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septiembre 07, 2014

de noche a sur




Para Gaba y Menahén:
por los abrazos y las palabras y los libros… y el búho.



El viaje son los viajeros.
Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

Fernando Pessoa



I
viajar no es sólo viajar
no sólo cambiar de lugar.
no sólo ir de un sitio a otro.
no.
viajar es algo más fundamental, moverse a través del tiempo y del espacio, incidir en las leyes de la velocidad y la luz, dejar detrás lo uno y andar hacia lo otro. pero más aún,
viajar es huir.
tentar al destino. poner a prueba al azar mientras miras a través de la ventana cómo el paisaje cambia y la realidad se convierte en una estela que fluye, pasa, trascurre, sucede, acontece y no termina nunca.
por eso viajaba. por eso viajo aún. por eso he adquirido esta tendencia a las ventanas, a la noche, al reflejo de los faros de los coches en el asfalto, a los haces de luz abriendo lo oscuro, intentando rebelarse ante la tierra que ya ha girado dándole la espalda al sol. por eso me he pasado media vida dentro de un autobús moviendo mi esqueleto de un lugar a otro buscando en la noche aquella imagen, aquel susurro, aquella metáfora que karla —así, con ka—, dejó grabada en mí.
era septiembre, lo sé porque faltaba poco para festejar su cumpleaños. karla, con ka. no era ese su nombre ni ese su aniversario, pero a mí me tenía sin cuidado. lo importante era ella, toda, etérea como mentira y mentirosa como su nombre.
la había conocido a finales de abril.
dentro de un autobús.
yo viajaba hacia xalapa a la feria del libro. ella no lo sé. nunca lo mencionó y yo nunca le pregunté. así era ella, de pocas palabras y muchos besos.
aquel abril por error nos habían asignado el mismo asiento: 9, ventanilla. cuando llegué a ocupar mi lugar ella ya estaba sentada ahí. miraba por la ventana sin mirar, tenía la cabeza apenas recargada en el cristal y su rostro se duplicaba en el reflejo. ella y ella. dos pero una. no era hermosa, debo decirlo, pero había algo en el filo de sus labios que te obligaba a callar.
o me obligó a mí.
así, mudo, permanecí unos instantes a su costado, de pie en el pasillo del autobús, intentando entender o explicar o reclamar pero no pude hacer nada. ella no me miraba, ni a mí ni a nadie, a nada. tenía los ojos puestos lejos de aquel cristal, lejos de aquella terminal y del pavimento y de los autobuses que iban saliendo y entrando de sus cajones de estacionamiento con una lentitud que hacía pensar en ballenas o en dinosaurios. la escena era bella. ella y su reflejo y el pesado movimiento de los autobuses detrás del cristal y su cabello despeinado, negro como la noche que comenzaba a soltar su oscuridad sobre nosotros, con un mechón apuntando hacia una pequeña cicatriz debajo de la sien, casi tocando su oreja.
«qué miras», dijo al notar mi presencia.
lo dijo aún vacía.
lo dijo en otro sitio y no dentro del autobús.
lo dijo más para ella que para mí.
lo dijo queriéndose decir: qué mira en mí.
lo dijo sin mirarme, sin quitar los ojos de sus sueños, sin mover la cabeza de la ventana.
lo dijo desde ella y desde su reflejo, al mismo tiempo, como un eco.
con torpeza estiré la mano y le mostré mi boleto:
«nueve, ventanilla», dije y me pareció un error. me pareció que ese sitio era suyo, que había sido suyo desde siempre, que yo era un estúpido impostor a quien el azar le había encomendado la tarea de sacarla de sus cavilaciones. me pareció que no tenía derecho ninguno a decirle nada, sólo mirarla, a ella y a su reflejo a la vez.
ella no contestó. ni siquiera miró el boleto que le mostraba. sólo intuyó mi gesto, tomó su bolso y sacó el suyo igual al mío: 9, ventanilla.
leí su nombre: karla lovera.
así, con ka.

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