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julio 30, 2015

"presentir", texto de Gabriela Puente a proposito de "Anoche me soñé muerta"



presentir
a Edson Lechuga
 por sus sospechas de siempre



despertar       presentir       lamentarse por el futuro    cargar con el pronóstico             mientras tus manos se tocan
tiemblan        se temen       se quiebran

las heridas dolerán             en sus llagas             su gangrena

seguir             (tener que)   con la sospecha en la entraña       mordiendo    dar la vuelta en la esquina
arriesgarse                con el presentimiento arraigado  lastre funesto            anclado a tus piernas que dudan

temer en el rincón de siempre     el escondite     el refugio    sin lugar para un milagro
donde ni milagros ni dioses existen       sólo las mentiras cobardes                      
saber       que lo que viene siempre         te alcanzará

mirar por encima del hombro      desconfiado       con la convicción
de que no lo esquivarás     y          pronto            muy pronto      valdrá madres

lamentarse       desde siempre         desde antes                       desde entonces            lamentarse

tragar             y no conocer             más que el sabor salado del llanto
más que el sabor en ayunas de bilis

echar llaves y candados alarmas       echar cartas         echar la suerte             oraciones      amuletos
seguir temiendo
desconfiado       de todos        de todo          de tu suerte
buena y mala

despertar       la madrugada           grito ahogado           con la sospecha cercana
ciertísima      galopando en tu pecho

 con la maldita certeza       despertar.


gabriela puente

julio 16, 2015

Cartografía imposible para llegar a Pahuatlán de Valle



Presentación de la novela Anoche me soñé muerta, de Edson Lechuga
Carlos Aníbal Alonso (La Habana)

