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enero 01, 2009

Anoche me soñé muerta [cap. 1]

La noche anterior Gloria había soñado que Pahuatlán ardía.
El incendio comenzaba en la falda del cerro de Ahíla y desde su ventana podía ver el resplandor del fuego comiéndose al pueblo. La gente se organizaba para detener las llamara-das; hacían una cadena humana y acarreaban cubetas con agua desde la fuente del parque hasta el barrio Unido. Los baldes pasaban de mano en mano intentando detener a la bestia embravecida que devoraba árboles, huertas y corrales.
El fuego había venido de fuera, de lejos, de otro sitio diferente al mundo.


Había entrado por el barrio de Chancalco colándose por las ventanas escupiendo llamaradas, derribando fincas, tumbando postes y dejando los cables eléctricos chicoteando encendidos.
Luego había subido hasta el panteón a desbaratar las criptas.
Arrancaba a los muertos de sus tumbas y les achicharraba los huesos; profanaba las lápidas y quemaba muertos viejos y recientes tiñendo sus llamaradas de un color azul violáceo debido al tuétano que servía de combustible. Algunas calaveras salían rodando de entre las llamas con los huecos de los ojos enrojecidos, empujadas por las convulsiones de la lumbre.
Después cambiaba de dirección como si tuviera voluntad propia.
Se dirigía hacia el barrio del Mirador haciendo una herradura que envolvía a Pahuatlán en las llamas del infierno. A su paso la quemazón encontraba un chiquero con marranos en engorda, y sin piedad se les echaba encima carcomiéndoles la carne. Las crepitaciones crecían por la grasa de los cerdos y el ruido del fuego se llenaba de otro ruido: el chillido agudo de los marranos que, desesperados, intentaban huir de la boca de la lumbre. Uno de ellos, embestía la puerta del chiquero enloquecido por el ardor y salía huyendo envuelto en llamas. La bola de fuego chillaba horriblemente rebotando entre las casas, a media calle, de una acera a otra, revolcándose en la tierra hasta que la lumbre lo dejaba sin fuerzas.
Los árboles también lloraban.
Cada vez que alguno se venía abajo, vencido, se escuchaba el lamento ronco de su tallo.
Algunas personas se percataban a tiempo de las llama-radas y salían corriendo hacia la carretera de Huahuchinango. Otros, montando sus caballos, arrancaban rumbo a Tlacuilo. Incluso había gente que en vez de morir en el sueño, se aventaba por el barranco de detrás de la escuela Leandro Valle, sin importarles los golpes, los rasguños, las lajas que abrían sus carnes, las piedras que hacían tronar sus huesos cuando iban cayendo.
El sueño de Gloria fue tan vívido que le pareció real cuando, al salir de casa desquiciada de nervios por el incendio, por vez primera lo miró:
Un dios azteca.
Ostentaba en la cabeza el tocado de las deidades, la cara tachada con insignias de ofrenda; las piernas poderosas trazadas por el músculo; los pies calzados con un racimo de conchas ceremoniales. Con la mano derecha sujetaba firme la lanza de guerra que mostraba en la punta el terrible filo de una obsidiana; con la izquierda la copa de la sangre de los inmolados; y estaba metido en la piel de un hombre sacrificado.
Era un ser de fuego.
Ardían sus ojos, su boca, y ardía también el centro de su pecho. Gloria quedaba paralizada cuando el dios azteca acercaba su humanidad incandescente y señalaba en medio de sus pechos con el terrible filo de obsidiana.
En el sueño, Gloria corría desesperadamente calle arriba intentando salvarse; y desde la esquina podía ver cómo la herradura de fuego iba rodeando a Pahuatlán dejando sólo una salida. A gritos, poniendo su cuerpo delante de la multitud que corría sin sentido, llamaba la atención y señalaba la única puerta que ofrecía el incendio, pero entonces, miraba con horror cómo unía sus puntas encerrándolos en su corazón ardiente.
El anillo de lumbre viva comenzaba a cerrarse sobre ellos, iba haciendo estallar los tanques de agua, reventando los tinacos, derribando techos y tejabanes, devorando casas y plantas. Los pájaros volaban en parvadas espantadizas. Las calles se llenaban de una estampida de mulas, caballos, gallinas, cerdos, ratas y personas despavoridas que corrían hacia el centro del pueblo e iban apelotonándose en la plaza. Algu-nas personas morían aplastadas por las patas de las bestias, o quedaban a merced del fuego heridas en el suelo. Hasta que llegó el momento en que todos estaban ahí, apretados unos contra otros, mulas contra hombres, niños contra cerdos, aterrorizados, rodeados por el humo y las llamaradas que despedían un olor a carne y plumas quemadas.
Dentro del sueño, Gloria recordó la pestilencia que inva-dió a Pahuatlán el día de la lluvia de pájaros, y quiso, igual que entonces, arrodillarse ante la Virgen de la Inmaculada Concepción a rezar por su alma.
Pero en el sueño no había Virgen alguna.
Sólo estaba el incendio asesino que intentaba acabar con ella y que ahora elevaba ante sus ojos una ola de lava y la dejaba caer espesa y ardiente sobre su rostro.

Gloria se enderezó en la cama empapada en sudor y con el miedo carcomiéndola por dentro. Sus ojos se encontraron con la negrura de la noche, con el sofoco, con el bochorno, con la sed. Tuvo que esperar un rato a que sus pupilas se acostumbraran a la oscuridad y a que su cabeza fuera comprendiendo que había sido un mal sueño.
Pero cuando estuvo clara y llegó la realidad a su entendimiento, tuvo ganas de volver al sueño, a la pesadilla, al ardor de las llamaradas.
Fue consciente de que el horror del sueño, por terrible que fuera, era menos cruel que los escupitajos malolientes de su realidad.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Lechu,
Me ha encantado este Anoche me soñé muerta. Que descripción-narración más vívida. Que horror de fuego más bien descrito. Leerlo me ha causado honda admiración por su pluma, caballero.
Y qué decir de la magnífica expectativa con que despides el texto: los escupitajos malolientes de la cruel realidad de Gloria. Dios bendito ¿qué le pasa a esta mujer que sea peor que morir calcinada en un pavoroso fuego?
En fin. Se espera con ansia saberlo.
Saludos yhasta muy prontito.
MR