Buscar este blog

septiembre 20, 2008

Morir matando [fragmento]

A ese cabrón yo lo maté. Lo maté con mis propias manos, o mejor dicho, con mis propias botas. Le metí un chingadazo al hijueputa y, luego, en el suelo, lo aplasté como quien aplasta a un pinche insecto. Y es que eso es lo que era: un pinche insecto. Pero sobre todo lo maté por torcerme la pinche vida, porque de alguna manera él también me mató a mí.

Yo no quería matarlo.
Pero la situación estaba ya muy revuelta y no me quedó de otra más que aplastarle la cabeza. Todavía me acuerdo de sus chillidos agudos, horribles, como si le estuviera quitando la vida. Y eso mero hacía: le quitaba la vida. Le puse la bota en la cabeza y se la aplasté hasta que escuché cómo su cráneo lleno de bolas crujió como cazuela de barro.
La Sonia se había quedado metida entre las sábanas, escondiendo la cabeza para no verlo. En cuanto encendimos la luz y lo miramos, se acurrucó en las cobijas y desde ahí debajo me dijo:
—Mátalo, Ufrosino. Mátalo.
Y a mí nomás de recordar sus putas patas peludas en mi espalda se me pusieron los pelos de punta; y luego al verlo ahí soltando una baba verdosa por el hocico y chillando agudo…, no me quedó de otra más que matarlo.

La culpa la tuvo él, porque si no hubiera estado metido entre las cobijas ahorita todavía seguiría vivo, y sobre todo, yo y la Sonia seguiríamos en santa paz. Pero aquella noche ahí estaba y ni la Sonia ni yo nos dimos cuenta; y no nos dimos cuenta porque cuando entramos al cuarto ya veníamos desbaratándonos a besos y la pinche ropa nos estorbaba para acariciarnos desnudos como cada noche. No prendimos la luz, nunca la habíamos prendido, siempre nos habíamos acariciado a oscuras tratando de no hacer ruido. Aquella noche íbamos más desesperados que nunca. No sé por qué. Quizá fueron los tequilas que nos habíamos resbalado un poco antes, sin tocarnos, fingiendo que nomás éramos amigos pero mirándonos cada vez que le pegábamos un trago al tequila, como queriendo que dentro del vaso en vez del aguardiente estuvieran nuestros labios, o nuestra lengua, o todo nuestro cuerpo completo.
A mí no me gustaba fingir pero no había de otra, nadie puede acaramelarse a la vista de todos con una mujer ajena. Pero en lo oscuro ya es diferente, ahí no hay ojos que lo acusen a uno, no hay miradas que lo maldigan y lo culpen. En lo oscuro no hay más que dos, solos, desnudos, alebrestados por la sangre que galopa en las venas y queriéndose beber enteros sin dejarle nada a nadie; ni al marido de la Sonia; ni a mi esposa; ni a nadie.

septiembre 11, 2008

Bigotito de galán de los años 50´s

Soñé que estaba en un restaurante chino. De esos donde venden arroz.tres.delicias, rollitos.primavera y tienen los asientos forrados con vinil rojo. Sentado en uno de aquellos sillones, abrazaba a la mujer que amo mientras mirábamos una película en blanco y negro del Tin Ta.

La película era proyectada sobre una cascada instalada al fondo del local. En la poza del pie de la cortina de agua nadaba tranquila una mamá.pato con sus tres patitos siguién-dola en fila.india. La cascada media por lo menos dos metros por cada lado y la proyección sobre el agua daba a la película un toqué extremadamente realista.
En el filme actuaban también Cantinflas y Mauricio Garcés. La trama consistía en que los tres cómicos intentaban deshacerse del cadáver de una viejita que inesperadamente se les había muerto en el baño de su departamento, mientras orinaba.
De pronto, dentro de la película aparecía yo. Yo mismo. Vestido
de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios.