Hay un ensayo que siempre me llamó la atención dentro de ese libro extraordinario, y en muchos sentidos ejemplar, que es Ensayos críticos sobre la literatura europea. Entre las novedades literarias que ofrece la tradición europea desde Virgilio hasta el “joven” Cocteau, el profesor Curtius desliza, a manera de sobresalto, una profunda reflexión sobre el americano Ralph Waldo Emerson. Más allá de sus afinidades con Balzac, la prosa de Emerson despierta en Curtius una admiración sin reservas, una admiración que viene a ser el umbral para un deslumbramiento mayor con el Nuevo Mundo: esa nueva posibilidad que se le antoja a Curtius compensación de tantos fracasos, expiación del cansancio europeo. Los atropellos de la historia, el trauma implacable de una guerra mundial que, más que gloria, dejó tras de sí un profundo hastío, la falta de fe y el desgarramiento cínico, la experiencia de una modernidad que amenaza con destruir lo más valioso de la historia y sus tradiciones han producido un tipo de hombre que ya no está en “comunión vital con la naturaleza”. Ni Rousseau, ni Hölderlin, tampoco Baudelaire y Wordsworth son capaces de sortear la tentación de convertir la naturaleza en un paisaje de mármol y metal. “Hacer compatible la eterna revelación de la naturaleza con el trabajo y el tráfico, con la industria y la realidad cotidiana, éste es un mensaje que estaba reservado al Nuevo Mundo”; tal es la magnitud de la promesa que atribuye Curtius al “genio americano” en un gesto que apunta insistentemente a Emerson, pero que también se proyecta en Whitman. El escenario del Nuevo Mundo es la clave: el tono profético de Emerson funda una América anterior al “americanismo”, una América que se inserta en el tiempo a partir de su historia posterior. Más abierta, más viva, la prosa de Emerson no padece el peso de varios siglos de una tradición paralizante.
Con mayor o menor intensidad, todo el continente americano participa de un impulso semejante; se suma al coro de la modernidad empeñado en apropiarse de un nuevo comienzo. Más de un siglo después de los Ensayos de Curtius, el espacio latinoamericano ha sido testigo de varias guerras de independencia contra el régimen colonial, del surgimiento de varias Repúblicas, y con ellas de un discurso republicano y nacionalista que habla casi siempre desde la frustración, de emigraciones masivas, de guerras civiles y de no pocos dictadores, de una revolución socialista y de su fracaso, de guerrillas y narcotráfico… en fin: lo que trato de fijar es el cuadro de una modernidad que ha quedado trunca. Más de un siglo después de los Ensayos de Curtius, en un amplio abanico que va desde los códices encontrados en el siglo XVI hasta los hipertextos del XXI, las maneras de nombrar y ordenar lo latinoamericano “semejan un caleidoscopio donde los cristales rotos cambian de color tanto como los camaleones observados” (Villoro), en un cruce de miradas que va de lo desenfocado a lo alucinatorio. A fuerza de desencanto, la acumulación de experiencias frustrantes y el impulso dominante de lo global han enseñado a tomar distancia de las cosas, han hecho de la evasión una marca generacional, pero, sobre todo, han enseñado a muchos el escepticismo, y a otros algo parecido al compromiso.
Creo que puedo decir sin exagerar que la narrativa latinoamericana vive en las últimas décadas un momento de auge, de reconocimiento universal marcado por una fuerte balcanización y por la presencia de una gran diversidad de voces alejadas de aquella voluntad de integración que determinó el escenario literario latinoamericano en la década de los sesenta. La gestión y la competencia entre las editoriales españolas fundamentalmente, la gran cantidad de traducciones a otros idiomas y la cada vez más rápida difusión del libro propiciada por las nuevas tecnologías determinan un panorama de crisis, dispersiones y rupturas en los más recientes proyectos literarios, a los cuales parece interesarles muy poco pensar en términos supranacionales. Los autores posteriores al así llamado y así aclamado “boom latinoamericano” se mueven por fuerza al interior de una cartografía que ya no se reconoce a sí misma dentro de un proyecto continental, en una cartografía que incluye, en cambio, el cuestionamiento de la fe en la existencia de una literatura latinoamericana, la rebelión contra la condición hispánica, el tránsito de lo público a lo privado, del nosotros al yo; una cartografía cuya marca característica sería, al cabo, la de una hibridez sin centro.
Ante un cuadro de semejantes proporciones, el escritor poblano Edson Lechuga presenta su tercera novela Anoche me soñé muerta (publicada bajo el sello editorial Axial) en un contexto que comparten generaciones que han pasado de la euforia militante de los sesenta a la depresión reflexiva de los setenta, del realismo mágico al realismo virtual, de la novela total a los amasijos informes celebrados por el esplendor multicultural, de la grandiosidad al narcisismo, de la obsesión con la definición de una tradición al impulso dominante de lo global… y al hacerlo, Lechuga parece proponernos otra vez un regreso a la tradición, al testimonio de una naturaleza desbordada, a la recuperación de la memoria colectiva en una especie de viaje a la semilla al pasado indígena, a los mitos de su pueblo natal: Pahuatlán del Valle.
A la manera de un espejo que reflejara una imagen siempre algo distorsionada (o diría: siempre algo más precisa) del modelo original, hasta que la fuente pareciera desdibujarse y solo entrega el reflejo como verdad última de una imagen anterior que regresa, se muestra y se transforma en su multiplicidad de imagen, la nostalgia de Pahuatlán emerge en la obra de Lechuga como intento de rumear en los despojos del pasado las marcas del presente, o mejor, como centro de una utopía que aspira a una verdad más fiel que la que nos ofrece nuestra propia experiencia.
Lechuga escribe impulsado por la fuerza de la nostalgia, desde la fascinación y el encantamiento por las voces de unos personajes que habitan en el espacio de la memoria y modulan una identidad, una historia, una manera de pertenecer al mundo. En la medida en que las formas de representación de ese entorno están determinadas por la magia y por sucesos premonitorios y fantásticos, la novela encarna una suerte de epopeya posmoderna del realismo mágico americano. Por momentos, cede a la neurosis del espacio que entiende la condición latinoamericana como una totalidad portadora de atributos inexplicables. Sin embargo, toda vez que la exigencia de valores pone en evidencia las carencias de la realidad, lo importante viene a ser la fuerza de una imagen, su capacidad para decidir un verdadero desvío creador. Porque de lo que se trata en definitiva es de la experiencia de la enunciación, no de la experiencia vivencial. De modo que su misión declarada ha sido la de escribir sobre la tradición, pero alejado del costumbrismo, poner a dialogar contenidos antiguos con formatos posmodernos.
Como fundamento implícito de la estructura de su novela, se actualiza ese entrecruzamiento crítico entre la verdad y la falsedad, entre realidad y mito, esa tensión íntima y decisiva capaz de decidir un estilo. No interesa, para Lechuga, aquello que realmente ocurrió en el pasado, sino lo que pudo haber ocurrido, lo que ha quedado impreso en el imaginario popular, aquello que decide la cifra de una identidad. La novela se articula para salvar la memoria, precisamente cuando la memoria viene a ser lo mismo que la posteridad.
Se trata de obtener de un determinado contexto una esencia, un mito capaz de poner en evidencia la función poética y cognoscitiva, la capacidad de resaltar, con una claridad de laboratorio, un experimento del mundo. Y esa noción de lo experimental pasa en primer lugar por el estilo, por la hechura literaria. La seducción del sistema de imágenes de Anoche me soñé muerta participa del afán de encontrar, desde una conciencia colectiva, una expresión suya, original, una expresión fragmentada que contorsiona la sintaxis, que quiebra la frase o se rebela contra la convención de separar la palabra con espacios, por ejemplo, una expresión acoplada a las modulaciones de la poesía con el objetivo tácito de convertirse en un canon de sí misma. Lo que importa es la función poética, ese trabajo detenido sobre el lenguaje; solo que Lechuga, además, busca algo así como un efecto desestabilizador que se cuestiona por momentos la pertinencia de la narración, para experimentar con las bondades de la tradición oral.
En una reciente entrevista Edson Lehuga afirmó: “El arte es el encargado de pensar la realidad. Todas las disciplinas artísticas tienen la función de pensar la realidad y después cuestionarla. Si no pensamos la realidad, el hombre no sería lo que es, seríamos una horda de tecnócratas robotizados. Cuestionar la realidad quiere decir cuestionarlo todo, pensar la realidad quiere decir pensarlo todo; entonces, la literatura debe cuestionar las tradiciones, las religiones, las instituciones, las teorías, para dejar en el lector un sedimento de duda, para que resulte en un pensamiento más agudo y crítico, en una conciencia social más transparente, más despierta”. Queden sus palabras como invitación a la lectura de esta novela en la que conviven vírgenes cristianas y sacrificios aztecas en un espacio donde la única salida que es dada a sus personajes es la fuga de la realidad, una realidad donde deambulan hombres convertidos en cuervos, santos llorones y estatuas asesinas. Ahora los lectores tienen la palabra.

