Notas a propósito de la novela gotas.de.mercurio de Edson Lechuga.
Por Eduardo Sabugal
“uno
de esos hombres contradictorios, duales, que dentro de un enorme sí, calientan un profundo no.”
Edson Lechuga
Un
juego, un rito, así podía entenderse la escritura, como un viejo juego
insensato, un rito de conjura. En gotas.de.mercurio
de Edson Lechuga encontré muchas cosas en la diégesis misma que me hablaron de
cerca con cierta insistencia maligna, con dolor, con familiaridad. Pero además
de ese feliz reconocimiento del azar, de la rabia, de la desolación, de cierta
sincronicidad que fui encontrando en la historia contenida en gotas.de.mercurio, también encontré un
notable afán técnico por la escritura que funcionaba en paralelo respecto al
desarrollo de la trama. Una estrategia de seducción y de deconstrucción en las
dimensiones lingüísticas; la sintaxis, la semántica, quedaban retorcidas o
saboteadas igual que las atmósferas de polución e intoxicación en las que se
asfixiaban insalubremente los personajes.
Los puntos en medio de las palabras que separan y aglutinan al mismo
tiempo, me pareció una técnica derridadiana que aparece como una declaración de
guerra desde el principio, desde el título mismo de la novela. Esos puntos
colocados en un entre, arrastran las
palabras a una nueva sintaxis, una nueva notación, en una suerte de copulación
atómica, de dispersión. Dispersión lingüística que destruye todo curso
narrativo tradicional porque los personajes mismos ya no pueden hablar, separar
unas cosas de otras, pensar claro y distinto, porque el mundo en sus mentes ya
está atomizado, lleno de puntos como lunares. Mundo enquistado y encostrado,
con entes aglutinados apenas separados por una diminuta frontera en forma de
punto. Los personajes tienen también un punto entre ceja y ceja. Puntos que son
gotas, de un desagüe o desangre lento, dripping de gotas de mercurio, pero
también de cera, de lluvia.ácida y de
secreción.que.brota.de.la.noche.
La
otra técnica de desmontaje opera en la interrupción y la neutralización. Lo
erótico puede ocurrir en la mitad de un puente peatonal, porque los puentes son
esa zona intermedia, ese entre que
promete una reunión de orillas. En los textos también Eros (con todo el poder
de la seducción) trabaja calladamente en un espacio neutro, un entre que deja en las orillas sólo zonas
de luz. A Edson Lechuga parece obsesionarle la extinción de las orillas pero al
mismo tiempo se entretiene en lo neutro, en la superficie de un texto neutro. Fue
Maurice Blanchot quien hizo una concienzuda apología de lo neutro (a propósito
de Kafka) y la interrupción, como estrategias filosóficas y de escritura, en
donde justamente aquello que habla en los textos no es una voz o un autor, sino
una interrupción, algo inacabado, como eso que puede ocurrir a la mitad de un
puente peatonal o dentro de un sobre sin abrir. El problema del entre, sin llegar a las orillas, y la
deconstrucción, operan en la superficie del drama y del texto, en las
fotografías textuales y visuales, en un mapa, en una nuca, en la estampita de
una virgen. El juego de superficie, la inscripción en la piel del otro, la
visión en el espejo de Silvana, el espejo de un baño, el pergamino de un papel
amate. La superficie termina siendo un lugar inhabitable, como las sábanas de
una cama en un cuarto de hotel, donde suceden cosas, es más, donde todo puede
suceder o las cosas más importantes pueden suceder, pero se imposibilita la
estadía. Uno no puede quedarse ahí, sin riesgo de desaparecer. En ese espacio
neutro tampoco se puede construir una identidad, porque es el entre, una lucha entre dos polos que
tironean, un toro de dos cabezas.
La
salud, el refugio, el consuelo y el amparo estaban imposibilitados porque no
existía el “nosotros”, ya todo estaba ido, convertido en una lágrima de semen,
en un pinche dripping ontológico que atormenta. El personaje dice: “Dejaba que
los minutos líquidos pasasen a través de mí como un fluido de mercurio.”
gotas.de.mercurio es también el relato
de una huida, una fuga pánica y un regreso. Instaura lo que Enrique Lynch llama
Un tiempo homérico, que es el de la partida y el regreso. Gracias a la
fabulación, a las mentiras que escribimos en un cuaderno, gracias a nuestras
Dorinas que inventamos mientras llueve y suena Shubert, gracias a la
instauración de la escritura, del contar, es que conjuramos ese otro tiempo, el
de la muerte, el de la finitud, el del alcaloide, el de la droga escarbando el
cerebro. Sergio como Sheherezade, cuenta para no morir. Para no dejarse embestir
por esa bestia bicéfala que es él mismo, toreando a los coches en Mixcoac.
