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septiembre 14, 2009

gotas.de.mercurio [6]

Desde esta ventana puedo ver las luces de la autopista. Creo que ya te lo había dicho, Dorina. ¿Verdad? El caso es que estas luces me hacen recordar otras, como las de la torre Latinoamericana que vimos aquel día, desde la azotea de tu departamento.
¿Recuerdas?
Antes habíamos comido juntos en la cafetería de la Universidad, habíamos fumado marihuana en el Espacio Escultórico y te había acercado a casa después de acercarlo a él; porque íbamos los tres: tú, yo y él. Debo decirte que nunca pensé que podría traicionarlo tan sinceramente, tan sin tiempo entre los besos de ustedes y los besos nuestros. Lo digo porque cuando se despidió de ti los vi besarse, a ambos, tú a él y él a ti, con talento, con apetencia. Los vi ir uno hacia el otro y el otro hacia el uno y me sentí un apéndice, una añadidura. Intenté largarme, Dorina, te consta. Intenté dejarlos en solos, llevarlos a tu departamento o a su casa o, incluso, pagarles un hotel para que pudieran seguirse diciendo cosas sucias al oído sin la necesidad de estar soportando a este hombre enmarihuanado que hablaba de Valente y de Pizarnik y de lo hermoso que es la pelvis de las mujeres nacidas en virgo. Pero se opusieron ambos: tú dijiste que era más grande el cansancio que las ganas y él dijo que tenía visitas. Yo me puse triste, porque siempre es triste una renuncia, porque me hubiera hecho feliz dejarlos desnudos, fumados y solos sobre una cama. Así que nos fuimos, dejamos abandonadas las esculturas, nos olvidamos de los matorrales, de la piedra, de la luz de la tarde que se había echado al lado nuestro como una bestia mansa.
«Dejamos primero a él», rompiste nuestro mundo mudo con esas palabras cuando estábamos ya en las avenidas de esta ciudad de cables y antenas. Nadie protestó. Los tres buscábamos lo mismo calladamente, ocultamente, tapadamente. Tú: estar a mi lado sin él. Él: dejarnos solos, ponernos a prueba. Yo: tenerte, hacer circulitos con la yema de mis dedos al rededor de tus pezones. Cada uno sabía qué pensaban los otros pero suponíamos que ninguno iba a ser capaz de nada. Suponíamos que a ti no te iba a vencer el deseo, que él no nos iba a poner a prueba, y que yo no iba a ser capaz de ponerte un dedo encima: tú eras mi alumna; él era mi alumno; yo era su profesor.
Fallamos, Dorina.
Fallamos los tres.
Ya que una vez estando frente a tu casa, todavía con la humedad de sus besos en tus labios, te besé. Y no hubo entonces más razón que la que tú me diste, Dorina; pese al remordimiento, al desasosiego; pese al aprecio que siento por él. Uno sólo de tus besos bastó para sentar al mundo sobre una bomba de napalm y poner en mis manos el detonador. No lo dudé ni un segundo: busqué tus hombros por debajo de la blusa, guié a tus labios hacia mi ombligo.

Las noches en tu azotea fueron siempre abyectas, siempre barnizadas con el alevoso olor de la apostasía. Más ¿qué le vamos a hacer?, las cicatrices de tus muñecas no nos dejan otro remedio; tu sangre no nos deja otra salida. Aquel día sabíamos que así sería y así ha sido: sin engaños para nadie, sin trucos, sin dobles fondos.
La verdad desnuda es esta mentira:
esta habitación de hotel con el número 309 en la puerta; esta nocturnidad de lluvia terca, animal; esta autopista que nunca duerme; este humo tan parecido a mis ojos; esta contemplación de la fragilidad de tu cuerpo; esta noche soterrada en algo ínfimo; este ir y venir de pensamientos encontrados, atrapados, ateridos, yertos, frígidos, asidos unos a otros como nido de serpientes recién nacidas.
La verdad desnuda es esta mentira:
este presentimiento de que tu familia está a punto de irrumpir por la puerta; estos sorbos de leche que bebo desde el cartón; estos poemas de Vallejo que me hunden, me hunden, me hunden; estas ganas de salvarte, de curarte, de protegerte, de sanarte, de limpiarte, Dorina, alumna mía, hija mía, amada mía, puta mía; estos minutos que se amontonan en los rincones de la habitación como si fueran piedras; estos labios que de vez en vez buscan tus párpados y tus cicatrices; esta sensación de que cuando el sol levante el tallo de las cosas, tú y yo, vamos a desmoronarnos como ceniza.

4 comentarios:

Monica dijo...

Qué historia Señor Lechuga, intrigantes personajes, cada uno atormentado con sus fantasmas, cediendo al deseo y olvidando a la cordura.
Fascinante la historia dentro de la historia.
Me dejas expectante para el 7.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

felicidades lechuga, cada día haces una prosa de mejor calidad. "Cuando el sol levante el tallo de las cosas, vamos a desmoronarnos como ceniza..." Bellísimo.
Yorch.

Anónimo dijo...

Me encantó, me perdí las otras gotas de mercurio pero voy a mirar atrás.

Un placer haberte conocido en París.

saludos!

Guille

Anónimo dijo...

Gracias por haberme "obligado" de manera tan sutil a entrar en el blog. Lo poco que he leído me ha cautivado. La cita de Philip Roth es como perfecta... Mañana espero poder seguir. Ahora TENGO QUE (¿?)acabar un trabajo.
Gracias...
Marta