julio 14, 2015

Pájaros en la cabeza

Sobre "Anoche me soñé muerta" de Edson lechuga

Por: Menahén Guadarrama

Hace algunos años, el escritor estadounidense Ray Bradbury paseaba con un amigo durante la noche por las calles de Los Ángeles, cuando una patrulla se les acercó y los detuvo por un momento; del auto bajó un policía y les preguntó qué es lo que estaban haciendo.
Ray Bradbury le explicó que sólo caminaban y conversaban, a lo que el oficial incrédulo insistió en interrogarlos, hasta que el escritor le demostró algo que era  a simple vista evidente, que si hubieran estado asaltando o robando se moverían en coche y no a pie o estarían corriendo, no conforme con la explicación, el policía le sentenció para terminar la discusión: está bien, pero no lo vuelvan a hacer.
Gracias a esta anécdota Ray Bradbury escribió un cuento llamado El peatón, una historia donde está prohibido caminar y a los peatones se les trata como criminales. Al pasar el tiempo, esta historia fue transformándose hasta que se convirtió en la trama principal de su gran novela Fahrenheit 451, en ella narra un tiempo futuro en el cual están prohibidos los libros y los lectores son tratados como criminales. En ese tiempo futuro de Fahrenheit 451, como muchos de ustedes saben, existe un cuerpo de bomberos que no apaga incendios, al contrario, generan los incendios al quemar todos los libros que se crucen en su camino, de ahí que Ray Bradbury escogiera el título de Fahrenheit 451: la temperatura exacta en la que el papel de los libros se inflama y arde, es una temperatura equivalente a los 232.8 grados centígrados.

Pero ¿qué tiene que ver esta historia con la novela de Anoche me soñé muerta?, se estarán preguntando, al parecer nada, sin embargo, al leer la más reciente novela de Edson Lechuga me hizo recordar la anécdota y el título de la novela de Ray Bradbury porque me  ocurrió lo que sucede cuando uno lee una gran historia bien escrita: cuestionarme y cuestionarla.
Anoche me soñé muerta me hizo preguntarme por qué tenía tanto calor mientras la leía, y me hizo cuestionarme durante la mayor parte de la novela lo siguiente: cuál es la temperatura exacta para que hayan llovido pájaros en Pahuatlán; cuál es la temperatura exacta para que hayan llovido pájaros en mi cabeza.

