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agosto 20, 2008

Sonata número 13 para clarinete [fragmento]


Para Daverio Miasnikoff
por las nostalgias compartidas.

Para la mujer que me enseñó a bailar.



Cuando don José Alfredo Sarquís percibió que estaba perdiendo el oído no lloró ni se lo dijo a nadie; ni siquiera a doña Consuelo Zendrera, su mujer, ni a Néstor, su mejor amigo, ni a Daverio Miasnikoff sino que, por el contrario, continuó tocando el clarinete en la Orquesta Filarmónica Nacional de la Ciudad de México como desde hacía ya cuarenta y cinco años, porque el clarinete no sólo era su devoción, sino su vida misma.



Don José Alfredo Sarquís era un hombre más bien solitario que tenía un andar parsimonioso y una despacés al hablar que a veces terminaba por desesperar a sus interlocutores. «Habla más aprisa, Fredo», le había dicho su mujer miles de veces, «¿No te das cuenta que aburres a la gente?»; a lo que don José Alfredo respondía igual de quedo que siempre: «Si la gente no tiene tiempo ni siquiera para escuchar, entonces es gente que no merece la pena», y cruzaba los brazos desnudos, porque siempre llevaba las mangas de la camisa remangadas para dejar libres las manos y los dedos, que cada noche masajeaba una hora y media exactamente.
Casado por lo civil con doña Consuelo Zendrera de Sarquís, fiel hasta el tuétano, negado al consuelo de las lágrimas y sin más hijos que un clarinete en si bemol, de ébano, traído de Alemania a principios del siglo diecinueve, don José Alfredo Sarquís había dedicado sesenta y nueve de sus setenta y ocho años de vida a tocar el clarinete, pues cuando tenía nueve años cumplidos comenzó su relación indestructible con aquel instrumento de aliento.
Fue la noche de un invierno triste en el Distrito Federal cuando su padre, don Rogelio Sarquís, lo llevó al Zócalo Capitalino a escuchar a la Sinfónica de Luxemburgo interpretando el Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach. En esos tiempos José Alfredo Sarquís era un niño al que apenas interesaban las cosas del mundo; con trabajos asistía a la escuela y las tardes duraban una eternidad mientras su madre intentaba ayudarle en sus tareas escolares. Aparentemente, lo único que le interesaba era el aire, las ráfagas de viento que en febrero se subían a la azotea y levantaban las sábanas blancas recién lavadas, o el viento que arrancaba las hojas de los árboles y las mantenía flotando ingrávidas con sus manos invisibles. Pocas cosas le interesaban más, podía pasarse horas y horas en la azotea viendo cómo los aviones atravesaban el cielo dejando una estela etérea, sostenidos por los brazos incorpóreos del viento.
Al llegar al Zócalo Capitalino ocuparon su lugar en la primera fila de las butacas plegables que se extendían de un lado a otro de la explanada. Era una noche fría y abierta, con la luna rutilante descaradamente puesta en lo alto del cielo. Y cuando los músicos estuvieron en sus puestos y el director izó la batuta y comenzaron a emerger las primeras notas musicales de los instrumentos de aliento, José Alfredo Sarquís sintió por vez primera la caricia más extraordinaria que jamás había sentido; abrió los ojos creyendo que su corazón también se abría conforme la pieza iba tocando suavemente sus oídos, pero se estremeció aún más hondamente cuando entendió que ese sonido no era otra cosa más que viento. El mismo viento que levanta sábanas en la azotea, el mismo viento que deshoja los árboles. Desde entonces no tuvo nada más en la mente y en el pecho que la idea impertinente de poder, como esos hombres, convertir el viento en música.
A los pocos meses lo expulsaron de la escuela porque se pasaba las clases con la mirada perdida en la ventana reproduciendo perennemente dentro de su cabeza aquel sonido que le daba cuerpo al viento. Y cuando su padre lo interrogó iracundo con el cinturón en la mano decidido a meterlo en el aro, a él no se le vinieron encima las lágrimas, sino la idea de hacerse etéreo y salir volando por encima del mundo. Cerró los ojos e intentó con todas sus fuerzas desvanecerse, hacerse invisible y salir convertido en una ráfaga de viento, sin embargo un cinturonazo de su padre le devolvió a la tierra.
—No te entiendo —se disculpó don Rogelio Sarquís arrepentido y con la voz llena de impotencia—. ¿Qué es lo que quieres, José Alfredo?
Entonces él sintió cómo las palabras se le caían de la boca empujadas desde el centro su pecho:
—Un clarinete —dijo con voz pequeñita.
—¡¿Qué?! —preguntó su padre, un poco porque no entendió, y otro porque la respuesta le resultó insólita.
—Un clarinete —repitió, ahora más claro.
Su padre reprimió una sonrisa de satisfacción y de orgullo, giró sobre sí mismo y abandonó la sala donde se encontraban, con un gesto contradictorio en la cara.
Para las siguientes navidades, José Alfredo Sarquís recibió con los ojos desorbitados de júbilo aquel instrumento que lo acompañó toda la vida. Venía en una caja envuelta en papel navideño y con una tarjeta donde se leía:
Para el mejor clarinetista del mundo.
Rompió el papel con desesperación y se encontró la caja negra forrada en piel y con herrajes plateados al frente. No dudó ni un segundo en abrir los herrajes y contemplar aquel instrumento partido en tres y acomodado gentilmente sobre el empaque de terciopelo rojo.