Mientras los tres cómicos intentaban esconder el cadá-ver de la viejita en la parte superior de un ropero enorme, yo me dirigía hacia otra sala donde había un piano de cola, negro y brillante. Tomaba asiento frente al piano y
de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
empezaba a tocar una pieza clásica. Lo raro era que cada vez que mis dedos caían sobre las teclas, de la caja del piano brotaba una tortuguita amarilla. Viva. Sonriente.
Así, mientras yo interpretaba la pieza, el cuarto se iba llenando de decenas de pequeñas tortuguitas amarillas. Vivas. Sonrientes.

La película cambiaba de pronto la trama y el tono. Aho-ra Cantinflas, Tin Tan y yo, huíamos en un Chevrolet 56 de la temible, abominable, diabólica carcajada de Mauricio Garcés que nos perseguía omnisciente. En la imagen aparecía el ros-tro maléfico de Mauricio Garcés superpuesto en transparencia sobre el Chevrolet 56 donde viajábamos nosotros.
Ahí, se apoderaba de mí el presentimiento de que el fin del mundo estaba cerca. Y corroboraba esa noticia cuando veía pasar por la calle una camioneta de helados pregonando por el altavoz:

«¡Tin Tan, Cantinflas y Mauricio Garcés
quieren destruir el mundo!»

Con el terror de la noticia, yo
de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
iba en busca de la mujer que amo. Pero dramática-mente la encontraba fuera del filme.
Abrazada a otro hombre.
Otro hombre que era yo mismo.
Estaba sentada junto a ese otro yo en un sillón de vinil de un restaurante chino y mirándome de frente.
Su mirada me hería. Tanto, que estuve a punto de en-tregarme a la carcajada diabólica de Mauricio Garcés.

Fuera del filme yo.vestido.como.ahora, también sufría. Sufría por verme sufrir dentro de la película. Sufría porque el otro yo.en.blanco.y.negro era incapaz de entender que él y yo éramos el mismo.
«¡Apaguen esta chingadera!», gritaba a los chinos del restaurante, «Me hace sufrir verme sufrir». Pero nadie me hacía caso. No me entendían. Los chinos hablaban chino.
En un arranque de locura y al no soportar más el dolor de mis dos yoes. Tomaba del brazo a la mujer que amo y nos lanzamos hacia la cortina de agua donde se proyectaba la película alborotando a la mamá.pato y a sus tres patitos que la seguían en fila.india.
Y aparecíamos ahí los tres:
yo de riguroso smoking
sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
la mujer que amo,
y yo.vestido.como.ahora.
Yo.en.blanco.y.negro miraba ofendido a yo.vestido.como.ahora porque llevaba de la mano a la mujer que amo. Yo.vestido.como.ahora intentaba explicarle a yo.en.blanco.y.-negro que éramos lo mismo, que ese yo y este yo éramos la misma persona, que por favor no se ofendiera.

Yo.en.blanco.y.negro no aguantaba más la rabia y la burla de ese otro yo. Así que
con sombrero negro de ala corta
bigotito de galán de los años 50´s
cigarrillo humeante entre los labios,
sacaba del riguroso smoking una smith.&.wesson cali-bre 44 y encañonaba a yo.vestido.como.ahora. Pero justo cuando iba a vaciar el arma sobre mí, Mauricio Garcés suje-taba mi brazo y me desarmaba sin que pusiera resistencia.
Súbitamente Tin Tan y Cantinflas me sacaban de cua-dro y yo.vestido.como.ahora me acercaba a Mauricio Garcés para agradecerle el gesto de haberme salvado de mí mismo.
―Gracias, pinche Mauricio ―le decía sonriendo.
―No soy Mauricio ―contestaba él con un brillo extraño en la mirada―. Soy Satanás.
Y su carcajada sonaba tétrica en el ambiente.
Y enormes llamaradas incendiaban la escena con todo y la cortina de agua donde se proyectaba la película;
con todo y la mamá.pato y sus patitos en fila.india;
con todo y los sillones de vinil rojo;
con todo y los chinos que hablaban chino.

