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mayo 01, 2008

Frijoles quemados

Soñé que estaba en una habitación con las paredes excesivamente altas. Eran unas paredes de adobe, sin ventanas. Sin embargo, entre el techo de tejas y los muros, había una apertura que hacía de la habitación un espacio iluminado con un chorro de luz anaranjada, cálida. Los muros estaban impresos con bajorrelieves de siluetas de manos abiertas. Miles de manos impresas sobre aquellas enormes paredes de adobe. Al contemplarlas pensé en mis palmas y las miré. Tenía las mismas manos de ahora, incluso estaba anillado con un aro de plata en el mismo dedo: el pulgar derecho. Tomé el anillo ―que extrañamente se rompió por la parte de abajo― y lo abrí como quien abre un aro de alambre. Esta apertura sirvió para ponérmelo en el lóbulo de la oreja izquierda, justo donde tengo dos aros más como pendientes. Los dos aros de la oreja más el aro nuevo sumaban cuatro, no tres. Cuatro aretes de plata que pendían de mi oreja izquierda y destellaban pequeños reflejos de la cálida luz anaranjada que entraba a chorros por el hueco del techo. Sonaba un ruidito en las tejas como de lluvia, pero no llovía.



En el centro de la habitación había sólo una mesita cubierta con una carpetita tejida a mano ―de aquellas carpetitas de ganchillo que en los años 70’s las señoras ponían sobre todos los muebles para adornarlos― y sobre la carpetita un florero de cristal opaco lleno de agua que contenía un ramo de flores. Los pétalos eran intensamente rojos ―rojos como sangre viva, rojos como lunas rojas― y en la punta de cada uno de ellos nacía una garra de águila, feroz, agresiva. Dirigí mi atención al agua del florero y pude ver, con la escena iluminada en tonos azul oscuro y plata, como navegaba a vela un barco de madera. Se trataba de un galeón español. Arrumbaba en dirección oeste con las velas desplegadas. Se movía suave empujado por el viento, silencioso y vacío; porque estaba vacío, nadie lo tripulaba. Las azul negruzcas aguas del florero rebotaban reflejos plata cuando chocaban mansas en la proa, y el ruido como de lluvia dejó paso a un ruido como de olas. En la distancia, sobre un manto casi negro, se percibía apenas un levísimo filo de luz horizontal que atravesaba la escena de lado a lado. El galeón fue girando con cansancio la proa hacia el norte, en dirección opuesta a mí, y se fue alejando con un movimiento apenas perceptible, sin el menor atisbo de prisa, hacia el filo de luz horizontal.

Volví mis ojos a las flores, a los pétalos rojos como lunas rojas, a las violentas garras de águila. Ahí, me sedujo la idea de tocarlas: deslizar la yema de los dedos por aquellas garras filosas como hoja de afeitar; cerrar los ojos y concentrar toda mi atención en la agudas aristas sobre mis yemas; resbalar mi caricia hacia los pétalos tersos, sentirlos sólo un instante para luego devolver mis dedos a la garras nocivas y punzantes.

No lo hice.

En lugar de eso tomé los pendientes de plata de mi oreja y con ellos fui anillando las garras. Los aretes se multiplicaron hasta igualarse al número de pétalos. Los conté con circunspección: nueve.

―Nueve ―dije en voz alta.

Los contemplé por un momento: hermosos pétalos rojos como lunas rojas con unas garras de águila en sus puntas anilladas con un aro de plata; y en su base, sumergido en una noche azul oscura, un galeón alejándose hacia un filo de luz en el horizonte.

Mientras miraba aquella delicada y maléfica imagen, llegó a mí un familiar olor a quemado. Me acerqué a la estufa ―estaba situada junto a uno de los muros impresos con bajorrelieves de siluetas de manos abiertas―. Sobre los fogones descansaba una cazuela con frijoles borboteando y un sartén de peltre azul. Indudablemente la cazuela con frijoles era la de casa de mi abuela; indudablemente el sartén de peltre era el de casa de mi madre.

Frente a la estufa apareció una mujer muy vieja de pelo color ceniza y enrebosada. Nunca me dio la cara, siempre estuvo de espaldas a mí.

―No te preocupes. Todo está bien ―me dijo con una voz de anciana buena.

―Que raro ―contesté acercándome a la estufa.

―¿Por qué raro? ―preguntó ella haciendo ver que tenía controlados los guisos.

―Porque generalmente soy una bestia ―contesté y comprobé las perillas de la estufa: Efectivamente, estaban abiertas.

Giré con suavidad una a una las llaves de la estufa sintiendo la fricción que hacían al moverse. Vi como el fuego de los fogones poco a poco se iba hundiendo hasta extinguirse. Pero en el último latigazo de una pequeña llama pude ver el reflejo de los pétalos rojos como lunas rojas anillados con aros de plata, y la anciana buena frente a uno de los muros impresos con bajorrelieves de siluetas de manos abiertas, y los chorros de luz cálida que entraba por el hueco del techo, y el agua del florero donde navegaba el galeón.

Sentí límpidamente el rasposo olor a frijoles quemados. Observé con tiento su color, su forma y su textura dentro de la cazuela ―de casa de mi abuela―. Incluso probé con el dedo los esquites que había en el sartén de peltre azul ―de casa de mi madre―. Pese a estar algo chamuscados, tanto los frijoles como los esquites, eran apetitosos, muy apetitosos. Salivé.

Entonces, llegó esa neblina tibia que va sacándome del sueño y devolviéndome a la vigilia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

a mi tambien se me han quemado los frijoles estando en un sueño pero mas que dormida, despierta tratando de eternisar ese sentir que solo se siente estando alli parada en casa de mi abuela y en ese pueblo magico, y sin importar lo quemado los disfrutas...