del otro lado del océano
pero algunas noches como aquella
vienen a iluminar la base de tu espalda
a entibiar tus pies a soplidos y a pervertirte con sus palabras
mientras

desnuda
te tensas
te ablandas
me miras.



aída necesita el trozo de tierra que le han quitado

aída atada del alma a esta gente que no es la suya
desnuda
sola
temblando

aída mirando gárgolas en vez de jaguares
despedazando noches
sin su cachito de selva
sin su sol

esculpida en barro extraña el barro
separada de su ombligo
mirando siempre al horizonte
tratando de tocarlo con los dedos.



no amo
el amor es un cortometraje mediocre
editado a prisa sin semilla
anoréxico como los dedos
de las niñas
de la televisión

no busco
me he sentado en este lugar oscuro y tibio
donde la paz viene de cualquier piel desconocida y mustia

las mujeres de mi vida huyeron con los hombres de su vida
y amanecí otra vez entre el cemento y el polen de esta orfandad donde siempre es noviembre

no lloro
he aprendido a cambiar lágrimas por besos
llanto por jadeos
tristeza por mentiras
he aprendido que entre el polvo eléctrico
siempre hay unas piernas que te salvan
una lengua que te lava
unas manos que te levantan
unos labios nuevos que te llevan al estado gaseoso
donde no hay amor sin duelo
ni indulgencia
ni calamidad
ni mito
ni frío.



estamos acostumbrados a otras cosas más hambrientas
más pegadas a los poros
a las piedras
más untadas a la piel del corazón de aquellos pájaros que incendian la noche con su vuelo de fuego
origen del ardor indígena de las mujeres del monte
madres de puñados de maíz
dadoras de nuestro nombre
herederas de la sangre
la mirada
y esta necesidad de frijoles con chile.seco

estamos acostumbrados a los golpes
a manotear para no morirnos ahogados
a desclavarnos las espinas de tantas conquistas ponzoñosas
revivir dioses
mantener mitos como ballenas que tiñen de azul los océanos con su canto de animales.vivos

estamos acostumbrados a otras humedades
melodías
resabios
otros mares más violentos
más necesitados

es nuestra costumbre tumbarnos panza.al.cielo
y nombrar los astros con nombres de animales
acomodar estrellas a nuestro antojo y hacer que el firmamento gire

es nuestra costumbre hacer llover
elevar cantos
seducir nubes

arrancar su pálpito de agua hasta dejar caer sus gotas sobre nuestra
tierra de tierra
cerrar los ojos
aspirar profundo el aroma de las piedras mojadas


poco hablamos
poco decimos de este mundo de aquí

estamos acostumbrados a otros modos:
la palabra de las aves
la sinceridad de la lluvia
el latido de los árboles.



eres de cera
yo esculpí tu cuerpo y te sequé a soplidos
por ojos te di dos semillas de maíz y por boca un hueco que da al alma

eres de cera
con paciencia
amor
sangre fui acariciando tus contornos
puse en tu pecho al águila
y un trozo de piel de jaguar en tu sexo

desde entonces te he cuidado
ser de cera
te he hablado con la esperanza de que algún jueves dejes caer los helechos que te puse como párpados

he tratado de darte voz
he intentado mutarte vida
te he ungido con mis lágrimas para que te reviente el pecho a latidos
para que tus dedos se hiervan de serpientes
y se te llene de pájaros la boca

te he creado
ser de cera

mal.hijo
mío.