Entonces,
llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño y devolviéndome a la vigilia.

Amar a Mar [fragmento]

Para Mar.

Paz en la mar a las olas de buena voluntad.
Vicente Huidobro



El día en que Paolo Ardengo decidió quitarse la vida fue un lunes a mediados de junio. No era el día de su cumpleaños, no cerraba ningún ciclo con nadie, no festejaba nada, no recordaba nada especial. Era simplemente un lunes común y corriente, ordinario, insípido como todos los lunes. Un lunes que podría haber sido jueves o domingo.
Pero no.
Era lunes.
Un afortunado lunes, y eso, precisamente, enderezó su destino.

Paolo Ardengo había despertado arrastrando del sueño a la vigilia la misma tristeza de hacía meses. Había estado mirado el techo blanco de su habitación dejando que los minutos largos y bajos pasaran delante de sus ojos. Había estado escuchando sus latidos, contando sus latidos como quien cuenta ovejas. Había deseado estar solo. Solo y el sabor a alquitrán de su boca; solo y la flor de sal de sus recuerdos que se desmoronaba mientras miraba el techo blanco, inmóvil.
Inmóvil el techo.
Inmóvil él.
Paolo Ardengo se levantó en silencio, fue a la cocina a preparar café y caminó en calzoncillos hasta el balcón. Echó un vistazo reconociendo su calle: el café de las gallegas, la tienda de foto de Diego, el restaurante italiano, las bicicletas atadas a los postes, el bar de brasileños, las motos estacionadas en batería, las turistas rubias con poca ropa y gafas y sandalias y mapas de Barcelona en la mano y pechos levantados y barbillas levantadas y faldas levantadas. Las rancheras de José Alfredo Jiménez se desbarrancaban desde el tercer piso del edificio de enfrente. Jóse, el culpable de la música, estaba ya en su balcón sentado en su silla de viejo olvidado; y en el balcón de al lado, la morena que cada tarde tomaba el sol completamente desnuda pero lejana, sumergida en la música de los auriculares, desconectada del aquí y del ahora y enchufada en el allá, quién sabe dónde.
Era lunes.
Repito.
Un lunes como cualquier otro.

Desde su balcón, Paolo Ardengo se inclinó y tomó la cuerda que tenía dispuesta desde la noche anterior, atada firmemente en un extremo al barandal y con un perfecto nudo de horca en la otra punta. Muchas veces había pensado en su muerte. Imaginaba su cadáver en medio del paisaje y se estremecía. Le resultaba bello imaginarse, por ejemplo, ardiendo sin vida en una pira en mitad del monte rodeado de araucarias y framboyanes que alfombraban la tierra con una lluvia de pétalos; o reventado en la acera después de caer de diez metros de altura, con los ojos abiertos, intuyendo por última vez los pasos de algún transeúnte que se acercaría a ofrecerle ayuda inútilmente; o ahogado en mitad de un océano frío, lejano, sin más elemento que el agua y la sal. Si embargo, había desechado una a una esas alternativas. La muerte en la pira porque sabía que en realidad no tendría fuerzas ni valor para hacerse fuego una vez rodeado de leña y rociado con gasolina. La muerte por lanzamiento de azotea porque le producía algo muy parecido a la indignación el hecho de imaginar su cuerpo reventado, pisoteado por los turistas en la acera. Y el ahogamiento, porque juzgaba que el mar era más bien un elemento de vida y no de muerte. «Quien se suicida en el mar no quiere suicidarse», pensaba, «lo que busca en realidad es trascenderse». Así, había llegado a la conclusión de que la muerte más digna era la horca. La horca tenía ese toque romántico y brutal que tanto seduce a los poetas. Y Paolo Ardengo era poeta. Unos meses antes había ido a tatuarse en la planta de los pies sus últimas palabras a este mundo. En la planta del pie izquierdo se leía:
“Esta vida”
y en la planta del pie derecho:
“es una mierda”.