Sergio y Diego, tauro de dos cabezas, urbano y rural al mismo tiempo, recuerda
a otras parejas, estas míticas y memorables. Pienso en los hermanos Polux y
Castor, asociados a la constelación de Géminis. Llamados los Dióscoros que
significa los hijos de dios. Sergio y Diego son Dióscoros impregnados de
alcohol y drogas, de rolas de Real de catorce, partícipes de una tauromaquia
siniestra. En la dimensión mítica existen siempre dos gemelos, una mitad mortal
y otra mitad inmortal. Los Dióscoros, unidos por el amor fraternal, originalmente
nunca se separaban y podían ir a buscar sin miedo el Vellocino de oro o invadir
Atenas. Cástor, domador de caballos y Pólux, boxeador, eran símbolo de una
pareja echa para las hazañas. Por un castigo de Zeus, la muerte los separó. Pertenecen
a medias al Olimpo celestial y a medias al mundo subterráneo del Hades. Cambian
de lugar en días alternos (nunca pudiendo estar juntos de nuevo) y se pasean de
la oscuridad a la luz y de la luz a la oscuridad. Por eso esta bestia bicéfala
de Sergio y Diego están enjaulados en una azotea, no pueden ascender ni
descender por completo, por mucho que intenten tocar los aviones y las palomas
con los dedos. También pienso en Rómulo
y Remo, el tema del gemelo oscuro que intenta destruir a su hermano luminoso.
Pienso en la daga que mató a Diego e inevitablemente sospecho de Sergio. Sabemos
que en el fondo eso es la sombra, eso que Carl Jung llamó la sombra. Una suerte
de combate con un enemigo interno. Caín y Abel, internalizados en un toro, le
sirve a Edson Lechuga para llevar su estrategia de diseminación derridadiana en
dos superficies: la diégesis y la forma. El lenguaje presenta una dualidad
similar a la de los Dióscoros, las palabras muestran y ocultan al mismo tiempo,
como Silvana que se pasea en toalla de baño y uno no puede más que imaginársela
desnuda bajo esa toalla que cubre y descubre. Como el relevo de los gemelos que
se tienen que mostrar y esconder.
Ernst
Cassirer decía que somos animales simbólicos, y es que estos perros.de.azotea
son justamente eso, animales prófugos que se rodean de símbolos para escalar en
la rampa zoológica; cartas perdidas, robadas, apiladas, postales o imágenes de
vírgenes negras, braguitas de una mujer extraña y familiar, un boleto a Xalapa
que nunca se usó, tres libros, tres portadas de libros, fotografías, un mapa,
lo objetual se fetichiza. Y también opera una transferencia de esa
fetichización de los objetos a los recuerdos, como si los productos del
recuerdo fueran objetos también mágicos, como si en lugar de ser ausencias, aún
conservaran una secreta potencia presente; una habitación, el número de una
habitación, la cifra 309, un álamo, un cobertizo para caballos, un bar en Coyoacán,
tres llamadas perdidas, las 20:20 horas, una tonada de Schubert que suena desde
un manuscrito, un departamento en el Carrer Ample, son recuerdos que también
funcionan como objetos fetiche, objetos que se vengan del sujeto que los
recuerda.
Al
margen de los autores explícitamente homenajeados como Bolaño, Girondo y
Kristof, también encontré ecos de la imagen que analiza filosóficamente Jean
Baudrillard: la de aquel hombre sentado, contemplando en un día de huelga, su
pantalla de televisión vacía, y que será algún día, dice Baudrillard, una de
las más hermosas imágenes de la antropología del siglo XX. Hay escenas
cruciales en estas gotas.de.mercurio que
ocurren con el televisor encendido, escupiendo su luz insulsa.
Respecto
a las mujeres, encuentro varias versiones de Eva. El poder de la culpa, del
recuerdo de la culpa y la tentación, ellas son el poder de un pecado siempre
original, son la seducción pero también lo que mueve al viaje. Son el viaje y
el riesgo del viaje, como las sirenas de las que huye Ulises. Esas “ellas” de
Lechuga son bolañianas o girondeanas, tienen algo de la Alcira Soust Scaffo que
persiguió detectivescamente Roberto Bolaño bajo el disfraz de Arturo Belano. Según
Ignacio Bajter, fuera de la ficción, Alcira decía: “¡Pinche Roberto!, por qué
no me saca de esos libros”, la misma imprecación deben estarle haciendo a Edson
Lechuga, aquella Martha, Lara, Dorina y Silvana.
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