A partir de entonces se le vino encima otra afición, la de pasarse horas enteras subido en la azotea, pero ahora no sólo mirando las sábanas y los aviones allá puestos en el cielo, sino intentando sacarle alguna nota melodiosa a aquel instrumento. Así llegó a sus años adolescentes, sin instrucción profesional sobre el clarinete pero con un dominio de él que, cuando alguien lo escuchaba tocando, hacía que se sintiera irremisiblemente colmado de nostalgia; así cursó los seis años de conservatorio; así se especializó otros cuatro años más en el instrumento; y así fue cómo Consuelo Zendrera, en sus años de soltera, se enamoró ciegamente de él. De eso hacía ya casi cincuenta y dos años. Don José Alfredo Sarquís lo recordaba perfectamente. Fue el veintidós de julio, en plena época de lluvias. Consuelo Zendrera atendía un modesto tenderete de flores en el Parque de los Venados y, aquella tarde fría, después de un aguacero diluviano, escuchó, arrinconada en su puesto, las notas tristísimas del clarinete. El sonido se le enredó en el alma sometiéndola a seguir el aroma de las notas que se extendían en el ambiente como si se tratara de humo. Abandonó el puesto de flores, caminó entre los prados solitarios sin percatarse del ramo de claveles blancos que llevaba en la mano y, en una banca del fondo, entre la soledad que dejaba la lluvia tras de sí, encontró a José Alfredo Sarquís cerrando los ojos, envuelto en la bruma de la tarde y en una paz de monje, unido al clarinete en un beso perpetuo y acariciando con los dedos las claves de su instrumento. Atrapada por la nostalgia, por la fragilidad de la escena y por las notas, Consuelo Zendrera no pudo evitar sentarse a penas en la banca contigua y escuchar con un silencio solemne la pieza que aquel hombre interpretaba: Sonata número 13 para clarinete, de Johannes Brahms. La pieza por momentos caía en un remanso sutil y plácido, después subía el tono acariciando las copas de los álamos. Fue ahí cuando los árboles comenzaron a dejar caer sus hojas acompañando la melodía y un viento suave las mantuvo ingrávidas en el aire, jugueteando taciturnas, extraordinariamente etéreas. Consuelo Zendrera no supo en qué momento comenzó a deshojar los claveles blancos, soltando los pétalos al mismo viento que los recogía y los ponía a bailar igual de ingrávidos que las hojas. El parque se llenó entonces de una nube tersa de pétalos blancos, hojas secas y notas musicales que giraba pausada, luminosa, fantástica. «Así que esto es el cielo», pensó Consuelo Zendrera, y sin resistencia se dejó ir en la nube.
Nueve semanas más tarde se casaron sin ceremonia religiosa, les bastó un almuerzo en Tres Marías acompañados solamente por los familiares más cercanos y por Néstor, el eterno compañero y colega de oficio de don José Alfredo, con quien arreglaba el mundo todos los martes y jueves en el café Le Boheme ubicado en la calle Orizaba de la colonia Roma. Le Boheme era un cafecito con paredes de madera y luz tenue, atendido por Daverio Miasnikoff, un muchacho alto y blanco como la nieve, de gesto adusto y mirada recelosa herencia de sus abuelos rusos que habían llegado a México por esos azares inexplicables y a quien don José Alfredo intentaba persuadir para que se iniciara en las artes del clarinete. «En la tierra de tus abuelos este instrumento es muy importante», le decía. «Deberías interesarte un poco por su historia». En realidad don José Alfredo Sarquís veía al muchacho como el hijo que nunca tuvo y eso no era secreto para nadie; ni para Néstor, ni para doña Consuelo, ni para Daverio, ni para él mismo. Muchas veces, sentado en Le Boheme esperando a que llegara Néstor, don José Alfredo le había confesado:
—El destino se equivocó con nosotros, muchacho, tú debiste ser mi hijo y yo debí ser tu padre.
A lo que Daverio Miasnikoff respondía cambiando el gesto adusto por una sonrisa mientras le preparaba el eterno expreso doble, sin azúcar, servido en un pequeño vasito de cerámica poblana y sin cucharilla ni plato. Pero el muchacho estaba más interesado en asuntos del teatro y la fotografía que en asuntos de música. Sin embargo, jamás se negó a asistir a sus conciertos, y no sólo por complacer a don José Alfredo, sino porque igual que los pocos que lo conocían, disfrutaba empapado de la nostalgia que salía del clarinete cuando don José Alfredo Sarquís tocaba.

4 comentarios:

Achichincle Audiovisuales dijo...

gracias perroné. no dejes de escrivir por favor.

Sardel dijo...

Que buen cuento..un beso

Antonio real14 dijo...

Buen relato como nos tienes acostumbrados carnal, yo siempre he creido (bueno desde que te conozco) que tienes plumas en vez de dedos, un abrazo, donde andas?

Moebiux dijo...

¡Ah!, bello y melancólico. Bien pareciera que el texto es, en realidad, una partitura del clarinete en la que las notas musicales han sido substituidas por las palabras. Y qué bella historia de amor la de la pareja protagonista, sin necesidad de estridencias ni dramatismos, como (re)afirmando que el tesoro escondido está, en realidad, a la vuelta de la esquina, y no en una isla ignota en el culo del mundo. ¡Felicidades por el cuento!