Avanzaba en la lectura, y a pesar de la lluvia de agua de las pasadas noches aquí en la Ciudad de México, sentía el calor sofocante que azotaba en las páginas de la novela, y tenía la esperanza que de pronto, al asomarme al patio de mi casa, aparecería Bulmaro y transformaría en cuervos el agua que caía y los vería volar, por desgracia, Bulmaro nunca apareció.

Al no encontrar respuestas ante mis interrogantes, entendí que Anoche me soñé muerta no se miden en grados Fahrenheit o en grados centígrados, su temperatura es diferente, se siente, se padece, se huele, se disfruta, se lee y se mide en personajes fabulosos que representan más de un significado en la historia que les tocó vivir, en personajes entrañables que hacen que el mundo se reduzca a un pueblo tan real como su propia ficción. Esta novela se mide en terrenos literarios donde el autor se la juega en su lugar de origen, pero con un destino incierto, sin dejarse llevar por las modas literarias donde impera más la globalización que una buena trama.
Así como en la novela la sequía se mide en agua, la lluvia en pájaros y el amor en sacrificios, Anoche me soñé muerta también se mide en el riesgo de re invención que asume Edson Lechuga como autor, al utilizar un estilo diferente al de sus obras anteriores, un estilo tan depurado como si hubiera escrito con una hoz en la mano para dejar fuera la maleza del regodeo literario, de la palabrería fácil,  logrando un estilo conciso en su forma, pero hondo en su contenido, tan hondo, que si uno lee la novela en voz alta se escucha su propio eco.

Anoche me soñé muerta hace arder algunos de los huecos que existen en el papel, entre algunas de las palabras, esos huecos que Edson Lechuga eligió tapar con puntos, como si fueran piedras candentes, y así lograr otra vez su propio guiño literario, su propio camino de tierra y piedras en la literatura mexicana, donde cada vez abunda más el coctel, la banqueta y el concreto, donde por desgracia, la sequía no es de la tierra,  es de las buenas ideas.

Fulminante en significados, símbolos, y ceremonias, tengan cuidado cuando la lean, porque esta novela transforma a hombres en cuervos, a mujeres en vírgenes, a santos de madera en asesinos, a la muerte en perros, a pájaros en lluvia y a sus lectores en muertos de sed, por eso también se mide en los vasos de agua que te tomas mientras la lees, en las veces que te llega el olor a agua bendita mientras te encuentras sentado en la calle leyendo, y en las ocasiones que te sacudes la ropa pensando en la polvareda de una sequía interminable.

Y así como el abandono se mide en ausencias, Edson Lechuga nos muestra de a poco su inagotable tema del que nos ha hablado en cada uno de sus libros, el tema de la migración que a su vez, es su propia ausencia. Sin embargo, me llama la atención que en esta oportunidad decidió no tener piedad con ninguno de sus personajes, ni con su pueblo en donde está su ombligo y al que quiere tanto. En esta ocasión decidió tratarlos como criminales y castigarlos como se castiga a quien se extraña, a quien no aparece por más que se le llame, por más que se la dediquen sacrificios, y mejor decidió condenarlos a una disyuntiva donde la solución puede ser peor que el problema, una disyuntiva que él mismo tuvo que sortear más de una vez y sospecho, que por eso se venga de sus personajes y su pueblo, esa disyuntiva en la que tarde o temprano todos caemos: te quedas o te vas. Y es así que en Anoche me soñé muerta los que se quedan tal vez mueran de sed, y los que se van, tal vez mueran de ausencia, de no pertenecer, de dejar de ser tierra, campo, sembradío.

Terminé de leer Anoche me soñé muerta sin saber con exactitud cuántos grados se necesitan para que lluevan pájaros en Pahuatlán, pero también terminé de leerla con la certeza de que a pesar del calor, la disfrute a 451 grados Fahrenheit, y a su equivalente en grados Celsius, 232.8 grados centígrados y por fortuna, no tuve quemaduras de ningún grado, pero les aseguro que morí de sed más de una vez mientras llovían pájaros en mi cabeza.


DF. Mayo 2015.